domingo, 29 de julio de 2018

La tilde, por fin, cayó sobre la E


A los dieciséis años gané un concurso literario en mi preparatoria, por un cuento en el que un abuelo se transforma en monstruo cuando se refleja en el espejo de su baño, todo ello narrado a través de la mirada de su nieto, un muchacho que lo cuida por las tardes después de la escuela, y quien huye despavorido a la calle para nunca volver tras presenciar la mutación. El concurso era tributo a Horacio de Quiroga, el escritor uruguayo de terror, y el premio consistía en un valiosísimo diploma de papel bond. Nunca imaginé que ese diploma, y no tanto la distinción que representaba, fuera a convertirse en mi suerte como escritor. Y es que cuando salí de la oficina donde me lo entregaron, el ánimo se me escurrió del cuerpo cuando leí que el título de mi relato, “La enfermedad de René”, tenía un error: René estaba escrito sin acento. “Réne”, se leía. Decepcionado, fui a sentarme a una banca y miré la hoja durante minutos, pensando en si mi cuento merecía esto. Contrario a lo que la mayoría hubiera hecho, como volver a la dirección de la escuela a subrayarles su torpeza, pues cómo se les ocurría organizar un concurso literario si nadie dentro de esa oficina dominaba el Español, me quedé sentado en la banca. Vacío de carácter, tan magullado como el granito recién exprimido en mi frente, asumí la torpeza de quien había redactado el diploma como si fuera mía y, por eso, más que merecida.

Esto que les platico, dinamitó dos aspectos de mi personalidad, presentes hasta el día de hoy. El primero, quizá el más obvio, es la obsesión por aprender a diario, en profundidad, el idioma Español, idioma inabarcable pero luminoso y expresivo, que en la actualidad todo mundo pisotea, especialmente a través de su uso en las nuevas tecnologías. En mi caso, debido a que gramáticos como Gonzalo Martín Vivaldi y su Curso de redacción son el único modelo paterno con el que cuento, le debo al buen Español casi todo, por ejemplo, el que estemos hablando aquí de esta novela, expresándome sin el “dijistes” común en mi vieja calle, o consciente de que se pronuncia “apellido” y no “apeído”, o se dice “con base en aquello” y no “en base a esto otro”. Es así que continúo aprendiendo el Español, sin dominarlo por completo. A veces conjugo mal un verbo o echo mano de la preposición incorrecta. Por ejemplo, estoy seguro de que a lo largo de este texto he cometido más errores de los que podría reconocer. Si hay algún gramático en la sala, por favor, puede corregirme la plana.

Es un largo camino el aprendizaje del Español, especialmente cuando vienes de un mundo cerril, pedestre, con una madre tan fría como analfabeta y un padre embrutecido por el alcoholismo. Es aquí donde salto al siguiente punto que dinamitó aquella falta de ortografía en mi diploma. ¿Por qué agaché la cabeza y pasé por alto esa errata que al final casi supuse mía? La respuesta llegó cuando terminé de escribir Permite que tus huesos se curen a la luz. Al paso de los capítulos, y ustedes podrán leerlo también, descubrí que Raymundo Félix, el protagonista, reconoce que su destino es desenvolverse en un mundo del que no puede salir porque, cuando lo intenta, es devuelto a su origen a fuerza de golpizas y abusos múltiples. Supe entonces que a lo largo de mi vida he tomado muchas decisiones, como la del diploma aquel, basado en el miedo a ser devuelto con violencia al mundo donde me tocó crecer, aunque éste ya no exista. Cuando terminé la primera versión de la novela, contenía sólo 22 fragmentos numerados, que abarcan desde los tres hasta los veintiuno o veintidós años de edad de Raymundo Félix. Después de releerlos, entendí lo mucho que me mostraban acerca de mí. Pienso que un autor no escribe un libro porque sabe lo que quiere decir, más bien lo escribe para saber por qué tuvo ganas de escribirlo, y esto me pasó. Las cuartillas revelaron ante mis ojos una lección de autoconocimiento, es decir: un cínico pero a la vez tipo frágil que jamás me hubiera imaginado ser, y fue por eso que en la segunda versión de la novela agregué los episodios titulados con letra: A, B, C, hasta la H. En ellos cuento una historia paralela, simbólica, en la que Raymundo despierta encerrado en un jacal donde una voz, que proviene de una ventana, le cuestiona su existencia. Esta historia es una especie de rito de iniciación, como aquellos donde jóvenes de tribus salvajes son encerrados en chozas durante meses, y después salen convertidos en hombres, una vez que cursaron las ordalías o retos de la tribu. Algo que también aparece en el libro pues cada uno de los capítulos son primeras experiencias que guían al protagonista a nuevos planos de sí mismo.

En agosto de 2017, Permite que tus huesos se curen a la luz ganó un premio. En prácticamente todas las entrevistas que me hicieron en relación con el triunfo, el título aparece mal escrito: Permite que tus besos sean de luz, Permite al cura que sus huesos luzcan, Permite que tus huesos curen la luz y otros por el estilo. Pero no únicamente eso. En una se menciona que nací en el Estado de México, cuando soy más chilango que la quesadilla de hongos o de papa, con o sin queso. Estos hechos me hicieron especular entorno al regreso del fantasma de “Réne”. Afortunadamente, para mi consuelo, tras veinte años de aquel diploma preparatoriano, el diploma que me entregaron por este nuevo premio tiene cada palabra y acento donde corresponde. La tilde, por fin, cayó sobre la E.

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Texto que leí durante la presentación de mi novela en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, de la Ciudad de México, el pasado 25 de julio de 2018.