viernes, 7 de octubre de 2016

Peinado de campeón


Francisco entra corriendo al local. Con ojos entusiastas se acomoda el saco y, sin decir agua va, jala de la camisa al dependiente, un flaco de pómulos exagerados al que zarandea por encima del mostrador:

—Necesito un peluquín; ¡es de vida o muerte!

Tras soltarlo, el hombre roza con su espalda la vitrina de pelucas donde se agitan por el golpe algunas de cabellos rizados y otra de color limón, cuyo peinado pompadour desborda el entrepaño de cristal. Las cabezas de maniquí son de rostro plano, ovoides, como alfileteros gigantes.

—Caballero —dice el dependiente, arreglándose la ropa—, con gusto puedo diseñarle alguno. Pero no de inmediato. Necesito medidas, color de pelo…

—¡Ahora o nunca! —Francisco desclava el pin metálico que trae en la solapa del saco, un baloncito de futbol, dorado, del tamaño de una presea olímpica, y amenaza con clavarle el alfiler al hombre, quien rápido levanta la libreta del mostrador para escudarse—. Acabo de tener esta idea, y siento que es la correcta.

—Cálmese, quizá pueda hacer algo, pero cálmese, por favor.

Francisco desdobla una fotografía:

—Mira, quiero uno idéntico a éste.

El dependiente se lleva la mano a la boca. Entrecierra las pestañas para contener el ataque de risa. Al final no soporta más y escupe una carcajada sonora pero discreta, similar a un estuche lleno de botones agitándose.

—Por dios, caballero, ¿es en serio?

—Cuentas con los quince minutos que me quedan antes de la cita para confeccionarme uno igual al de este hombre.

—Le soy franco: podría ponerse una madeja de hilo en la cabeza y se vería idéntico; es más, podría untar un manojo de raíces, lo que fuera. O no, podría seguir calvo, así como está, y se vería mil veces mejor que…

—¡Es de vida o muerte! —Rasga el aire con el alfiler—. Este peluquín aumentará mis probabilidades de éxito. Inténtalo.

—De acuerdo, de acuerdo.

Su corazón se llena de cánticos y celebraciones cuando el hombre despliega sobre el mostrador mechones de cabello color caoba, una media, agujas para coser. Relajado, Francisco vuelve a acomodarse el pin de balón en la solapa.

—Será el bisoñé más grosero que haya hecho nunca, puede asegurarlo. ¿Y a qué tipo de probabilidades se refiere? ¿A conseguir una novia…?

—Corren los últimos minutos del segundo tiempo y la probabilidad de anotar el tanto de la victoria está ahí, aún está ahí —pronuncia Francisco, automatizado.

—¿Cómo dice?

—Shhh, practico para la entrevista.

—Listo. Se necesita muy poco para confeccionar algo tan, digamos, escasamente bello.

*

Apoltronado en la salita de espera, Francisco cruza la pierna con la autosuficiencia del que entregó hasta el último suspiro en el campo de juego. Cuando abren la puerta, y con el clásico «nosotros le llamamos» despiden a un universitario de cabello lustroso, cuyo engominado aparenta ser una bolsa negra para la basura, Francisco siente la mirada de los patrones del canal, comentaristas deportivos que tienen en común el férreo uso del peluquín frente a las cámaras del estudio. Entre ellos se murmuran al oído. Asienten en consenso e intercambian sonrisas. Entonces, Francisco saca el pecho, henchido de triunfo, una vez que el más anciano de ellos (el mismo de la foto de hace un momento), le dice:

—Bienvenido, señor…

—Francisco. Soy Francisco.

—Lamento decirte, Paco, que no te entrevistaremos.

—Pero ¡por qué! Obsérveme bien. —Señala nervioso su propio peluquín.

—No lo haremos porque… ¡estás contratado! Mira qué buen gusto tienes al peinarte, es cierto, pero, especialmente, y esto nos encantó, qué buen gusto de pin.

