lunes, 4 de diciembre de 2017

Lejos de la atmósfera terrestre*

En este momento reposo tendido en la cama, ideando la forma de librarme de los pensamientos espantosos que se despeñan por mi cabeza rumbo a la travesura y el griterío, como piedras que rodaran por el barranco hasta un estanque donde se sumergen entre chapoteos espesos, de burbujas en las entrañas. Con los brazos cruzados por detrás de la nuca, choco las puntas de mis pies desnudos. Después, muevo los dedos al ritmo del canto de mi madre afuera de la casa en el patio de la vecindad, que llega por la puerta abierta donde pende una sábana atravesada por un mecate, a manera de cortina. Veo inclusive el dibujo de muchas sirenitas en la tela. Es mediodía. Pega duro el sol. Olga aprovecha para lavar las toallas, que precisan de aquel fuego para secarse, mientras canturrea “Tiempos mejores” de Yuri.

“A cada rato oías el roce de la jícara contra el fondo de la pileta y el chorro de agua cayendo de la llave. Sonidos que hasta hoy relacionas con la frescura y el aseo, con las manos de tu madre, pecosas y de dedos anchos, heridas para siempre por la lejía.”

El próximo sábado haré la primera comunión y el reto consiste en que durante los días previos a la ceremonia —el párroco de Asunción me lo advirtió con sus manos entrelazadas sobre la barriga— no puedo cometer ningún pecado, debo llegar impoluto al cáliz. Nada de malos pensamientos, groserías ni faltarle el respeto a nadie. Debo ser un santo y permanecer exento de mancha para recibir el cuerpo de Cristo en toda su magnitud.

Reviso la hora y me siento en la cama. Estoy a la espera de que aparezca Nacho, mi compañero de la primaria. Acordamos ir a montar en bici y traigo puestos un short y una playera con un águila al centro que palpo con la yema de los dedos. El estampado es poroso como cáscara de mamey.

Pienso de nuevo en la primera comunión y en cómo vestiré para la ceremonia. Me levanto. Abro el ropero y extiendo sobre la cama el pantalón de mezclilla con cierres en los bolsillos que compramos en el supermercado a pesar de las quejas de Olga. Acaricio la pretina con la uña del índice. Aprecio el color ultramarino de la tela, sin deslaves ni remiendos, y en el cuerpo siento cosquilleos: es la primera prenda que estreno en años.

Mi madre eligió la camisa. Pero no lo hizo en la misma tienda. La semana anterior recorrió aquella colonia rica cercana a la nuestra, donde las familias abren los garajes para rematar los juguetes, ropa y zapatos que ya no usan. Regularmente, artículos pasados de época, con botonaduras enormes, de color dorado, y muñecos que echan de menos la pata izquierda o que el tiempo les ha arrancado el semblante. Ahí compró esta camisa negra con triángulos color vitral: amarillos, verdes y púrpuras que, si se miran de lejos, semejan una playa con palmeras a la medianoche. Es espantosa. El resto de mis camisas tiene remiendos o mi madre sustituyó alguno de los botones extraviados por otro de distinta forma y tono, por lo que parecen hechas de retazos, y resultan peores.

Cuando me imagino vestido el sábado con el pantalón y la camisa, importándome poco que esté fea, llega a mí una gran satisfacción. Estudié durante semanas el catecismo. Aprendí el Yo pecador, leí la Parábola del hijo pródigo. Pasé el cepillo al final de la liturgia. Me confesé. Estoy preparado para tener un sábado lindo. Habrá gente rodeándome. Mi madre me abrazará y oleré su perfume combinado con el aroma a leche que irradia su pecho desde que recuerdo. Quizá mi papá se aparezca y nos lleve a comer o a pasear en su coche. Se tomará una cuba con mi padrino. Hablará sobre lo que leyó de las Chivas en el Esto. Mi padrino sugerirá que escuchemos en el tocadiscos a Los Bícles, la canción “¡Ayuda!”. El espacio donde nos reunamos olerá a lociones y a la delicada mezcla de ron con Coca-Cola y limón. En tanto, miraré a la luz de la ventana la esclava de oro con mi nombre. La misma que mi padrino me regalará ese sábado, y que tiempo después me arrancarán en las maquinitas sin que me dé cuenta.

