miércoles, 19 de septiembre de 2018

El precio del amor


| Ricardo Piglia |

Entró en el zaguán bajo la suave claridad del atardecer: imperturbable, de sombrero, un poco ridículo y como disfrazado, esforzándose en parecer más viejo o más seguro, menos frágil con sus veintidós años recién cumplidos y el paquetito envuelto en papel de seda. Reconoció el olor a humedad y a madera quemada que bajaba por el pozo de aire, una neblina pálida, invisible, que siempre asociaba con la piel de Adela. Se miró la cara en el espejo del ascensor, satisfecho, y después bajó, lento y oscuro, repasando lo que había preparado para decir cuando le abrieran. Tardaron un rato en contestar y él siguió inmóvil, de perfil a la puerta del departamento, ensayando un gesto humilde, temeroso de que si trataba de insistir ya no lo recibieran. Del otro lado llegaba un quejido apenas perceptible, como si alguien rezara en voz baja o llorara bajo el agua. “Parece una gata que maúlla”, pensó él, “una gata con cría”. Volvió a llamar y después de un rato la puerta se entreabrió. En el umbral una nena que no debía tener más de seis años lo miraba inclinando la cabeza hacia un lado en un ademán tímido que la hacía parecer un pájaro. Llevaba trencitas y anteojos sin aro de mucho aumento, que le daban una expresión adulta, concentrada. Él se agachó hasta quedar a la altura de la chica.

—¿Cómo te va? —le dijo—. ¿Eh? Lucía.

La nena lo siguió mirando en silencio, distante, ajena.

—Mamá no está —dijo, por fin, como si recitara—.Y yo no puedo abrir la puerta a los desconocidos.

—¡Pero cómo no te acordás de mí! ¿No te acordás de Esteban?

La chica negó con la cabeza y se quedó quieta contra el reflejo del sol que brillaba en el fondo del pasillo. “La misma cara pero avejentada”, pensó él, “como si la hija envejeciera en lugar de la madre”.

—Estaba jugando con él —dijo la chica de pronto, y le mostró un muñeco de goma.

—Lindo.

—No. Lindo no es, lo que tiene que flota.

—No me digas.

—En la bañadera, lo pongo y flota.

—Así que lo ponés en la bañadera y flota —dijo él y se sintió un poco idiota hablando con la chica ahí abajo. Ella lo miraba de frente ahora, los ojos muy pálidos, la mirada agradecida y turbia de los miopes detrás del cristal de los anteojos.

—¿Y vos quién sos? —dijo después.

—Te dije. Soy Esteban. ¿Cómo no te acordás de mí?

La chica se acomodó los lentes y se tocó la cara, suave, con la yema de los dedos.

—¿Sabés cómo se llama él? —dijo mostrando el muñeco—. Se llama Óscar.

—Muy bien. Ahora escuchame: ¿te dijo Adela dónde iba?

—Ella no va a volver.

—¿Por qué no va a volver?

—Siempre se va y después no viene.

“Está adentro. Está encamada con un tipo”, pensó él, y sintió una especie de alegría, como si eso hubiera sido lo que había venido a buscar. “Ella con un tipo y la nena jugando con agua”.

—Bueno —dijo—. Voy a entrar, voy a esperarla.

La chica apretó el muñeco contra el cuerpo y pareció que iba a largarse a llorar, pero se movió hacia un costado dejando libre la puerta.

Adentro la luz de la tarde se aquietaba contra las cortinas de tela cruz. Todo seguía igual, las cosas en el lugar de siempre, pero no había rastros de Adela. “Mujeres”, pensó, tratando de darse ánimo. “Sucias, abiertas. Se desangran y lloran. Mujeres”, pensó él, como si estuviera soñando. Buscó un sillón y se acomodó en medio del cuarto, el sombrero apoyado en las rodillas, cubriendo el paquetito color rosa. La chica se había sentado enfrente, en una silla baja y acunaba al muñeco. “Parece una sonámbula”, pensó él sin emoción, “una versión en miniatura de la mujer que habrá de ser. Tonta, miope, desencantada”.

—¿Vos eras un novio de mamá?

—Sí —dijo él—. ¿Te acordás ahora?

—Me parecía —dijo la chica, y le sonrió, tímida, sosegada.

Él prendió un cigarrillo y decidió que iba a quedarse. No tenía a dónde ir, en el fondo todo le daba lo mismo. “Esperar acá, esperar en otro lado”.

—Sabés —dijo la chica de pronto—, yo sé cantar canciones.

—¿No me digas?

—¿Querés ver? —dijo ella, y se acomodó los lentes antes de empezar a cantar en voz baja y serena, siempre con el mismo rostro indiferente:

Oh Madre, madre mía
oh consuelo del altar
amparadme y guiadme
hacia el mundo celestial.

Cantó la chica, rígida en la silla, y después se detuvo, bruscamente.

—Muy bien —dijo él—. Bárbaro como cantás. ¿Quién te enseñó?

—Adela —dijo la chica, y volvió a quedarse callada.

El rumor de la ciudad llegaba sordamente por la ventana como una respiración, un jadeo. Esteban sintió que el olor de ese lugar lo ponía triste. Era un olor dulce, a jugo de naranja, a tierra húmeda, que lo obligaba a pensar en su infancia, en los viajes en tren a Bolívar, sentado en el vagón comedor. La chica se había bajado de la silla y jugaba en un rincón. Él la sentía murmurar y reírse, hablando sola. Se levantó y caminó hacia la ventana. Desde ahí se veían los techos y las azoteas de Buenos Aires. Chapas, esqueletos de cajones, antenas de televisión. “Ciudad de mierda”, pensó él, “sucia, arruinada”.

Cuando volvió a mirar hacia adentro la chica estaba agazapada en un rincón y parecía olfatear el aire, la cara alzada hacia el ruido que hacían los tacos de la mujer en las baldosas del pasillo: “Ahí está”, pensó él, endurecido, desafiante. “Ahí está ella” y trató de encontrar una frase para recibirla: “Soy yo. Soy Esteban, estaba cerca y quise verte. Estaba cerca, pasaba, tuve ganas de verte”, pensó él, como quien reza, mientras la mujer abría la puerta y su figura alta y suave se recortaba contra el último resplandor de la tarde.

—Corazón —dijo Adela, levantando a la nena—. ¿Qué dice mi hermosura?

—Está un señor —dijo la chica, y Adela buscó en el fondo de la pieza, encandilada, la figura del hombre que sonreía, borroso, rígido.

—Esteban —dijo ella, turbada—. Querido.

—Pasaba. Vine a verte —dijo él—. La chica estaba sola y yo...

—Pero sí, claro. Dejame que reaccione. Dios mío, mirá cómo me encontrás. Pero sentate, no te quedes así, sentate, por favor.

—Pasaba —se empecinó él—. Me dieron ganas de verte.

—Mamá —dijo la chica—, ¿es tu novio?

—Es Esteban —dijo ella—. Esteban. Pero vení, Dios mío, cómo te has puesto. Se pasa la vida jugando con el agua. Esperame un minuto, un minuto y ya estoy.

Esteban la miró abrazar a la nena y pasar al otro cuarto, atropellada y un poco culpable, como siempre que trataba con su hija. Después sintió que hablaban, escuchó ruido de papeles, ruido de agua en las cañerías y se quedó quieto, sin pensar, hasta que Adela reapareció, sonriendo, un tenue brillo de recelo en los ojos húmedos. Se había retocado la cara; las finas arrugas que marcaban su piel le daban una expresión fatigada, turbia.