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Publicado en el fanzine Pinche Chica Chic, no. 2, septiembre 2016.



martes, 16 de agosto de 2016

La separación


| Michel Ende |

Fue en una mañana de marzo cuando abandonó la casa en la que había vivido con su familia más de veinte años. Estaba solo. Su mujer y sus hijos se habían marchado de viaje para no ver nada —ni a él, ni los muebles que se iban a llevar, ni los cuadros, ni los libros—. Mientras los hombres de la mudanza metían en el camión armarios, la cama y cajas de libros, estaba él tiritando en la plaza ante su casa. No se movió. Se oyó una campana y el arrullo de palomas. Del otro lado, en la Ringstrasse, pasaban velozmente los autos. Pero todo lo que veía y oía estaba muy alejado de él.

Empezó el viaje. En silencio se sentó junto al chofer del camión, y veía desfilar la fachada de las casas ante las que había pasado, día tras día, con frecuencia con su mujer y los niños. Aquí, en la plaza de la que acababa de salir, había buscado castañas con sus hijos en otoño y había sacado con su mujer a pasear al pequeño perro. De todo esto hacía mucho tiempo. Ahora, al marcharse del barrio que durante muchos años había sido su suelo patrio, le pareció casi haber olvidado por qué abandonaba a su familia y su casa.

Su mujer y él habían empezado su matrimonio de la manera habitual. Su vida descansaba en sólidos cimientos. Los dos se instalaron. Él pasaba el día —juristas de la administración y funcionario vitalicio—, entre indestructibles macetas, en su despacho, mientras, cada dos años, ascendía a la categoría inmediata superior. Cuando, por la tarde, volvía de la oficina a casa encontraba la mesa puesta, se sentaba uno frente al otro, a la luz de bujías, y meseaban, como decían de broma. Recibían los fines de semana y tenían un abono en la ópera.

Los hijos llegaron a intervalos regulares —dos niñas y un chico—. El trajín de los niños, los cuidados, el llevarlos a la escuela, a casa de los abuelos, a las lecciones de música y a los médicos, todos estos deberes que traía lo cotidiano, los ocupaban tanto a los dos que cada paso y cada acción se hicieron costumbre. El transcurso de los días seguía una ley no escrita que nadie osaba sacudirse. Los jarrones con flores estaban en su lugar, los domingos por la tarde se tarareaban arias de ópera y una vez por semana se hacía limpieza en la casa. Los niños crecían.

No notaba que cada año estaba de peor humor. Naturalmente que de cuando en cuando reía o marchaba, con pesados zapatos, con sus hijos por el bosque y dejaba que, bromeando, le tiraran al agua. Pero su tono gruñón, sus caprichos, su espíritu de contradicción, marcaban cada vez más el humor del día. Se sentaban en silencio, uno frente al otro, cuando los niños estaban en sus habitaciones. Se había jubilado de su matrimonio como un pensionista melancólico. Disfrutaba de sus prebendas, vivía de sus exigencias y pretensiones, y reaccionaba decepcionado y excitado cuando su mujer le dejaba e iba por su propio camino.

“Creo que te has casado con el Código Civil”, le dijo ella una vez, con un tono frío y mordaz que no le había nunca y que le dolió. Y dejó de comprender a su mujer cuando le gritó: “Mis abuelos vienen del campo, y yo también pertenezco al campo”. ¿Acaso había conocido a su mujer en una granja? Esto le era nuevo. No entendía por qué hablaba ella ahora de animales y odiaba la ciudad en la que había nacido y crecido. ¿Por qué iba siempre con el coche a pasear por el campo? ¿Se había casado con una desconocida? Él, en todo caso, no quería saber nada de esa vida. Por él, sus habitantes podían irse al diablo.

Tras veinte años de matrimonio sucedió que un día, durante una violenta discusión, gritó tan fuerte que los vecinos lo oyeron. Sin decir una palabra, su mujer se marchó de la casa. A partir de entonces no quedaba nada por salvar. Vivieron uno junto al otro y uno contra el otro. La discusión había sido la última etapa de la comunidad. Por tanto, se separaron.