Olga entra al cuarto para decirme que Nacho está afuera del portón. Su madre le prohíbe buscarme hasta la puerta de mi casa al fondo de la vecindad. Le dice que aquí dentro abundan los mariguanos y rateros, que no puede exponerse.

Me enfundo los calcetines y los tenis; salgo al patio, a la luz lechosa que repentinamente me enceguece. Camino con la bici a un costado. La rueda trasera chirría, pero después de varios giros se olvida de hacerlo. Los plásticos de los manubrios tienen consistencia rugosa. El dibujo antiderrapante me pica las manos de igual manera que las cerdas de un cepillo al sobarlo con la palma. En el cielo, los rayos solares son inmensos, como si el planeta hubiera intercambiado órbita con Venus y girara en torno al sol más de cerca.

Nacho viene con mi vecino Gerardo, que se preparó también para hacer la primera comunión, aunque él festejará semanas después. Gerardo, sus hermanos y una prima, continúan ahorrando para el mole que servirán luego de la ceremonia. Su madre, fámula como casi todas las mujeres de nuestra calle, aún debe dinero del bautizo de los hermanos pequeños de Gerardo, ocurrido meses atrás, y todos cooperan para salir de la deuda —ya sea haciendo mandados o tirando la basura de los negocios que les dan propinas— y preparar de esta manera los próximos festejos.

Él y Nacho hablan de ovnis. Hacen visera con la mano y otean el cielo en busca de algún platillo volador. Uno señala las nubes a la derecha, el otro le advierte que mire al costado de los rayos solares. Cuando llego a su lado, levanto la vista al firmamento pero no encuentro nada, excepto un tallón de luz en la pupila. Gerardo tiene bajo el brazo un Semanario de lo Insólito. Lo extiende y pasa varias páginas hasta encontrar la fotografía de un platillo volador, una campana plateada, lisa, suspendida en la nada. En el fondo se ven las montañas. El objeto puede ser cualquier cosa, la calidad de la imagen engaña a cualquiera. Pero a los tres, mirando el cielo, de repente nos entusiasma la idea de que exista vida lejos de la atmósfera terrestre. Gerardo y yo lo platicamos con frecuencia: deseamos convertirnos en investigadores del fenómeno ovni. Planeamos comprar una cámara de video en las chácharas del mercado de los domingos para testificar con ella cuanto movimiento se dé por encima de nuestras casas. Es un proyecto a largo plazo. Ninguno de los dos tenemos en los bolsillos más que pelusa.

Al fin desatendemos el cielo y Gerardo nos pregunta que a dónde vamos. Le respondo. Dice que no debo hacerlo. La diversión está prohibida antes de la primera comunión, y sobre todo si ya me confesé. Nacho se nos queda viendo. Es güero, de cabello rubio. Sus ojos son grises y la boca es tan roja que parece untada de sangre. Comienza a carcajearse forzadamente.

—Vaya que si son imbéciles los dos. ¡Ja, ja! No me digan que creen en esas estupideces. ¡Ja, ja! Niños de vecindad.

Gerardo y yo nos quedamos mirando uno al otro. Él comienza a reírse también.

—A fin de cuentas, gordo —me dice—, haz lo que quieras. Pero creo que deberías guardarte antes de tomar la hostia.

—Oigan, hablando de milagros —dice Nacho—, miren allá, acabo de descubrir un ángel.

Apunta con el dedo a mis espaldas.

Rápido vuelvo la vista. Tan pronto lo hago, un dolor terrible me sube por el abdomen. La punzada caliente salta después a las entrañas, las amasa, y me dobla. Nacho me ha dado un manotazo en los testículos y ahora siento como si me hubieran insertado en medio del cuerpo un balón de agua hirviente. En contrapunto, tengo fría la cara. El aire desaparece de mis pulmones.

Lo primero que pienso es reponerme y surtirlo a puñetazos. Pero el párroco, la hostia, la promesa de no pecar, el día en que mi padre estaría conmigo durante la ceremonia y platicaría con mi padrino; mi madre emperifollada con su vestido color canario, las medias, los tacones, el olor a leche de su cuello... Puedo soportar el dolor, puedo… Debo mantenerme ecuánime. Perdonar.

Me sobo con ambas manos el abdomen. Hago sentadillas.