—Estás igual —dijo él—. Todo está igual.

—Salí. No me hables. Vieras lo que fue hoy —dijo ella—. De un lado a otro todo el santo día.

Se miraron sin hablar, disueltos en la líquida claridad del cuarto.

—Es tan raro —dijo ella, y trató de sonreír—. No sé qué decirte.

—¿Raro? ¿Qué?

—No sé. Que hayas venido, que yo llegue y vos... Pero no me hagas caso.

—Pasaba, ya te digo —dijo él, y se movió, apenas, hacia un lado—. Te traje esto —dijo, y empezó a desenvolver el paquete con cuidado, tratando de no arruinar el papel transparente con florcitas de colores—. Es perfume. Te traje perfume. ¿Te gusta?

“Es tan ridículo, Dios mío. Me trae perfume”, pensó ella. “Tan hermoso. Me hace sentir tan vieja”.

—¿No lo abrís? —dijo él—. Abrilo. ¿No lo querés? Si no te gusta te lo puedo cambiar.

—No. Sí. Gracias —dijo ella, y se obligó a sentir el perfume vulgar y a emocionarse.

—Es importado —dijo él—. Consigo perfume de contrabando. Todo el que quiero.

—¿En serio?

—Tengo un amigo en la aduana —dijo él, siempre serio y solemne—. Consigo lo que quiero: perfume, ropa fina. Cualquier cosa de esas que quieras no tenés más que decirme.

Ella lo miró alzando, ávida, el rostro agudo y pálido, tratando de parecer dichosa, humilde.

—Me alegra tanto que viniste. Todo este tiempo, siempre pensando, vieras. Primero me enteré que estabas viviendo con Adolfo, si serás loco, vivir con ése. Solo a vos se te ocurre. Lo encontré un día, ¿no te dijo?

—Viví, sí, en la casa de él, un tiempo. Al final me harté: todo el día hinchando con la política. Es un samaritano, un tipo del Ejército de Salvación. Ahora estoy en un hotel.

—Yo estuve por ir a verte, ¿sabés? ¿No te dijo Adolfo? Te quiero decir, mirá: yo fui tan mala, ese día. Quiero pedirte disculpas, Esteban. Estaba tan nerviosa, fui injusta con vos, estaba como loca.

—Está bien —dijo él—. No es la primera vez que me echan de algún lado.

—No —dijo ella, la cabeza gacha, jugando con las perlas del collar—. Vos vieras, querido. Yo me sentía...

—Ya sé —la cortó él—. No te hagas mala sangre.

—Es que tengo que decirte, quiero que sepas: estaba como loca, yo, nerviosa, neurasténica.

—Está bien —dijo él—. ¿Por qué no hacés un poco de café?

—Pero sí. Mirá, ves cómo soy. Te tengo ahí pobre querido. Te traigo algo de comer. ¿Querés comer algo? ¿Con el café?

Él se quedó mirando la figura delgada, elegante, de Adela, enfundada en el vestido azul: el brillo azulado de la carne de la mujer que caminaba, taconeando, hacia la cocina. Desde el otro cuarto llegaba la risa sofocada de la nena que jugaba, hablando sola.

—Esta nena es una santa, ¿vos viste? —dijo ella, volteando la cara desde la cocina—. Vieras cómo se queda solita, vieras cómo me hace compañía.

Sin motivo, como queriendo prepararla para lo que vendría, él se obligó a mentir.

—Me conoció perfectamente, apenas me vio, tu hija. Se acordaba de una vez que la llevé al zoológico.

—Pero, claro, ¿cómo no se va a acordar? Desde que te fuiste no hace más que hablar de vos.

“Bien”, pensó él. “Empezamos los juegos, ella y yo”.

—Pero qué hiciste todo este tiempo —dijo ella, entrando con la bandeja y sin mirarlo—. Decime. ¿Qué habrás hecho? Salvaje.

—De todo un poco.

—Te mataría, mirá. Sos un salvaje —dijo ella acomodando las tazas en la mesita baja—. Tengo strudel. ¿Te gusta el strudel?

—Sí, claro —dijo él, y empezó a comer, inclinado, tirando el cuerpo hacia adelante—.Te vi, un día. Ibas con un tipo. ¿Vos no me viste a mí?

—No —dijo ella—. ¿Cuándo?

—Raro. Ibas por Suipacha, con el tipo. Raro que no me hayas visto. Llevabas un vestido rojo, parecías de lo más feliz. No sé por qué pensé que el tipo era brasilero.

—¿Brasilero? Qué loco sos. No. Seguro era, ya me acuerdo, seguro era el amigo de Patricia que...

—No sé por qué pensé que el tipo era brasilero —la interrumpió él—. Uno tiene esas cosas, ¿no? Por la manera de caminar, supongo.

—Ya te digo, era un amigo de Patricia, iríamos a la casa de ella. Pero, ¿qué importa eso ahora? No importa nada. Ahora viniste, estás acá, soy tan feliz. Yo nunca me hubiera atrevido a buscarte. Me conocés, sabés cómo soy. Nunca me hubiera atrevido y sin embargo desde ese día, no me vas a creer, estaba segura que ibas a volver. Nos íbamos a encontrar para hablar, para que yo pudiera decirte, Esteban, querido —dijo ella, y pareció que la piel se le agrietaba, disuelta en la piedad que sentía por sí misma—.Te he extrañado tanto. Estaba loca, como vacía. Nunca vas a saber —dijo ella, y se inclinó tan cerca que Esteban alcanzó a sentir el perfume dulce que desprendía la piel de la mujer. Era un perfume como una niebla turbia que lo entristecía y lo decidió, por fin, a empezar a decirle para qué había venido.

—Sí, claro. Pero yo, sabés —dijo él sin poder mirarla—. Quiero decirte, vine a despedirme. Me vuelvo a Bolívar.

—Dios mío —dijo ella—. Estás loco.

—¿Por qué? Quiero cambiar de aire. Mi viejo me va a poner al frente del negocio. Porvenir asegurado —dijo él—. Buenos Aires no es para mí. Mientras estaba con vos no me daba cuenta. Claro, como vos me mantenías.

—Esteban, por favor. Te dije que ese día, te dije que yo...

—No. Si tenés razón. Sos una mujer práctica. Tus cosas siempre van a ir bien. Vos te arreglás.

—Me acostumbro, querrás decir.

—Puede ser. Pero yo no, ves. Nunca me acostumbro, nunca me voy a acostumbrar a nada. Los que hacen eso es como si estuvieran muertos.

Ella buscó un cigarrillo y lo encendió, agazapada, tratando de disimular la mano que temblaba.

—¿Y por qué te volvés, si se puede saber?

—Porque uno piensa las cosas de un modo y después todo sale distinto. Parecía fácil ¿no?, cuando recién llegué. Me acuerdo y me mato de risa. Me iba a llevar el mundo por delante, fijate vos, y ahí tenés —se detuvo como si no pudiera respirar—. En esta ciudad de mierda, ¿te das cuenta? Uno llega, piensa que lo están esperando. Cuando quiere acordarse está perdido, triturado.

La oscuridad iba llegando de a poco; en la ventana la ciudad era una mole gris.

—¿Y cuándo te pensás ir?

—No sé todavía. Mañana, pasado. Lo peor va a ser cuando llegue. Hay cada hijo de puta en los pueblos, no te imaginás. Cada uno que se vuelve hacen una fiesta.
Adela trató de calmarse y fumó quieta, el humo nublándole la cara.

