sábado, 5 de febrero de 2022

'Muerte derramada' de Mario Sánchez Carbajal*

La primera impresión que uno tiene al leer los cuentos de Muerte derramada es la de estar frente a un autor de experta sensibilidad narrativa. Si uno pasara de largo por la ficha biográfica en la solapa, sin mirar la fotografía ni los datos onomásticos, podría jurar que lee a un escritor de cincuenta o sesenta años de edad, es decir, a un cuentista experimentado y maduro, en completo dominio de su oficio, quien ha sorteado los años de la vaga juventud.

Esta misma impresión tuve en semanas recientes al releer los cuentos de Muerte de derramada, y fue exactamente la misma de hace siete años, cuando Mario me obsequió la primera edición del libro que hoy nos reúne. Yo había leído antes La línea de las metamorfosis (2013), su primer libro, un compendio de minificciones cuya escritura cuidadosa y resorte imaginativo me habían sorprendido. Pero luego de leer Muerte derramada, mi impresión caminó hasta el borde de aquella pendiente donde todo lector equilibra antes de echarse a correr en pos de la admiración. Esto se debió a que no podía creer lo sólidas que eran las tramas ni lo plástico de sus imágenes —especialmente esto último—, en donde pareciera que las palabras bailan en torno a nosotros o, mejor aún, nos toman de las manos para introducirnos con ritmo de contradanza al universo mefistofélico que proponen.

Porque es cierto. Las historias de Muerte derramada se desenvuelven en lo sórdido. En ellas hay niños que juegan con muñecos diabólicos, hombres desalmados que enloquecen en tugurios de mala muerte, mujeres que reciben el anuncio del fallecimiento de una hija a través de emisarias misteriosas o familias disfuncionales que asfixian a sus integrantes.

Muchas veces me he preguntado de dónde proviene la fascinación por la oscuridad del amable y tranquilo Mario que conozco. Sin embargo, luego de pensarlo, freno mi puya moral, porque reconozco que yo —o los lectores, en general— solemos evaluar la literatura como si fuera un ideario de la época, con sus sueños de justicia social y “buenismo” al fin cristalizados, en lugar de darnos cuenta de que el arte radica en nunca voltear la cara a la verdad por más que duela, en mirarla de frente, y en este caso, la verdad propuesta por Mario es incómoda, porque contiene más de nosotros mismos que todos los ideales que aparecen actualmente en las pantallas, pretendiendo reflejarnos. Es decir, negar la oscuridad del espíritu humano es una ingenuidad que ningún lector serio debería permitirse.

Volviendo a lo mefistofélico, trayendo a colación a Goethe y su Fausto, a veces pienso que nuestro autor aquí presente ha pactado con el diablo. Han pasado sus buenos once años desde que nos conocimos aquella ocasión en el encuentro de escritores de nuestra respectiva beca del Fonca, él en cuento, yo en novela, y lo veo tan jovenazo como entonces.

Es como si hubiera caído a la Tierra ya con treinta y pico años de edad, y su tiempo biológico se hubiera detenido, pero también, es como si hubiera venido a este plano con un bagaje enorme a cuestas de lecturas de escritores latinoamericanos —de los cuales él siempre me habla y yo tomo nota—, y hubiera escrito de manera magnífica desde la primera vez. Esto lo supongo debido a que jamás le he conocido un texto malo, de principiante. Y vaya que he leído todos sus libros, e incluso cuentos inéditos.

Sé que no van a creerme, que dirán que es mi amigo y le aplaudo. Sin embargo, para que no les quede duda, los invito a leer Muerte derramada, donde la oscuridad trae consigo la luz y la muerte diseminándose es el preámbulo del alumbramiento. Dinámica de la vida que solamente un viejo-joven demiurgo, como Mario, podría conocer y obsequiarnos. 

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* Texto leído el pasado 8 de enero de 2022, durante la presentación de Muerte derramada (Malabar, 2021) de Mario Sánchez Carbajal.

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