—A ver, pinche Raymundo, a que no sabes quién viene ahí. —Nacho entresaca el cuerpo de la entrada y se asoma a la calle. Gerardo lo franquea—. No manches, ¡es tu papá!

Cuando me asomo, Nacho vuelve a golpearme bajo. Esta vez es un rodillazo que considera terriblemente divertido. Caigo desguanzado, bocarriba. Cierro los ojos y dentro de los párpados veo una tela tupida. Voy separándome de ésta para encontrarme con que es el mantel color olivo que el párroco extiende sobre el altar. Esta vez el dolor me traspasa la pelvis, rasga con violencia el recto y tengo la sensación de haberme hecho del baño.

Oigo pasos estrujando la tierra del piso a la altura de mis oídos. Abro los ojos. Inclinado hacia mí, tapando los rayos solares, Nacho pela los dientes, torcidos como los de un serrucho. Se acomoda el cabello recortado al estilo príncipe, y me dice:

—Ni tu papá ni Dios existen; los ovnis, sí.

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*Fragmento publicado en La Peste no. 29, Tragedia, pp. 21-25, y que forma parte de Permite que tus huesos se curen a la luz (Horson, 2017), novela ganadora del XIV Premio Binacional Valladolid a las Letras. La ilustración pertenece al artista berlinés Bene Rohlmann.



sábado, 5 de agosto de 2017

De karatecas y boxeadores


La primera vez que pisé un gimnasio de box fue a los once años. Édgar, un compañero de la escuela, me invitó a las clases que impartía un entrenador veterano en las instalaciones del entonces comité distrital del PRI en mi colonia. El lugar estaba justo enfrente de Plateros, a una cuadra de la prepa 8.

Aquella primera tarde, don Miguel me recibió con cara triste. No sé qué lo decepcionó más, si verme tan gordo o tan pobre, pues de ninguna de las dos opciones podría obtener alguna ganancia: ni entrenaría a un próximo campeón ni podría hacerse de una paga que justificara las sesiones de hora y media de trabajo. A pesar de esto, quizá en honor a su vocación, o tal vez por resignación, durante algunas semanas el hombre nos enseñó a mi amigo y a mí los movimientos básicos que hasta el momento son los únicos que identifico durante un combate: jab y gancho. También, nos describió la separación de las piernas y la ubicación de las puntas de los pies. Don Miguel se encorvaba para demostrarnos la velocidad de los puñetazos, mientras arrastraba sus tenis Panam sobre el piso y sus rodillas huesudas temblequeaban bajo la tela de su eterno pantalón de casimir. Era un hombre mayor, de unos sesenta años. Recuerdo que le colgaba la papada como una especie de pellejo que lucía iluminado por la plata de la barba incipiente. Después de cada entrenamiento, se enfundaba una sudadera de cierre a la que había puesto unos parches en los codos que habían prolongado la vida de la prenda por años, o eso pensaba yo. Era un hombre amable y paciente: repetía los movimientos hasta que sus alumnos conseguíamos desplazarnos con la misma soltura que él.

Una tarde, llegué a clase antes de la hora prevista y lo encontré afuera del gimnasio, sentado en los escalones del pasillo de granito que conducía al patio de la sede priista. Tenía los codos apoyados en las rodillas y la barbilla descansando en los puños. Se veía agotado, más tristón que la primera vez que lo había visto. Al lado suyo, estaba el saco de boxeo de cuero ajado y remendado con cinta canela; al otro extremo, la pera loca ponchada. El único par de guantes, que Édgar y yo alternábamos, pendían del borde de una maceta.

—Ya no podemos entrenar en el gimnasio, porque no he pagado la renta —me dijo.

Tenía los ojos húmedos y por un instante me pareció que su ropa le venía muy grande, como si hubiera adelgazado de manera vertiginosa.

Me senté a su lado y desaté las vendas que él me había enseñado a enredar entre los dedos y que yo llevaba puestas desde mi casa para que me vieran en la calle con ellas, lo cual, suponía, alejaba a los vecinos que buscaban siempre golpearme por nada, y de quienes huí por años.