—¿Qué pensás? —dijo él.

—Nada. Estoy tratando de entender.

—A la larga va a ser mejor —dijo él, y se levantó. Caminó hasta la ventana. Al fondo el río era una mancha sucia—. Todavía tenés la estatua —dijo él, y la alzó con las dos manos. Era una figura de plata. La imagen de una virgen con rostro de pájaro—. El Cuzco. Trescientos años. Nunca me gustó esta estatua, te voy a confesar. Demasiado cara para ser un adorno. Siempre pensé que vos eras como esta estatua: demasiado fina para mí.
Ella siguió quieta, las manos flojas; lo miró acomodar suavemente la imagen en la repisa y volver al sillón.

—Gran cara de turro el tipo que iba con vos, la verdad —dijo él—. Te gusta coleccionar. A los hombres, quiero decir.

—No seas tonto.

—Si es lo que hacés.

—Bueno, ¿y qué?

—Nada —dijo él.

Se había sentado otra vez y miraba el piso, un lugar en el piso, concentrado, rencoroso.

—Tonto —dijo ella—. Sos tan tonto.

Tendió la mano y le rozó la cara con la yema de los dedos. Él la miró de frente, indeciso, como sin verla.

—¿Qué nos habrá pasado a nosotros, Adela?

—¿Quién sabe? —dijo ella.

—Siempre me acuerdo cuando llegaste de Chile. Me acuerdo de eso, no sé por qué. Estabas tan hermosa. Nos íbamos a querer toda la vida.

—Sí —dijo ella—. Nos íbamos a querer toda la vida.

—Me trajiste una botella de pisco, ¿te acordás?, cuando viniste de Chile —dijo él—. Nunca vas a saber cómo te quería. Me quería casar con vos para que no pudieras dejarme, mirá si seré pelotudo.

—No —dijo ella—. Querido.

—Estoy tan jodido —dijo él, y hundió la cara en el cuerpo de la mujer.

—Hermoso —dijo ella, y lo abrazó—. Mi chiquito.

Él se había recostado en el sofá y la acariciaba, los ojos cerrados, la cara tensa. Ella sentía las manos de él contra su cuerpo, rozándole los muslos, el cruce de los muslos, y se dejaba hacer, húmeda, abierta.

—Viste el perfume que te traje. Consigo todo el que quiero —dijo él de pronto, sin dejar de acariciarla.

—Sí —dijo ella—. Sí.

—Pensaba, con eso puedo salir a flote. El tipo que te dije, el tipo de la aduana, me dice que teniendo el efectivo puedo ponerme por mi cuenta.

—Por favor —dijo ella—. No hablés ahora, esperá, no hablés, por favor.

—Todo lo que necesito, a lo sumo son cien mil pesos.

Ella se sintió floja. Disuelta. Sintió que se ahogaba.

—No —dijo—. No. Soltame —dijo ella.

—¿Qué hacés? —dijo él—. ¿Qué pasa?

Adela estaba parada frente a él, un leve temblor en la piel de los párpados.

—¿Cuánto necesitás? ¿Cuánta plata querés? —dijo—. Yo te la doy. Te venís acá, yo te doy la plata. ¿Está bien?

—Pero ¿qué pasa? —dijo él, mal sentado en el sofá y trató de sonreír—. ¿Estás loca?

—Viniste a eso, ¿no? Te traés todo, te doy la plata.

Esteban se levantó, despacio, hasta quedar de cara a la mujer.

—¿Por qué me humillás? —dijo.

—¿Quién? —dijo ella—. ¿Quién?

—Vos. ¿Por qué me humillás? ¿Qué estás buscando? ¿Por qué me humillás? Querés verme tirado, arrodillado. ¿Eso querés? —dijo él, y se arrodilló a los pies de la mujer—. Ahí está —dijo—. Bien. La señora es una señora. Tiene sentido práctico, es orgullosa, tiene sentido de la oportunidad. La señora —dijo él.

—Levantate, por favor. No seas ridículo.

—¿Ridículo? Claro que soy ridículo. Ridículo. ¿Y? ¿Con eso?

—No sigas. No arruines todo.

—Claro que arruino todo. No tengo salida, no tengo adónde ir, ¡para vos es fácil!

La chica se había recostado contra el marco de la puerta y los miraba.

—Esteban, la nena —dijo Adela—. Te pido que...

Él buscó la cara de la chica y le sonrió; después abrió los brazos y empezó a cantar:

Oh María, madre mía
oh consuelo del altar
amparadme y guiadme
hacia el mundo celestial.

Cantó él, desentonando.

La nena le sonreía, el rostro suavizado, apretando el muñeco contra el cuerpo, mientras Adela la abrazaba para alzarla.

—Va a ser como vos —dijo él—. Igual que vos: miope, tonta.

—Andate —dijo ella—. Te vas.

—Está bien —dijo él, y empezó a levantarse—.Tenés razón.

En la otra pieza, el aire todavía era claro y transparente, luminoso contra las paredes blancas.

—¿Qué le pasa? —dice Lucía.

—Nada —dice Adela—. No te preocupes.

Arrodillada, le acomoda el pelo, le pasa la mano por la cara, tratando de no llorar. Desde ahí, como envuelto en una bruma, lejano en la penumbra del otro cuarto, ve a Esteban que esconde, torpemente, la estatua de plata bajo el abrigo.

—¿Por qué cantaba? —dice la nena.

—No importa —dice Adela, y la abraza—. No importa, mi querida. Mamá ya viene.

Cuando sale, él sigue en el mismo lugar, con el sobretodo abrochado, el sombrero en la mano, un brazo apretado contra el cuerpo.

—¿Te vas? —dice ella.

—Me voy —dice él.

Adela lo mira acomodarse, con una mano, el ala del sombrero y caminar despacio hacia la puerta.

—Esteban —dice.

Él se da vuelta, pálido, tenso.

—Me das tanta pena —dice ella.

—Sí —dice él—. Sí. Ya sé.

Ella mira la puerta que se cierra y sigue quieta, las manos flojas. Del otro lado de la ventana ya es noche cerrada: las luces de la ciudad arden, suaves, en la oscuridad.

—¿Se fue? —dice la chica.

—Sí. Se fue —dice Adela—. Pero va a volver. Mañana va a volver.

_

Ricardo Piglia nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1941. Narrador, ensayista y docente cultivó el género de cuento con gran maestría técnica. “El precio del amor” se publicó originalmente en el libro de relatos Nombre falso (1975). Falleció en Buenos Aires en 2017.


domingo, 29 de julio de 2018

La tilde, por fin, cayó sobre la E


A los dieciséis años gané un concurso literario en mi preparatoria, por un cuento en el que un abuelo se transforma en monstruo cuando se refleja en el espejo de su baño, todo ello narrado a través de la mirada de su nieto, un muchacho que lo cuida por las tardes después de la escuela, y quien huye despavorido a la calle para nunca volver tras presenciar la mutación. El concurso era tributo a Horacio de Quiroga, el escritor uruguayo de terror, y el premio consistía en un valiosísimo diploma de papel bond. Nunca imaginé que ese diploma, y no tanto la distinción que representaba, fuera a convertirse en mi suerte como escritor. Y es que cuando salí de la oficina donde me lo entregaron, el ánimo se me escurrió del cuerpo cuando leí que el título de mi relato, “La enfermedad de René”, tenía un error: René estaba escrito sin acento. “Réne”, se leía. Decepcionado, fui a sentarme a una banca y miré la hoja durante minutos, pensando en si mi cuento merecía esto. Contrario a lo que la mayoría hubiera hecho, como volver a la dirección de la escuela a subrayarles su torpeza, pues cómo se les ocurría organizar un concurso literario si nadie dentro de esa oficina dominaba el Español, me quedé sentado en la banca. Vacío de carácter, tan magullado como el granito recién exprimido en mi frente, asumí la torpeza de quien había redactado el diploma como si fuera mía y, por eso, más que merecida.

