jueves, 18 de julio de 2019

Avistamiento


Entró en la casa cargado de bolsas. Se había comprado zapatos, pantalones, playeras, incluso un teléfono celular nuevo, con luces coloridas a los costados de la carcasa. “De lo mejor esta temporada”, le había dicho el empleado de la tienda. “Observe, usted, los gráficos nítidos, sienta la fidelidad de la bocina.” Luis Corona puso la compra sobre la mesita de la sala. Se sentó en el sillón y extendió plácidamente las piernas. Con la calma de quien paladea un beso, abrió uno a uno los paquetes. Pedacitos de papel cayeron sobre la alfombra cuando desprendió los códigos de barras a cada artículo y prenda. Por último, conectó el celular en el enchufe de la pared. Cruzó los brazos por detrás de la nuca y, mientras por la ventana de su departamento observaba el vuelo rectilíneo de un avión hacia espaldas del horizonte, pensó en cada uno de los momentos en que vestiría y calzaría estas nuevas adquisiciones. Ensoñó los pasillos cristalizados, olorosos a vainilla, de un mejor empleo; rodeado de gente a quien asesoraría y a quien repartiría órdenes como si fueran golosinas, pues todo mandato suyo lo acatarían con entusiasmo; gozarían obedecerlo. También, imaginó la cena en la cual le propondría matrimonio a Norma, una vez que con su nuevo sueldo pudiera comprarle una sortija a la medida de su cariño. “Cierra tus ojos, linda, siente el vaivén de la música, no veas hasta que yo te diga.” Mientras, él le plantaría un beso en boca y, enseguida, le mostraría la joya del pacto, resplandeciendo como una estrella sideral.

Ensoñó una vida perfecta al lado de su compra, pues a partir de ahora, gracias a su aparición, realizaría todos aquellos cambios pospuestos por no contar —aquí rió— con la indumentaria apropiada para encomiar instantes tan decisivos. “Este celular es la canela en el capuchino”, dijo en voz alta cuando despertó de la ensoñación y golpeó sus muslos con las palmas de las manos, como festejo.

Desdobló el pantalón de mezclilla, con la botonadura color plata, cuyos dibujos textiles en los bolsillos habían terminado por fascinarle. Lo vistió parado frente al espejo. Habría de practicar ahí las poses y movimientos que desempeñaría durante la cena de compromiso con Norma, o al dirigirse a los subalternos. Sin embargo, notó un problema al abotonar la cintura: la caída de las perneras no era la estimada. Fuera del probador de la tienda, colgaban demasiado zanconas y los tobillos blanquizcos de Luis quedaban expuestos a la luz, a la burla. Trató de acomodarlas deslizando la pretina hacia abajo. Tiró con tanta fuerza que salió volando uno de los botones. “¡No puede ser!” Con las manos crispadas en el aire, cayó de rodillas en la alfombra en busca de la pieza extraviada. Cuando lo hacía, una de las costuras del pantalón, posiblemente la trasera, crepitó y, por miedo a reventarla, Luis saltó hacia un costado, sobre la mesita donde había puesto el celular nuevo, aplastando el aparato con el cuerpo.

Instantes después, en calzoncillos, tirado en el sillón, probó encender el dispositivo, pero en respuesta apareció un solitario signo de admiración en la pantalla.

“El M-18 tiene un mes de garantía con nosotros, y veinticuatro meses con el fabricante”, había añadido el vendedor.

“Si algo caracteriza a esta marca de ropa, es la calidad de su botonadura: ni un caimán podría desprenderla”, le dijo la dependienta mostrando unos dientecillos retorcidos.

Como último recurso devolvería los artículos dañados a la tienda. No había tiempo que perder. Antes de que cerraran el centro comercial, iría por un pantalón y un teléfono de repuesto. Sin embargo, cuando buscó las notas de compra, recordó que las había tirado al salir del centro comercial.

Luis se dejó caer de nuevo en el sillón. No podía creer que hubiera tirado lo único que le garantizaba la sustitución de los artículos, y el comienzo de una nueva época. Volvió a golpearse los muslos, pero esta vez fue con los puños cerrados. Soliviantado, miró el resto de los paquetes sobre la mesa. “Quizá haya un consuelo”, clamó en voz alta.

Minutos más tarde, estaba rodeado de playeras guangas, maltrechas, y los zapatos chorreando espuma jabonosa. Alternadamente, había encontrado que las playeras le venían chicas o que sus colores no eran apropiados para el tono de su piel, y que los empeines del calzado mostraban manchas indelebles. Sus prendas eran una porquería, una porquería carísima, pues ahora estaría sin un centavo el resto del mes. Y lo peor: nunca podría vestirse bien para las ocasiones especiales aguardándolo. Su felicidad escapaba de nuevo y jamás podría darle alcance.

Sonó el teléfono de la casa. Era Norma, quería invitarlo al cine y después a tomar un café. Luis, molesto todavía, le dijo que era imposible y soltó el tono más seco, el más hostil que su garganta tuvo a bien graznar. Norma, paciente como lo había sido durante ya mucho tiempo, le preguntó cuál era el problema. Después de resumir los incidentes —y ella reír—, en tono solemne le dijo: “Oye, Luis, ponte cualquier ropa y vamos a la película”. Él abrió mucho los ojos, sorprendido por la indiferencia de Norma ante su problema.

Caminando por la calle, con sus pantalones deportivos y playera viejos, comodísimos, porque tenían años amoldándose a su cuerpo, Luis vio un ovni balancearse en el cielo a una distancia más o menos corta. Las luces de la nave titilaban como árbol navideño y el zumbido del sistema gravitacional era eufónico, podría decirse que transmitía sonatas siderales. Su desplazamiento obedecía a rutas de libélula: ascendía veloz unos metros y después se dejaba caer otros tantos, sin tambalearse. Estabilizado por completo, se abrió una escotilla y cuando algo asomaba a través de ésta, Luis se talló los ojos, porque sintió una basurita, una basurita que no incomodaba demasiado su visión, pero que estaba ahí, y cuando algo está ahí, Luis prefiere quedarse ciego a mirar a medias un contacto extraterrestre. Entonces, agachó la cabeza, sacó un trozo de papel higiénico para limpiarse el párpado y cuando volvió la vista hacia arriba, dispuesto ahora sí a apreciar sin mácula el esplendor del instante, la nave había desaparecido, dejando a su paso un chisguete de nube en la atmósfera.

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Cuento inédito.