Ya hacía cuatro meses que vivía en su nueva casa. Una casa de alquiler con jardín. Había empezado un nuevo capítulo de su vida. Colocó la cama y los armarios, ordenó los libros y colgó los cuadros. Los dibujos de los niños, las plantas, las flores secas, las jarras de cerámica y macetas le daban a aquella habitación achaflanada una vivacidad que gustó a los amigos y conocidos. “Qué bien ha quedado”, decían. Y Catalina, su hija menor, le dijo otra vez: “Papá, tú eres el que tienes la casa más bonita. Me gustaría vivir aquí”. Ella abrió una ventana y, apoyándose en la barandilla, vio abajo la tranquila calle y los vecinos jardines, donde florecían las lilas y las forsitias.

Pero él no se alegraba con nada. Tenía la sensación de que algo no cuadraba. Por la tarde, cuando regresaba de la oficina, se sentaba a la mesa de la cocina, se bebía una botella de cerveza, e inmediatamente después, otra, engullía pan y salchichas y miraba las paredes. ¿Qué demonios tenía que buscar en esta casa? Encendía la radio para oír voces, pero inmediatamente le molestaban los ruidos de aquellos hombres que hablaban sobre cosas que no le importaban. No necesitaba ningún tratado filosófico sobre la alegría o la felicidad. Las canciones de moda se reían de él. Lo peor era la noche. Apenas se había echado a la cama, caía en un letargo del que despertaba a las dos horas. Se volvía de un lado con la cabeza ardiendo, empapado en sudor y sin esperanza de encontrar el descanso. Imágenes incoherentes cruzaban por su cerebro. El rostro de su mujer pasaba ante sus ojos cerrados como una sombra que ya había volado antes de que él la hubiera podido sujetar. Le hubiera gustado abrazarla, pero estaba demasiado lejos. Tan sólo, al amanecer, se hundía en un sueño de agotamiento, en el que siempre le perseguían las mismas pesadillas: pasaba rápidamente ante personas desconocidas en ciudades extrañas, sin saber dónde habría de acabar su camino.

Por la mañana, al levantarse, sentía una presión paralizante en la cabeza y su piel parecía arder. Tenía miedo de los coches en la calle, del rechinar de los frenos, de las bocinas y de los movimientos rápidos. Cuando entraba en aquel edificio oficial de ocho pisos, sin adornos, en el que trabajaba esperaba que los colegas le dejaran tranquilo… Un simple “buenos días” le sacaba de quicio. No podía soportar ni su propio nombre. En esos momentos tenía que obligarse a hacer cualquier cosa. Se obligaba a marcar un número de teléfono, se obligaba a abrir el correo oficial o a ir a la cantina, donde tenía que sentarse con otras personas que hablaban y reían. El día era claro y se sintió durante dos o tres horas como liberado.
En estos primeros meses tras la separación no estuvo ni un solo día enfermo. Se dedicó a su trabajo. Sin embargo, sufría de su aislamiento como lo había sentido tan sólo cuando niño. ¿No había cometido el peor error de su vida? ¿No debía haberse quedado en la casa, en la vieja casa familiar, con su familia? ¿Quién le había echado de ella? En estos momentos, en los que ansiaba protección y seguridad, palidecían los recuerdos de las disputas y de la discordia. Dejaba de poder imaginarse los dolorosos enfrentamientos con su mujer.

Sin embargo, una sola conversación telefónica le mostró cuánto se equivocaba en sus pensamientos. Su mujer y él ya no podían hablarse. Cada palabra que se decían estaba cargada de significación. Ya, antes del menor descuido, su voz era fuerte y cargada de reproches. Digamos que no la tenía a mano. “¿Has gastado mucho dinero o no?”, dijo en el teléfono. “¡Qué me importa a mí tus animales!” “Tú has hecho lo que quieres”. Su mujer le parecía como una peligrosa enemiga de la que tenía que protegerse y tener cuidado. Su voz le pareció dura y brusca. Pese a ello, se quedó decepcionado cuando ella no dijo nada más y colgó el teléfono sin saludarle. Era como si le hubieran abandonado, y se quedó sentado un rato junto al aparato sin poder ordenar sus pensamientos.