Esto que les platico, dinamitó dos aspectos de mi personalidad, presentes hasta el día de hoy. El primero, quizá el más obvio, es la obsesión por aprender a diario, en profundidad, el idioma Español, idioma inabarcable pero luminoso y expresivo, que en la actualidad todo mundo pisotea, especialmente a través de su uso en las nuevas tecnologías. En mi caso, debido a que gramáticos como Gonzalo Martín Vivaldi y su Curso de redacción son el único modelo paterno con el que cuento, le debo al buen Español casi todo, por ejemplo, el que estemos hablando aquí de esta novela, expresándome sin el “dijistes” común en mi vieja calle, o consciente de que se pronuncia “apellido” y no “apeído”, o se dice “con base en aquello” y no “en base a esto otro”. Es así que continúo aprendiendo el Español, sin dominarlo por completo. A veces conjugo mal un verbo o echo mano de la preposición incorrecta. Por ejemplo, estoy seguro de que a lo largo de este texto he cometido más errores de los que podría reconocer. Si hay algún gramático en la sala, por favor, puede corregirme la plana.

Es un largo camino el aprendizaje del Español, especialmente cuando vienes de un mundo cerril, pedestre, con una madre tan fría como analfabeta y un padre embrutecido por el alcoholismo. Es aquí donde salto al siguiente punto que dinamitó aquella falta de ortografía en mi diploma. ¿Por qué agaché la cabeza y pasé por alto esa errata que al final casi supuse mía? La respuesta llegó cuando terminé de escribir Permite que tus huesos se curen a la luz. Al paso de los capítulos, y ustedes podrán leerlo también, descubrí que Raymundo Félix, el protagonista, reconoce que su destino es desenvolverse en un mundo del que no puede salir porque, cuando lo intenta, es devuelto a su origen a fuerza de golpizas y abusos múltiples. Supe entonces que a lo largo de mi vida he tomado muchas decisiones, como la del diploma aquel, basado en el miedo a ser devuelto con violencia al mundo donde me tocó crecer, aunque éste ya no exista. Cuando terminé la primera versión de la novela, contenía sólo 22 fragmentos numerados, que abarcan desde los tres hasta los veintiuno o veintidós años de edad de Raymundo Félix. Después de releerlos, entendí lo mucho que me mostraban acerca de mí. Pienso que un autor no escribe un libro porque sabe lo que quiere decir, más bien lo escribe para saber por qué tuvo ganas de escribirlo, y esto me pasó. Las cuartillas revelaron ante mis ojos una lección de autoconocimiento, es decir: un cínico pero a la vez tipo frágil que jamás me hubiera imaginado ser, y fue por eso que en la segunda versión de la novela agregué los episodios titulados con letra: A, B, C, hasta la H. En ellos cuento una historia paralela, simbólica, en la que Raymundo despierta encerrado en un jacal donde una voz, que proviene de una ventana, le cuestiona su existencia. Esta historia es una especie de rito de iniciación, como aquellos donde jóvenes de tribus salvajes son encerrados en chozas durante meses, y después salen convertidos en hombres, una vez que cursaron las ordalías o retos de la tribu. Algo que también aparece en el libro pues cada uno de los capítulos son primeras experiencias que guían al protagonista a nuevos planos de sí mismo.

En agosto de 2017, Permite que tus huesos se curen a la luz ganó un premio. En prácticamente todas las entrevistas que me hicieron en relación con el triunfo, el título aparece mal escrito: Permite que tus besos sean de luz, Permite al cura que sus huesos luzcan, Permite que tus huesos curen la luz y otros por el estilo. Pero no únicamente eso. En una se menciona que nací en el Estado de México, cuando soy más chilango que la quesadilla de hongos o de papa, con o sin queso. Estos hechos me hicieron especular entorno al regreso del fantasma de “Réne”. Afortunadamente, para mi consuelo, tras veinte años de aquel diploma preparatoriano, el diploma que me entregaron por este nuevo premio tiene cada palabra y acento donde corresponde. La tilde, por fin, cayó sobre la E.

_

Texto que leí durante la presentación de mi novela en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, de la Ciudad de México, el pasado 25 de julio de 2018.

viernes, 20 de abril de 2018

Aeronáutica Líquida


Bajo las ruinas de la victoria quedan siempre leyendas sepultadas. O, como en el caso de Walter, sepultado bajo el agua. Aunque al decirlo contravengo su ideal pacifista, él merece la gloria sobre cualquier piloto caído durante la Campaña de agosto. Murió por sus principios y no por el azar de la batalla. Si me lo permites, a través de tus notas y atención, contribuiré a honrar su leyenda: no quiero que continúe siendo recordado como el artífice loco de un invento imposible.

Walter creció en el sur del país. Desde muy pequeño observó, durante tardes inacabables, la superficie de Presa Infinita encrespada por el viento, desentrañando el eterno vaivén de aquel oleaje que su padre definía como el pulso de la Tierra. Muchas veces corrió descalzo sobre el borde de hormigón para arrojarse de maroma a las aguas. Nadó y nadó. Recordaba también que se divertía gritando al interior de la pila, en donde su madre lavaba todas las mañanas, hasta distorsionar con el aliento su cara infantil reflejada en la superficie de ese mar encajonado. Walter estaba orgulloso de que la Aeronáutica Líquida se hubiese inspirado en estos juegos de la niñez y gracias a la sencillez estimulante de su origen.

“Yo tenía seis años cuando papá murió, Börn [me contó Walter, alguna vez, con la mirada fija en los pliegues de una bata erguida como fantasma al fondo de nuestro laboratorio]. Su hidroplano se desintegró en el aire un mañana, así, inexplicablemente, y hallaron su cuerpo hecho carbón. A pesar de que resguardaba el nivel de la presa que suministra toda el agua del país, no hubo pésame ni indemnización por parte del Estado. Sólo una cuadrilla de militares recogiendo pedazos de metal en el monte y el pésame frío de promesas incumplidas en los ojos de mamá. Sin otro recurso más que sus brazos, mamá pasaba horas lavando ropa ajena en ese lavadero, para mantenernos. Orgullosa, nunca aceptó casarse de nuevo ni recibir limosnas de nadie. Por meses, un militar de cabeza cuadrada la visitó prometiéndole liberarla de los estigmas del jabón. Nunca le hizo caso. Recuerdo sólo a uno de sus novios: un hombre de piel casi púrpura que dormía en nuestra casa por semanas y después se iba. Nunca me dio un abrazo ni dijo palabra. Sonreía al verme, eso sí, mostrando el resplandor de sus dientes, y caminaba de largo rumbo al cuarto de mamá. Este hombre apareció cuando ella murió: acarició sin respirar el ataúd y salió del velorio en silencio.