Ni Édgar ni yo habíamos podido pagarle las clases. Debido a que éramos sus únicos alumnos, lo habíamos conducido a la bancarrota. Esto me hizo sentir mal. Sin embargo, don Miguel no me estaba reprochando nada. Al contrario. Levantó la cara, se frotó la barba y me dijo:

—Tú quién crees que es mejor: ¿un karateca o un boxeador?

—Los dos.

—No, el boxeador. Al menos para mí, un boxeador bien entrenado quiebra a un karateca… Esto siempre se lo digo a los chavos de mi calle: que nunca se dejen apantallar por un karateca. —Don Miguel vivía en La Cascada, una de las colonias más conflictivas de la ciudad en aquellos años 90.

Tras decir esto, se levantó, apretó los puños e inclinó el cuerpo detrás de su guardia y lanzó algunos golpes al viento. El entrenador se veía frágil, mucho más viejo que días antes; sin embargo, la seriedad con que lanzaba los golpes, me estremeció. Sin pensarlo mucho, me levanté y al poco rato ya lo imitaba. Después apareció mi amigo Édgar y los tres, en medio de aquel patio derruido, evadiendo a las personas que iban y venían por la sede, entrenamos como si en ello nos fuera la vida.

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jueves, 29 de junio de 2017

El robo del parque


Marialuisa y yo llegamos a la caseta de policía, un cubo de cemento de dos metros cuadrados en lo alto de la loma del parque. Ella observó su reflejo en el cristal espejeado de la única ventana de la caseta y aprovechó para repasarse la yema del dedo en las cejas y acomodarse el cabello.

Cuando golpeé la puerta con los nudillos, a nuestro alrededor revoloteó una tira de algodón de azúcar. Alcé la mano para ahuyentarla y fue a adherirse a la corteza del fresno al lado de la caseta. Agitó la punta, como una estola de plumas rosadas, y después se desintegró en el ambiente de la tarde.

Esperé unos segundos apoyado en la puerta antes de volver a tocar. El metal estaba frío. Los grumos del esmaltado picaron la palma de mi mano. Alrededor nuestro, no había ningún carro de algodones de azúcar de cuya hornilla pudieran saltar al viento jirones de nube color rosa. Tampoco había niños montados en sus bicicletas o mujeres enfundadas en conjuntos deportivos, estirando las corvas sobre las bancas. Estábamos solos.

La luz vespertina se inclinaba de tal forma que únicamente alcanzaba a rozar las puntas más elevadas de los fresnos por las que, en ocasiones, se desprendía aleteando un zanate, que volvía a encajarse en la fronda tan pronto como había emergido. Más abajo, los troncos de color verduzco eran ya un muro que mi vista captaba impenetrable.

Marialuisa cruzó los brazos y bajó la vista a sus pies; jugueteó con las piedrecillas que crujieron bajo el peso de sus suelas.

En el interior del cubo se oyó el sonido de objetos metálicos, quizá llaves, tintinear de manera aguda, como si los deslizaran por un cristal o superficie extremadamente lisa.

La puerta se abrió. Salió un hombre vestido con camisa y pantalón negros. Tenía un cinturón cuya hebilla destelló cuando se acercó a nosotros. Enfoqué su rostro, pero pasé de largo, recayendo sobre el gel que recién se había aplicado en el cabello y que se mezclaba con las gotas de agua en las sienes. El cabello era negro, espeso, e intenté calcular el tiempo que a cualquier peluquero podría llevarle recortarlo: esos mechones no cederían fácilmente al filo de las tijeras.

El hombre se nos quedó viendo. Marialuisa descruzó los brazos y se frotó los hombros desnudos: la blusa apenas le cubría el torso.

—Ya sé qué te robaron —le dijo él a ella.

—A la entrada del parque, en la banca frente a la avenida —intervine yo.

El hombre no volvió a verme. Observaba a Marialuisa, quien separó más los pies y, con los brazos lánguidos, engarzó los pulgares a la pretina del pantalón.

—Lo colgaron del respaldo —continuó él—, lo perdieron de vista un segundo, y así aprovecharon para llevárselo.

—Estaba mi suéter dentro —dijo ella.

Su cara empalidecía debido a la frescura de la tarde, pero sus labios continuaban sonrojados.

Ambos permanecieron frente a frente, sin retirarse la vista por un lapso que me pareció una hora. Metí las manos en los bolsillos del pantalón. En el piso, la agujeta de mi tenis derecho reposaba maltrecha en el polvo donde alguna vez hubo tezontle.