Gracias a Dios, sus hijos no le olvidaron nunca. Unas veces llamaba Ana; otras, Catalina, y otras, Hans. Ya eran adultos y seguían sus propios caminos. Pero le seguían llamando, como antes, al teléfono. “Hola, papá”, le llamaban “vieja casa”, y le preguntaban: “¿Cómo va eso? ¿Cómo estás?”. Se alegraba cuando le contaban sus planes y empresas, y se reía con sus bromas. Incuso, de cuando en cuando, se le escapaba un chiste. Ya se habían olvidado los roces diarios por el orden y la limpieza que había en la antigua casa. Y de los gritos de sus hijos y la música ratonera, que le sacudían los nervios. “Esto es terror”, había gritado en aquel trance. Pero ahora todas estas deprimentes cosas triviales pertenecían al pasado. No hubiera pensado nunca que podría hablar tan libremente con sus hijos.

Fue en julio. Por primera vez sintió que empezaba a tomar distancia de su vida anterior. Había superado aquella opresora nostalgia del pasado. Miraba por la ventana de su casa y se alegraba cuando los niños Liese y Christian le llamaban desde el jardín. Vivían en un piso inferior y hablaban con él como si fuera de su edad. “Vamos a trepar por el árbol y así llegamos a tu casa”. Le llamaban simplemente Paul, y esto estaba bien. Otras veces subían por las escaleras, se peleaban en su casa o cogían una manzana.

Más que nunca se puso en contacto con personas desconocidas, y se admiraba de que le dirigieran la palabra —una mujer en el metro, un hombre en la gasolinera, una vieja—. ¿Se le había cambiado su cara? ¿Miraba a las personas de otra manera? No lo sabía. Lo que es cierto es que estos encuentros le alegraban. Aceptaba las cosas tal como se las traía la vida cotidiana. Cogió la bolsa de la compra y se fue paseando por el jardín hasta el supermercado, a la panadería y a la droguería. Cocinaba, lavaba y limpiaba. “¿Cómo te las arreglas solo?”, le preguntó un conocido. “Y por qué no”, respondió él, con una naturalidad que le asombró. Tan sólo ahora, después de meses, se sentía bien en su pequeña casa. Podía y quería estar solo. Gozaba del silencio que le rodeaba y no echaba de menos ni a su mujer ni a sus hijos. Los tenía cerca —eso lo sentía—, porque no estaban permanentemente juntos.

Aprendió a acercarse a los hombres y a distanciarse de los hombres. Antes había creído siempre que el tiempo está diferenciado por su cantidad. Un minuto para él no tenía valor. Tan sólo contaban las horas y los días. Cuando había una reunión, debía ser eterna. Cuando se hablaba, había que hablar largo tiempo. Qué decepcionado se había quedado antes, cuando su mujer no aparecía puntualmente y se quedaba con él tanto como él quería. Ahora reconoció el valor de una mirada, de una sonrisa, de una palabra.

¿Es que alguna vez, en su largo matrimonio, había amado a su mujer? Esta pregunta le pasó por la cabeza, sin que encontrara la respuesta. ¿Había sido tal vez su matrimonio una cadena de hábitos, un abrazo permanente? Se acordó de un amigo de su juventud que evitaba cada vez más a la gente conforme envejecía. Quería tener cerca tan sólo a su mujer, todo el día y la noche. Tenía mucho miedo de que se muriera. ¿Era esto amor verdadero y profundo? Él no podía creerlo. Sin querer, había tomado otro camino. Pensaba en sus padres, muertos hacía muchos años. Veía sus rostros, oía sus voces y le hablaba a sus hijos de ellos. Los muertos estaban cerca. ¿Era esto amor? Hay que tener cincuenta y más años para entender que el amor no es el sentar uno junto al otro y darse las manos durante doce horas al día.

Fue una tarde de septiembre cuando se dirigió al barrio en el que había vivido hasta seis meses antes. Su mujer y sus hijos le habían invitado. La luz sobre las casas era cálida; el aire, suave, y había mucha gente en la calle. Conocía cada casa y cada comercio y, naturalmente, la plaza. Aquí había vivido más de veinte años. Pero ahora parecía como visitantes. Cuando entró en la casa de su familia, miró a los castaños, cuyas hojas ocultaban la torre de la iglesia. Una bandada de palomas volaba en la pradera. Tocó el timbre y subió la escalera. Ana estaba en la puerta. Le abrazó impetuosamente y él cogió a su hija en brazos. Los otros, detrás, gritaron: “Papá está aquí”.