”En aquel melodrama infantil [Walter sonrió al decirlo, lo recuerdo] descubrí que el flujo del agua es irrompible. Un día, Börn, corté rápidamente con la palma extendida, con la instantánea cuchilla de mis dedos, el chorro que caía de la llave y en milésimas siguió fluyendo. Ahora sé que la gravedad produce este efecto, pero entonces imaginé qué pasaría si un dispositivo pudiera mantener el flujo de agua en elevación constante, un sistema gravitatorio que, además, le brindara cohesión. Imaginé el resultado como una gota enorme, ondulando en el aire, tan maleable que resultara irrompible. Decidí entonces que podría primero experimentar con aguas de colores, con las cuales formaría letras en la fachada de los cafés y restaurantes del pueblo, como anuncios neón. Me gustó la idea. Después, crearía un monumento de coloridos chisguetes en cuyo centro una burbuja soportaría el busto de papá y su cara de conquistador amigable. Su mayor logro fue concentrar el agua del continente en nuestro país, en Presa Infinita, por lo tanto lo merecía. Finalmente, diseñaría un avión hecho de agua para ver desde el cielo, justo bajo mis pies, y no por una ventanilla, aquella presa y veintena de lagos y lagunas más que inundan hoy día los recuerdos de mi niñez…”.

Aquí, Walter se rascó la barba y repitió la plegaria de algoritmos que usó para alcanzar su objetivo. Inmerso en la paz de quien domina la realidad como una fórmula aritmética, sin errores, finalizó este relato al hablar, muy a su costumbre, de los ecologistas que se oponían al uso del agua como medio aéreo de transporte. “No se daban cuenta de que hacer aeronaves de acero y combustible es más caro para el planeta. ‘Déjenme enloquecer, entonces’ les dije, y los complací usando agua tratada”.

¿Cuál fue su aportación más valiosa?, me preguntas. Walter nos regaló la posibilidad de ver la superficie de Presa Infinita chapeada por el sol del atardecer o, más allá, ver desde el cielo las luces de la ciudad como recital de diamantes sobre el paño negro de la noche. “Imagínate, Börn [me dijo tiempo después, cuando hicimos flotar las primeras columnas de agua en los contenedores del laboratorio, gracias al dispositivo en perfeccionamiento], la tecnología ayudará al hombre a ver el espectáculo de la naturaleza, aunque suene a lugar común”.

¿Cómo era la aeronave líquida? Al ser activado, el prototipo cero era un halcón espumoso que iba tranquilizando sus olas hasta convertirse en un plumaje cristalino. Y como la mente de Walter no dejaba escapar detalle ninguno, programó además un termostato, con base en la temperatura de cada provincia del país, que sumergió en el pico del avión. “Es más importante que el giroscopio”, decía.

¿Cuándo se convirtió en arma? Cuando en pleno verano del setenta y siete nuestro país comenzó a tener disputas por el agua contra la Nación Pirética. La televisión transmitió imágenes de un tanque del ejército incinerado en la frontera sur. El lanzallamas pertenecía a un grupo movilizándose en cabañas rodantes, quienes lucían piel cobriza inflamada de sol y feroces máscaras de corteza. Habían adaptado sus viviendas para huir, debido a la deforestación de su entorno, hacia la última sombra que les restaba, situada justo al interior de nuestro territorio. En el laboratorio calculamos que para entonces la temperatura de aquella nación alcanzaba los 58 grados Celsius.

La guardia nacional fortificó la frontera para evitar la migración hacia las lagunas en nuestro país. En específico, reforzó la seguridad en Presa Infinita. Sin embargo, el ejército pirético tomó después la frontera, ahora con unos búnkeres andantes, destruyendo al nuestro. Los pronósticos eran desalentadores. Esa misma noche Walter y yo concluimos el prototipo cero de la Aeronáutica Líquida.

“Ánimo. Lo lograste”, dije palmeándole la espalda. Habíamos salido a tomar un descanso. En el cielo, un avión militar se insertó en el banco de nubes que rodeaba la luna. Cabizbajo y encorvado, con la bata blanca ceñida al cuerpo, y bañado por la luz que descendía de las alturas, Walter me pareció más una gaviota gris, que el inventor hablantín que yo había conocido, becados, en el posgrado de física de la universidad. Algo le preocupaba. Esa misma noche, que debía ser de festejo, la preocupación se materializó en una llamada.

“¿Quiere a su país, doctor Walter?... Entonces su invento servirá para extinguir el conflicto”, dijo el comandante, en el monólogo al otro lado de la línea. Habíamos resistido seis años la fatiga del resplandor marino del laboratorio, como el de una caverna oculta bajo el océano. El contacto interminable con la humedad nos había arrugado las yemas de los dedos por una eternidad y hacía mucho que no sudábamos a causa de la humidificación excesiva en cada poro de la piel. El dolor articular había aparecido porque cada ajuste lo llevamos a cabo sumergidos en la envergadura de la nave o dentro de la cabina de ignición. Tuve que vendarme muñecas y rodillas para disminuir la rigidez: yo también comparto la sabiduría de los remedios caseros de la infancia. No sirvió. Ahora, lo ves, soy un viejo reumatoide que al caminar o levantar la mano en saludo, escucha romperse entre sus huesos un oleaje de dolor. Esta circunstancia me confirma la fragilidad del ser humano: continúa siendo un bicho valiente en las guerras, pero un poco de agua extra en el cuerpo puede matarlo.

Esa noche, volvimos al laboratorio. El esfuerzo de Walter serviría entonces para una causa contraria a la que había sido concebido y en esa luz ultramarina caminamos por el esófago de una ballena, directo a acuchillarle el corazón.

Sin motivo aparente, Walter ajustó el mecanismo, que daba espíritu a su invento, girando la perilla del termostato. “¿Le echaremos a perder la fiesta al ejército?”, pregunté, insinuando sabotaje. Sus labios intentaron una sonrisa. “No es necesario, Börn”, respondió, guiñándome un ojo.

El convoy del ejército recogió el prototipo cero poco antes del amanecer. Walter explicó el encendido y la imposibilidad de armarlo con objetos sólidos. “Hemos evolucionado en misiles y balística”, dijo el comandante de cabeza cuadrada. “¿Crearon armas líquidas?”, preguntó Walter. “No. Eso hubiera sido una forma fácil de terminar esta historia: logramos que las de metal graviten junto con el agua”. Ellos habían estado trabajando.

Lo que sigue, la gente y tú lo saben gracias a la historia oficial, y gracias a la que mis palabras son consideradas un simple chisme sensacionalista. El prototipo cero fue reproducido en serie, a miles de centímetros cúbicos por minuto. Y la Fuerza Aérea Líquida (FAL), como fue bautizada dicha élite militar, bombardeó en la Campaña de agosto a la Nación Pirética. Sus baterías antiaéreas, fijas en cada búnker, cuyas municiones atravesaban inofensivamente el casco de los aviones, no pudieron hacerle frente.

Las imágenes en la televisión del bar donde veíamos, durante nuestro fallido festejo, la acometida horas después, no dejaron duda: el océano de los aviones embistió el amanecer.

Walter levantó su vaso para distorsionar a través del cristal la luz de la pantalla. ¿Qué sentía? Tengo la impresión de que lloraba, porque se pasó dos o tres veces el dorso de la mano por las mejillas.