—Vamos a ver si los agarramos. Si son principiantes, no sabrán cuándo parar y seguramente andan viendo qué otro bolso llevarse.

El hombre metió la mitad del cuerpo al cubo. Inclinándose, dejó apoyado un pie mientras el otro se elevaba diez centímetros del suelo. El zapato, pulido con minuciosa boleada, brillaba idéntico a la hebilla. Extrajo una chamarra bombacha que colocó en los hombros de Marialuisa. Abrí la boca: quise protestar. Sin embargo, mi ánimo fue achicándose de la misma manera en que salen expulsadas las notas de un acordeón roto. Me rasqué el lóbulo de la oreja, para curarme el prurito.

—Ojalá los atrapemos —les dije, echando a andar.

Se habían encaminado dos pasos adelante. El hombre abrazaba por el hombro a Marialuisa, quien pinzaba la chamarra sobre su espalda con el índice y pulgar de cada mano. Voltearon a verme. Una sábana helada se deslizó por mi cabeza hasta caer al piso. Después, como si yo fuera una escultura recién develada al público, me quedé tieso.

—No es necesario que vengas, si no quieres —contestó él—. Desde lejos se te nota que eres bien celoso.

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Inédito.


sábado, 28 de enero de 2017

Ardillas


Extendió la mano para saludarme con tanta rapidez, que no me dio tiempo para pensar en nada más que no fuera su traje fino y su corbata enlazada en forma tan galante como si unas manos enjoyadas la hubieran ajustado. Su rostro era más grande y redondo que años atrás, pero los ojos de Federico Corbala, de Corbala, como le llamábamos en la escuela, seguían siendo de adolescente, vivos, muy abiertos, como únicamente pueden serlo los ojos de la juventud cuya vista se desliza por el mundo en busca de nuevas cimas que poseer.

De pie uno frente al otro, mientras que los viajeros a las afueras de la terminal de transporte coincidían sus miradas entre sí, para después extraviarse de por vida, Corbala me inspeccionó de arriba abajo, y después dijo:

—Han pasado unos veinte años, más o menos, ¿no?

Su voz se había hecho grave, robusta, diferente a como podía recordarla.

—No nos hemos visto desde la secundaria —le respondí.

Un puesto de tacos al lado nuestro estaba a reventar. La gente se mordía ansiosa los dedos esperando a que el taquero les sirviera pronto una orden, o se codeaban groseramente cuando añadían a sus platos las salsas y los nopales fritos, colocados en tazones de metal sobre una barra de lámina.

—O desde los campos de futbol en el deportivo Reynosa, ¿no? —añadió.

Detrás del puesto, aparecieron dos ratas jaspeadas que olfatearon el aire con sus narices húmedas. O eso creí. Más bien, eran dos ardillas con los pelos aplastados debido a la grasa y mugre de los tenderetes callejeros bajo los cuales se habían revolcado. Dando saltitos, recogieron dos rodajas de pepino tiradas en el pavimento, y salieron disparadas hacia el otro lado de la calle con la verdura clavada en el hocico.

—¿Cuáles campos de futbol? —le pregunté.

—Hermanito, sí debes de acordarte, cómo no, del deportivo Reynosa Azcapotzalco.

Una pareja pasó a nuestro lado. Corbala observó a la mujer casi lamiéndole el escote con las pestañas: vestía blusa de tirantes y cargaba a un bebé envuelto en un cobertor azul. Su acompañante, un tipo calvo, la abrazó por la cintura y miró desafiante a Corbala, que apretó con cinismo los labios como si quisiera lanzar un beso al aire. Pasaron de largo.

—Y… Qué haces, hermanito, cómo te trata la vida.

—Voy a ver a mi novia. Ésta es para ella.

—¿Nada más le llevas una flor? Qué codo. Le hubieras comprado un ramito de gladiolas chulas.

Decepcionado, observé mi girasol envuelto en celofán, atado con un moño retorcido.

—Para esto me alcanzó —respondí.

—¿Todavía no te casas? ¿Todavía no tienes chavos?

—Me gustaría, pero no sé… ¿Tú qué haces?