Cruzó el pasillo y sintió que ya no era el pasillo de su casa, y que también había cambiado la habitación con los visillos claros. Aquí ya no estaba en su hogar. Se sintió angustiado al enfrentarse con su mujer, pero no tan fuertemente como en los primeros meses de separación. Entonces entró en aquella casa con el corazón palpitante y apenas se había atrevido a mirarle a la cara. En seguida, y con un pretexto, había huido. Se sentaron a la mesa redonda y comieron. Después, Ana sacó el acordeón y se lo colgó a su padre. Estaba indeciso, pero todo le gustaba. Le rodearon su mujer y sus hijos cuando estiró el fuelle y empezaron a sonar los primeros compases. De nuevo tocó Viena es siempre Viena y El barón gitano. Cuando se levantó para despedirse era ya de noche. “Entonces, hasta pronto”, le dijeron en voz alta. “Sí, hasta pronto”, respondió. No volvió la cabeza cuando bajaba la escalera. Cruzó lentamente la plaza hasta el coche. Después volvió a su casa.

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Publicado en El cuento. Revista mexicana de imaginación. Número 113, tomo XIX, año XXVII, enero-marzo 1990.




lunes, 27 de junio de 2016

El que pega, manda


Después de saborearlo en la imaginación por semanas, compraría por fin un rico sándwich helado en abarrotes La Cumbre. Roberto o Beto, como mamá le decía de cariño, anduvo los trescientos sesenta y cuatro pasos —los contó— entre su casa y la tienda, y en el camino miró los árboles, enloquecidos por el viento que soplaba en la calle, y los coches coloridos bufando sobre la avenida, algunos cansados, porque los faros y la defensa parecían ojos y boca sin ánimo. Empuñaba las tres monedas cobrizas, relucientes, que Aurora, su mamá, le había dado.

—Me duelen los pies, Beto. ¿Los sobas cuando regreses?

—Sí.

Y le preguntó a mamá si quería que trajera leche y pan.

—No, cómprate el helado nada más, hijo —y lo besó en el cachete.

Beto se puso entonces los tenis con agujero en las puntas, se acomodó bien arriba el pantalón escolar y salió corriendo hacia la tienda.

*

Abarrotes La Cumbre era propiedad de don Rogelio, un hombre cincuentón cuyos anteojos escurrían sobre el puente de la nariz cada que despachaba sin pausa ni flojera. Y era mucho más ágil si los compradores le extendían con la misma disciplina sus monedas y billetes.

—El que paga, manda —decía, entregando la compra.

La Cumbre había aparecido de la noche a la mañana. Al inicio, surtida con empaques de arroz, frijol y haba sobre repisas de madera demasiado grandes para la escasa mercancía; después —gracias al empeño y codicia del tendero— repleta con cajas de cereal, columnas de latas de atún y sardina, frascos de mayonesa con camisetas rojas y de mostaza con camisetas cafés, chicharrones dentro de bolsas transparentes desbordándose de los anaqueles metálicos y muros de pan de caja que llegaban hasta el techo. La Cumbre había terminado por convertirse en el centro de abasto en una docena de calles a la redonda. Incluso, don Rogelio construiría pronto, con las rocas calizas que ya estaba reuniendo, una jardinera a la entrada en donde la velita de ciprés, larga y verdosa, sembrada ahí recientemente, bendeciría el comienzo y apogeo consecuente del negocio.

También, colocados en escuadra, a manera de mostrador, había instalado ya dos refrigeradores que petrificaban los sándwiches helados a tal punto que cuando se intentaba morderlos, los dientes dolían. Los niños los guardaban en el bolsillo del pantalón escolar para que se ablandaran y gozar después, sin freno, aquella riquísima vainilla, dulce, fresca, que acariciaba la lengua como lluvia. Esos niños suertudos a Beto le caían gordos.

Para entonces, detrás de los refrigeradores, don Rogelio despachaba en abundancia queso Oaxaca, huevo, jamón o los chiles en vinagre que sacaba a puñados del vitrolero, con la mano cubierta por una bolsa de plástico, y que los albañiles compraban al por mayor.