La FAL acorraló a los pobladores ardientes, que desplazaron sus cabañas de vuelta a su territorio, entre el bosque depauperado. Los invadimos. Cruzamos su cielo. El zumbido del bombardeo duró apenas unos segundos, pero fue devastador. Fuego. Gritos. El horror hecho un programa noticioso. Walter apretó el vaso, reventándolo. La palma de la mano se le llenó inmediatamente de sangre, pero nadie de los parroquianos lo notó. Permanecían absortos en los detalles de las aves transparentes, suspendidas en el horizonte como lluvia que nunca terminará de caer. Le enredé mi venda para frenar la hemorragia. Cerró el puño y se lo llevó a los labios. Los párpados cayeron lentamente sobre sus ojos verdes y cuando pensé que las lágrimas correrían hasta el mentón, sonrió. “Voy a tomar un poco de aire” y, sin mediar explicación, salió del bar.

En la calle, intenté tomarlo del brazo. Sentí su codo reducido a una piedrita de río. En lugar de detenerse, giró soltándome un manotazo directo a la nariz que me hizo sangrar. “La crueldad es un boomerang. Ya lo verás”, dijo con aliento a caño, apuntándome con el dedo índice en medio de los ojos.

Echó a andar por entre las casas, aún en penumbra, donde quizás aquella madrugada la gente bebía leche, arrebujada en el sillón, viendo la guerra que estaba a la vuelta de la esquina, pero que para ellos se desenvolvía en otro mundo. Uno distante. ¿O era una película de ciencia ficción para noctámbulos? El argumento de la historia que, sin instructivo de armado, ha olvidado para siempre el invento de Walter.

Regresé al interior del bar. Cuando iba directo al baño apretándome el tabique nasal, en la televisión la resistencia de la Nación Pirética había trasladado sus tropas muy adentro de su territorio, hasta una duna similar en tamaño a Presa Infinita, sólo que retacada de arena. Aunque el calor ahí seguramente rebasaba los 60 grados Celsius, era su último refugio.

“Se acabó. ¡Los acorralamos!”, dijo el barman, que se pasó el dedo índice por el cuello en señal de corte. Sin embargo, más tardó en pronunciar la última palabra, cuando la modificación en el termostato del prototipo cero, hecha por Walter, error duplicado en masa, facilitó la desintegración de la FAL, que se evaporó en la temperatura extrema.

El bar quedó en silencio. El barman permaneció con la cara embobada al ver cómo los halcones se caían a espumarajos desde las alturas. En cierta forma, Walter así lo había planeado y, a pesar del dolor en la nariz, aplaudí su astucia. Lamentablemente, él no estaba ahí para verlo.

Seguí mi camino al baño. Después de mojarme la cara en el lavabo, aspiré el olor a creolina, el olor a muerte para los bichos, que desde entonces no he podido arrancarme. Lo asoció con la desgracia. Apenas me pasé una toalla de papel por la cara, el espejo retumbó con la alegría de los parroquianos. “¡Ganamos! ¡Ganamos!”, igual que si el equipo de sus amores hubiera empatado después de ir perdiendo el partido.

Al volver a la barra, en la televisión repetían la lluvia de balas y misiles cebados que aplastaban construcciones de madera, y el rostro ya sin máscara de los piréticos, que veían perdido el conflicto con horror luminoso en los dientes. Una victoria pírrica para nuestro país, pero victoria al fin.

***

Por la tarde, fui al laboratorio, consternado todavía por la maldita casualidad que permitió ganar una guerra que pudo evitarse si el país hubiera aprendido algo de la buena voluntad de Walter, que quiso detener el ataque cuando averió su propia invención. El quería compartir el agua, de alguna forma, con todos. Al entrar, mi venda enmarañada entre las piezas del mecanismo y la computadora con la información del proyecto se deslizaban inservibles sobre el agua, que se había desbordado de los contenedores, pintando de rojo cada rincón. Hinchado y purpúreo, Walter vino flotando hacia mí sobre el oleaje infecto.

_

Publicado en El Guardagujas no. 56, julio 2012, pp. 1-2





domingo, 11 de marzo de 2018

El hombre de los diez mil pesos


—Vengo a regalarte diez mil pesos —me dijo el hombre parado en la puerta de mi casa; desdobló la cartera que sostenía entre las manos, sacó un fajo de billetes y los abanicó frente a mis ojos—: Anda, tómalos.

—¿Quién eres? —le pregunté.

—¿Te quedas con ellos, sí o no? —respondió.

Miré por encima de su hombro; supuse que vendría con otros sujetos, quienes en cuanto yo agarrara el dinero me saltarían encima, me forrarían la cabeza con cinta para embalaje y me atarían a una silla, para después vaciarme el departamento. Sentí sudorosas las manos; de pies a cabeza me recorrió una sensación de mil pésimos momentos anteriores a éste, metidos en cada poro de la piel. ¡Era atemorizante!

—¡Los tomas o no! —insistió él.

Su rostro pálido estaba perfectamente afeitado. Tenía los labios apretados, de la misma manera en que se finge solemnidad, aunque uno quiera carcajearse, y la luz del pasillo se reflejaba beatífica en sus ojos húmedos, como si la noche anterior los hubiese puesto a descansar en agua bendita. Sin embargo, fue la rectitud del traje oscuro y la corbata anudada de manera precisa y hermosa lo que incrementó mi desconfianza. Nada es tan bueno como aparenta.

—¡Los quieres sí o no!

A espaldas del tipo se agitó una sombra que descendía escaleras abajo y cerré de golpe la puerta, asustado. ¡Eran ellos!, ¡sus cómplices!, casi pude verlos: vestían gabardina, con rollos de cinta ocultos en los bolsillos.

Aliviado, porque su trampa no había funcionado conmigo, pegué la oreja a la puerta para escuchar que el hombre repetía al otro lado:

—¿Quieres diez mil pesos?

Se oyó una suerte de pisadas recorriendo el pasillo, el tintineo de unas llaves que quizá una mano jugueteara.

—¡Pues cómo no! —Reconocí la voz de mi vecino del piso superior, que iba saliendo—. Sólo un loco podría rechazarlos.

_

Cuento inédito



miércoles, 7 de febrero de 2018

Nadar de noche


| Juan Forn |

Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras. Afuera, en el jardín, los grillos convocaban empecinados y furiosos la lluvia, y él se preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y su hijita con ese murmullo ensordecedor. Tenía insomnio, estaba en pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones. Porque, en realidad, no estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese que hacer nada, salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes italiana.

Para calmarse, para atraer el sueño, pensó que no iba a pisar Buenos Aires en todo el mes. Viviría en pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la pileta, vería videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su mujer inventaba postres raros en la cocina. Y en todo ese tiempo quizá le dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el contestador automático de su departamento. Mientras tanto, a lo mejor Félix y Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se enamoraban los dos de un mismo efebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares, un mes podía ser casi una vida. Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo habían dicho ya.

Entonces oyó la puerta. No el timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando las cosas ocurren sin paliativos sonoros. Él no miró el reloj, ni se sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.

Su padre tenía puesto un impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos. Él dijo: “Papá, qué sorpresa”, pero no se movió hasta que su padre preguntó sonriendo:

—¿Se puede pasar?

—Sí, claro. Por supuesto.

El padre cruzó el living a oscuras y el ventanal abierto y fue a sentarse en una de las reposeras de la terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera vacía a su lado. Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:

—Dame el impermeable, si querés ¿Te traigo algo para tomar?

El padre negó con la cabeza. Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.

—No, no así está bien. Va a llover en cualquier momento —dijo—. Qué maravilla. ¿De día es así, también?

—Mejor. Para Marisa y la beba, especialmente.

—Marisa, y la beba. Debés tener un montón de cosas para contarme, ¿no?

Él sintió que se le aflojaba apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre estaba al tanto de todo lo que les había pasado a ellos en su ausencia.