—Muchas cosas. Ayer, precisamente, me entregaron la casa que compré. Es de dos pisos y tiene un balconcito al que, de ahora en adelante, voy a subir cada tarde a tomarme unas cubas de Torres mientras miro el atardecer. —Deslizó la mano en el aire, acariciando una imaginaria superficie ondulante. El anillo dorado en su dedo resplandeció como un sol ocultándose detrás de las montañas.

—Ah, muy bien… Yo vivo aquí cerca… Rento.

—Consíguete una novia ricachona con quien vivir. Hazle como yo. —Se carcajeó teatralmente. Tenía amalgamas en las muelas, o caries.

Yo reí apenas.

—Creo que mi novia está pensando hacer eso mismo: cambiarme por un rico.

Metí la mano en el bolsillo del pantalón para sacar el celular y ver la hora en la pantalla. Temprano, me había cortado el dedo al rebanar una naranja y el roce con la tela levantó la costra recién formada en la herida. Apreté los dientes para no quejarme.

—Yo compro y vendo coches. No vine en uno porque hoy, después de visitar a una amiga… —me guiñó el ojo derecho e indicó con la cabeza hacia el motel que estaba justo enfrente de nosotros, del otro lado de la avenida—, voy a ir al Centro. Es un cuete andar en coche por allá, con tanto mono cruzándose en tu camino, como turista idiota. Busco unos lentes para mi niño porque en su primaria me dijeron que tiene miopía.

Se desabotonó el saco, hurgó en el bolsillo interno y desenfundó la cartera; cuando la abrió, pude observar dentro muchos billetes de quinientos, nuevos, tan lisos como laminillas. Doblado en cuatro partes, había un papel de color rosa, tal vez la receta de los lentes. ¿Quién puede saberlo a la primera?

Corbala me enseñó una fotografía. De pie, una mujer de tez blanca y ojos grandes de color claro, diríase que bonita, cargaba a un bebé. Paradito al lado suyo, jalándole la punta del vestido, un niño peinado de raya en medio y camisa a cuadros, que había olvidado mirar a la cámara y sus ojos se posaban en un extremo de la toma, hacía puchero con los labios trompudos. El fondo de la fotografía era impreciso: parecía unas ruinas arqueológicas, o algo semejante. El color sepia del retoque digital le imprimía un aire a viejo, a sueño difuso.

—¿Cómo se llama?

—¿El chavito? Como yo. La beba de brazos es Tamara. Mi señora se llama Jimena. Es regiomontana. La conocí en unas vacaciones en Cancún. Fue flechazo de unas horas. ¿Sabes cómo me la ligué, hermanito? Una tarde le invité un pozole de mariscos. ¿Puedes creer? Ya luego fuimos a bailar y pasó de todo. ¿Sabes bailar?

—No mucho. Tengo los cables cruzados. Soy derecho de mano y zurdo de pie. —Di una patadita al aire—. La última vez que lo intenté, casi termino en el suelo.

—Ah, mira… —Guardó la cartera—. Y no te creas, el asunto es que a mi señora le encanta el dinero. Por eso ando a las vivas a diario. —Chasqueó los dedos—. ¿Ya tienes coche? Tengo unos bien baratos.

—No sé manejar. Además, un coche trae más gastos que beneficios, creo. ¿Y si lo choco? ¿Y si no tengo dinero para la gasolina?

—Te paso mi celular por si te animas. Apunta.

Volvió a sacar la cartera. Desdobló el papel de color rosa y lo miró un par de veces. Me lo extendió. Cuando intenté tomarlo, lo retiró rápido de mi alcance y lo retuvo entre sus dedos índice y corazón, mientras decía:

—Oye, y ¿qué vas a hacer?

—Voy a comer con mi novia.

—No. Mañana, pasado, cuando seas grande —sonrió—, en el futuro, hermanito... A ver, te dicto mi número porque todavía no me lo aprendo y lo traigo aquí en la factura del celular.

Extendió el papel para leerlo.

Saqué mi teléfono al que, por cierto, se le había caído una tecla días antes. Tapando el hueco con el pulgar, miré el reloj en la pantalla. Iba atrasado para ver a mi novia.