—Sí, claro —dijo—. Supongo que sí.

—Por supuesto, no pretendo que me pongas al día con las noticias. Obviemos la política, el trabajo, el mundo en general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos, Marisa, la Beba. Esas cosas.

A él le sorprendió que mencionara la palabra domésticas. Y mucho más aún que hubiese nombrado a todos menos a su madre, pero no supo qué decir.

—Voy a servirme un whisky ¿Seguro que no querés?

—No, no, gracias. A propósito, qué buena idea, las luces adentro de la pileta.

—No es mía —dijo él antes de entrar—. La casa, quiero decir. —Cuando volvió a aparecer, con un vaso bastante lleno, se frenó detrás de la reposera de su padre y de golpe sintió que todavía no se habían tocado—. Yo creí —dijo, desde ese lugar—, yo creí que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.

La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.

—Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina.

Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.

—Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. —Y se rió un poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones nomás—. O sea que no sabés nada de estos cuatro años. Qué increíble.

El padre se reacomodó en la reposera y lo miró de costado.

—A lo mejor hay cambios, adonde nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.

Él lo miró sin entender.

—Hubo un traslado. Voy a estar en otra parte, a partir de ahora. No sólo yo, muchos más. Las cosas allá no son tan ordenadas como se supone. A veces pasan estos imprevistos. Digo, que esté ahora con vos.

—¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no fuiste a ver a mamá?

El padre miró un rato la luz ondulante de la pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de tristeza en su inexpresividad.

—Con tu madre hubiera sido más difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente, de ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera sido injusto de mi parte. —Hizo una pausa—. Hay ciertas cosas que son técnicamente imposibles en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría ningún valor para tu madre. Con vos, en cambio, es más sencillo, para decirlo de alguna manera. Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin. —Hizo otra pausa—. También pensé que podrías arreglártelas mejor con los sentimientos que te provocará esta visita. A fin de cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?

Él sintió algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse a esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto que ahora era, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta, se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.

—Si no hubieras sido tan importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?

—No.

Él quedó perplejo. La respuesta le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso inverosímil. Cobarde. Casi injusta.

—Y ahora qué sabés —atinó a decir.

—Nada —contestó el padre. Después se levantó, llevó la reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos—. Supongo que no cambia nada. Lo que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?

No sólo era inútil, además empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre, cuestionar nada, ni permitirse esa insólita belicosidad. La necesidad de oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino a un estado de cosas, a una abstracción obtusa e inabarcable.

—Es cierto —dijo—. Perdón.

Se quedaron callados un rato, hasta que él dijo:

—De todas maneras, exageré un poco. No fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.

El padre soltó una risita.

—Ya me parecía.

Un relámpago rajó en dos el fondo del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y su risita volvió a oírse.

—Ya casi no me acordaba de estas cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de lado.

—Los grillos —dijo él—. ¿Los oís? No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste. —Después de decir estas palabras dudó ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.

—Bueno —dijo el padre con voz muy suave.

A lo nuestro.

—¿Puedo preguntarte algo, antes?

La reposera crujió. Él hizo un esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.

—Como quieras. Pero ya sabes cómo es eso: una vez que te enteras, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.

—Sí, ya sé —dijo él. Y preguntó, con voz insegura—: ¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho cada uno?

—Eso es algo que podría haberte contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un lugar, adonde van. Pero sí: todos van al mismo, en la medida en que todos somos relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no cuentan. Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.

—Entonces vos y yo vamos a encontrarnos de nuevo, en algún momento —dijo él.

El padre no contestó.

—¿Importa algo estar juntos, allá?

El padre no contestó.

—¿Y cómo es? —dijo él.

El padre desvío los ojos y miró la pileta.

—Como nadar de noche —dijo. Y las ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara—. Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.

Él tomo de un trago el whisky que le quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago. Después tiró los hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.

—¿Algo más? —dijo el padre.

Él negó con la cabeza. Movió un poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido siempre en todo contacto corporal y le parecieron increíblemente ingenuos y artificiales aquellos abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese por una noche.

—Por dónde querés que empiece —dijo.

—Por donde quieras. No te preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a amanecer.

Él respiró hondo, largó el aire y supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por supuesto, hablando de su hija.


_

Juan Forn nació en Buenos Aires en 1959. Ha escrito guiones cinematográficos, tradujo libros y textos breves del inglés y del portugués. También, durante algunos años redactó como escritor fantasma manuales de autoayuda, novelas históricas y de política-ficción. Fue asesor literario de Emecé entre 1984 y 1989 y, posteriormente, director editorial de Planeta. Este cuento, “Nadar de noche”, cierra su libro de relatos de título homónimo, publicado en 1991 por Planeta Biblioteca del Sur: “[Sus personajes] corren con los ojos cerrados, chocan entre sí y buscan refugio en la engañosa geografía de una juventud que se les escapa cada vez que afrontan el fin del amor, las drogas, o el espanto de lo cotidiano ante el cine y las letras mágicas del rock and roll. Sin saber del todo la magnitud de las guerras íntimas que están librando en sus departamentos bien iluminados, apenas animan a preguntarse si existirá realmente un lugar adonde llegar”, dice la cuarta de forros de aquella edición.



lunes, 22 de enero de 2018

El faro



| Arturo Vivante |

Donde concluía el malecón y empezaba el muelle, estaba el viejo faro: blanco y redondo, con una pequeña puerta, una ventana circular hasta arriba y una inmensa linterna. La puerta estaba usualmente entreabierta y se podía ver una escalera de caracol. Era tan invitadora que un día no pude resistir aventurarme en su interior y, una vez dentro, subir. Tenía trece años, era un niño alegre de pelo oscuro; mi paso cargaba la mitad de mi peso actual en todos sentidos, y podía entrar a lugares donde no lo puedo hacer ahora, deslizarme con ligereza y sin escrúpulos de si sería bien recibido.

El pueblo —un balneario a la orilla del mar con un buen puerto en Gales del Sur— era ajeno a mí. Mi casa estaba muy lejos del mar, en un pueblo italiano en las montañas, y había sido enviado a Gales por mis padres para pasar el verano, quedarme con amigos y mejorar mi inglés. Nunca antes había salido de Italia. El pueblo lejano, el mar, las vacaciones, el verano, todo se sumaba a mi júbilo. El año también. Era 1937, e Inglaterra había comenzado a rearmarse; había una sensación de despertar en el aire. “En Bristol”, recuerdo que el jefe de familia donde me quedaba decía en voz baja y con una sonrisa agazapada, “están construyendo más de cien aviones al mes”. Las amenazas, escarnios y alardes de los fascistas estaban frescos en mis oídos, así que me hacía muy feliz escuchar esto. Todo me hacía feliz. Observaba a las gaviotas volar en círculo, salvajes; hacían parecer mansos a los petirrojos en el pasto. En Italia, excepto las palomas en las plazas, las aves nunca se acercaban. Miraba a las olas chocar contra el muelle con una violencia de la que nunca había sido testigo, después rebotar para encontrarse y apaciguar la bravura de la siguiente. Hice muchas cosas que nunca había hecho antes: volé papalotes, patiné en ruedas, exploré cuevas tapizadas con estalactitas, chapoteé en los charcos que dejara la marea, visité un faro.