—Es el 15 12…

Como si hubieran levantado una compuerta, corrieron por mi mente pensamientos con el lomo húmedo y los pelos erizados, como ardillas chapaleando alrededor de nosotros, en los charcos acumulados en los baches de la calle o las fracturas de la banqueta. Querían matarse a mordidas. Me hubiera gustado tener una respuesta: “Casarme”, “Tener hijos”, “Comprar una propiedad”, una respuesta sincera. Pero no la había. Y las ardillas se devoraban entre sí; se arrancaban los ojos con las fauces, regando espumarajos y sangre en torno nuestro.

—…56 48…

—No puedo responder a eso, Corbala.

—¿Cómo?

—Que no tengo respuesta a eso que dices del mañana y el futuro, porque no tengo planes. Voy al día.

—No. Eso no. ¿Cómo me llamaste?

—Corbala.

—No soy Corbala. Soy Zamarripa, Ricardo Zamarripa.

Las ardillas abandonaron su lucha y corrieron tuertas abajo del puesto de tacos. O eso imaginé. Poco a poco aflojé el brazo con el que apretaba el tallo bajo la axila y el girasol estuvo a punto de caer al piso.

—¿Entonces no fuimos a la secundaria Guadalupe Victoria?

—Nunca. Estudié en otro lado.

Corbala-Zamarripa se abotonó el saco y parpadeó hasta fruncir el ceño. Confundidos, giramos ciento ochenta grados. Nos fuimos, como muchos otros, caminando en sentido opuesto.

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Publicado en el sitio web de Postada Editores en enero de 2016.



viernes, 6 de enero de 2017

Ámbar


—No supe de mí en los últimos meses —le digo a mi mujer mientras esperamos la comida.

Es la tercera noche de 2017 y los autos corren por Eje Central, la avenida al alcance de la vista desde nuestra mesa. Uno de éstos quema llanta para vencer a toda velocidad el semáforo en ámbar.

El mesero trae las bebidas. Las coloca en la mesa junto a un plato de limones y otro de cebolla marinada en vinagre. Ligeros aromas a carne friéndose me alcanzan la nariz. Los comensales en torno nuestro se limpian la boca con servilletas y muchos vierten con sincronía ensoñada cucharaditas de salsa a sus guisos.

Mi mujer parpadea viéndome. Debajo de sus pestañas sus ojos brillan con aquella intensidad que me conmueve, que desata una serie de descargas eléctricas pacíficas en mi pecho, la misma mirada que al paso de estos diez años de conocernos y convivir juntos, si acaso se ha intensificado en lugar de opacarse.

Levanta su copa de agua de fresa y sorbe unos tragos con el popote. Después, se chupa los labios. Inspira profundo. Descansa la vista en el borde del cristal.

Yo coloco las manos sobre las perneras del pantalón. Palpo ahí la forma de mis llaves, su cuadratura, y una moneda de cinco pesos que quizá sea de dos.

—No supe de mí —le repito mientras meto la mano al bolsillo—, fueron tres meses en que sólo vi letras y páginas en blanco y una mancha tipográfica que se descomponía en millares de partículas, como limadura ferrosa que ejecutara contorsiones inverosímiles por el influjo de un magneto.

Tomo agua. Las semillas de fresa se adhieren a mi lengua. Es curioso cómo puedes masticarlas una y otra vez y éstas crujirán como si fueran mucho más grandes de cuanto son realmente.

La moneda en mi mano es de dos pesos. Pienso en un billete de cien con una gota de tinta sobre el mentón de Nezahualcóyotl que hace unos días me entregaron de vuelto al comprar no sé qué, y del cual sobrevive sólo esta suma sobre mi palma.

—Al menos terminé de escribir el libro —continúo—. No siento que haya desperdiciado mi tiempo, ni estoy arrepentido de que mis ahorros se fueran al garete.

El hombre nos sirve los platos de comida. En su muñeca destella la esfera del reloj.

La tele del fondo pasa imágenes de Londres. Una rueda de la fortuna al lado del río. Cabinas telefónicas, esmaltadas de carmesí, más amplias que mi propio departamento.

Mi mujer toma una rebanada de limón y esparce el jugo entre el vapor de la carne. Un aroma suculento, ese aroma a saciedad y plenitud de toda carne bien frita y minuciosamente condimentada, se extiende entre nosotros, nos acaricia en absoluto silencio.

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Inédito.