Visité un faro. Subí la escalera de caracol y toqué a la puerta de hasta arriba. Me abrió un hombre que parecía la imagen de lo que un farero debía ser. Fumaba una pipa y tenía una barba canosa. Como un hombre de mar, llevaba una gruesa chaqueta azul marino con botones dorados, pantalones haciendo juego y botas. Sin embargo, también tenía algo de la tierra: una mirada bien puesta, plantada con firmeza, y sus botas podían haber sido las de un campesino. Bañados por el océano, sostenidos por la roca, el faro y su cuidador estaban en medio, sobre la delgada y larga franja de agua y tierra, perteneciendo a ambos y a ninguno.

“Entra, entra”, dijo y de inmediato, con ese particular poder que tienen algunas personas de ponerte a gusto, me hizo sentir como en casa. Parecía considerar muy natural que un niño viniera a visitar su faro. Desde luego un niño de mi edad lo querría, toda su actitud parecía estarlo diciendo; debía haber más personas interesadas en él, más visitas. Prácticamente me hizo sentir que él estaba allí para enseñar el lugar a los extranjeros, como si ese faro fuera un museo o una torre de importancia histórica.

Bueno, no era nada de eso. Estaban los barcos, y ellos dependían del faro. Sus mástiles estaban a nuestro nivel. Las gaviotas cruzaban por las ventanas a cada lado. Afuera del puerto estaba el Canal de Bristol, y en el lado opuesto, apenas visible, a unas treinta millas de distancia, la costa de Sommerset como un banco de nubes. A nuestra espalda estaba el pueblo con sus techos de pizarra, y el malecón con sus caminantes que no advertían ser observados desde arriba.

Tenía un gran telescopio —el latón muy bien pulido— sobre un pedestal y apuntando al mar. Dijo que podía mirar a través de él. Vi un barco bajar por el Canal de Bristol, una ola rompiendo a lo lejos —su salpicar, la espuma— y escarpados distantes y gaviotas volando. Algunas estaban tan cerca que eran sombras rápidas sobre el campo de visión; otras, muy distantes, parecían apenas moverse, como si descansaran en el aire. Yo descansé con ellas. Aún otras, volando en línea recta, aleteando con firmeza, progresaban muy poco a través del pequeño círculo, tan amplio era el círculo de cielo que el telescopio abarcaba.

“Y esto”, dijo, “es un barómetro. Cuando la manecilla se hunde, hay una tormenta en el aire. Ahora señala: VARIABLE. Eso quiere decir que en realidad no sabe lo que va a pasar, como nosotros. Y eso”, agregó, como alguien que está dejando la mejor parte para el final, “es la linterna.”

Levanté la vista hacia el inmenso lente con su bulbo de muchos miles de bujías en el interior.

“Así es como lo enciendo en el crepúsculo.” Se dirigió a la caja de controles cerca de la pared y puso la mano en una palanca.

No pensé que lo encendería sólo por mí, pero lo hizo, y la luz apareció, lenta y poderosamente, como lo hacen las luces fuertes. Podía sentir su calor sobre mí, como el del sol. Yo brillaba con aprecio, y él se veía satisfecho. “¡Chispas, es maravilloso!” Exclamé y lancé todas las nuevas palabras elogiosas que había aprendido —las viejas también—, como “hermoso” y “encantador”.

“Se queda prendido por tres segundos y apagado por dos. Uno, dos, tres; uno, dos”, dijo marcándole el tiempo, como un maestro dando una lección de piano, y la luz parecía obedecer. En verdad sabía cuánto tiempo exactamente permanecía encendida. “Uno, dos, tres”, dijo y bajó la mano como un director de orquesta. Después con las dos, como el Creador, parecía pedir por la luz, y la luz llegaba.

Yo miraba encantado.

Apagó la lámpara. Se extinguió despacio.

“¿De dónde eres?”, me preguntó.

“De Italia.”

“Bueno, todas las luces de distintas partes del mundo tienen ritmos distintos. Un capitán de barco, mirando ésta y tomándole el tiempo, sabría cuál es este faro.”

Asentí.

“Ahora, ¿querrías una taza de té?”, dijo. Tomó una taza y una jarra azul y blanco de la alacena y vertió el té. Después me dio una galleta. “Debes venir y ver la luz en la oscuridad alguna vez”, dijo.

Una noche volví allí ya tarde. La luz del faro iluminaba un gran estrecho del mar, los barcos, el malecón; y la oscuridad que seguía parecía más oscura que nunca. Tan oscura, tan penetrante y tan duradera que la luz de la linterna, poderosa como era, no parecía más fuerte que la de una luciérnaga y casi tan efímera.

Al final del verano regresé a Italia. Para la Navidad compré un panforte —un tipo de panqué de frutas, la especialidad del pueblo donde vivía— y lo mandé al farero. No pensé que lo volviera a ver otra vez, pero al año siguiente estaba en Gales, no de vacaciones sino como refugiado. Una mañana después de haber llegado, fui al faro para enterarme de que el viejo se había retirado.

“De todas maneras, todavía viene”, dijo el hombre mucho más joven que ahora ocupaba su cargo. “Lo encontrarás sentado afuera cada tarde, si el clima lo permite.”

Regresé después de la comida y allí, sentado en una saliente del faro junto a la puerta, fumando su pipa, estaba mi farero con un perro pequeño. Parecía más pesado que el año anterior; no porque hubiera subido de peso, sino porque parecía haber sido colocado en esa saliente y que no se podría desprender de allí sin ayuda.

“Hola”, dije, “¿Me recuerdas? Vine a verte el año pasado.”

“¿De dónde eres?”

“De Italia.”

“Ah, yo conocí a un niño de Italia. Un niño muy agradable. Me mandó un panqué de frutas para Navidad.”

“Era yo.”

“Ah, era un niño estupendo.”

“Yo fui el que lo mandó.”

“Sí, vino de Italia. Un niño muy agradable.”

“Yo, yo, era yo”, insistí.

Me miró directo a los ojos por un momento. Sus ojos me descontaron. Me sentí como un intruso, alguien que intentaba tomar el lugar de otro sin tener derecho a ello. “Ah, era un niño muy agradable”, repitió como si el visitante que veía ahora nunca pudiera igualar al del año pasado.

Y viendo que tenía tan hermoso recuerdo de mí, no insistí más; no quería destruir el cuadro. Estaba en el momento de la vida en que los niños de pronto se vuelven torpes, pierden lo que nunca podrá ser ganado de nuevo —una mirada floreciente, una frescura temprana— y entran en una etapa desacostumbrada en la que ingenian cientos de cosas para estropear la gracia de su ejecución. Yo no podía ver este cambio, este extraño periodo en mí, desde luego. Pero de pie frente a él, sentí que nunca podría —nunca sería posible— ser tan agradable como había sido el año anterior.

“Ay, era un niño muy agradable”, dijo de nuevo el farero y pareció perderse en sus pensamientos.

“¿Lo era?”, dije como si estuviera hablando de alguien que yo no conocía.


_

Arturo Vivante (1923-2008), uno de los más interesantes cuentistas anglo-italianos, cuya obra es prácticamente desconocida en México, nació en Roma en 1923 y en 1938 se refugió en Inglaterra. Dejó la medicina para dedicarse a escribir cuentos cortos —la mayor parte publicados originalmente en el New Yorker— y novelas en inglés. Entre sus libros de cuentos figuran Run to the Waterfall, English stories, y las novelas A Goody Babe y Doctor Giovanni. Es traductor al inglés de Giacomo Leopardi. Esta versión al español de “El faro” corrió a cargo de Mónica Lavín; se publicó originalmente en La Jornada Semanal, en 1999.