Y el remate: al fondo del local, había dispuesto una máquina de videojuegos que lanzaba la tonadilla machacona de algún desafío interestelar, donde los estudiantes de la preparatoria jugaban de las seis de la tarde a las diez de la noche, cuando La Cumbre bajaba la cortina metálica para cerrar.

Entre empujones e incluso apuestas aniñadas —“haz diez lagartijas”, “grita en la calle que estás loco”, “cómete un chile”— algunos se alborotaban el cabello al perder la partida y escupían al piso o a la pantalla. Otros, los victoriosos, se levantaban la camiseta y enseñaban la barriga fofa, con vello incipiente alrededor del ombligo.

Cuando daban empujones a la clientela, el tendero les llamaba la atención, pero de tal forma que parecía consentimiento.

—Señorita Gabriela, discúlpelos. Mientras sigan echándole monedas, chavos, se las paso… Señora Luna, ahorita les digo que se calmen. Es que ya sabe cómo son los jóvenes…

Beto veía a estos muchachos cuando acompañaba a Aurora a comprar el litro de leche y los bolillos para la cena. Hacía meses que compraban alimentos económicos y en cantidad moderada, porque el trabajo de mamá como empleada doméstica no abundaba. Ahora, la solicitaban sólo tres veces por semana en el complejo de condominios en el norte de la colonia. En estos fregaba, con líquidos muy mentolados, pisos y baños, planchaba ropa sobre superficies incómodas, almidonaba puños de camisas y, a pesar de su horrible sazón, porque detestaba cocinar, hacía la comida para la familia en turno: milanesas, sopa enlatada, consomé. Si sobraban alimentos, Aurora los llevaba a casa para ahorrar gastos: la renta del pequeño cuarto donde vivían Beto y ella y el pago de los servicios devoraban prácticamente todo el dinero que ganaba.

Beto iba con ella a los condominios después de salir de la primaria, en la que cursaba el tercer año. Le ayudaba a enjuagar la jerga y los trapos de limpia o tendía las camas de los hijos de casa, quienes después lo invitaban a montar en sus bicicletas con campanas en el manubrio y calcomanías de tortugas ninja en el cuadro. Al término, sentados en la banqueta de la cerrada, todos comían un sándwich helado y Beto arrancaba hojas del cuaderno de matemáticas, la materia que le caía más gorda, y doblaba aviones de papel de nariz chata que, debido al fuerte impulso, primero hacían espirales en el viento para aterrizar suavemente en medio de la calle.

Alguna vez, los otros niños le preguntaron por su papá, que dónde estaba, que qué hacía. Los llenaba de curiosidad saber cómo era no tener papá.

—El mío le pegó a un gordo que chuleó a mi mamá —dijo uno.

—Después del partido de fut del domingo, el mío se agarró a pedradas en el deportivo, y le abrió la cabeza al árbitro —mencionó el otro.

Beto se rascó la frente. Hasta su nariz llegó el olor a vainilla de los sándwiches. Mordió el suyo. Masticando, miró las bicicletas tumbadas al lado, sus colores metálicos y asientos comodísimos. Aquellos niños tenían al alcance de sus dedos diversión y alimento con sólo pedirlo. Beto no. Bajó la mirada. Desconsolado, no pudo explicar cómo se sentía no tener papá; a lo mejor era así, como una bicicleta tirada en el piso, disponible para cualquiera, aunque no se desee.

Ahora que el trabajo de mamá iba a menos, no había aviones de papel con la misma frecuencia ni sándwiches helados cortesía de los otros niños. Aurora le había pedido que dejara de ir al trabajo, que después de la escuela fuera mejor a casa a terminar la tarea, a tender su propia cama, a guardar los juguetes en el bote de costumbre, regados por el piso, debajo del sillón destartalado. A cambio, cuando fuera posible, Aurora le daría dinero para comprar un sándwich helado.
Como esta tarde.

*

Don Rogelio, recargado en un refrigerador, veía cómo los tres muchachos jugando en la máquina se golpeaban con fuertes palmadas en la nuca. Uno de ellos, de cabeza cuadrada, volvió a ver a Beto, quien entró a la tienda y enfrente del refrigerador inspeccionó cada helado expuesto a la escarcha dentro. Aquel muchacho codeó a otro de cabello muy largo, a los hombros, y con un grano rojo en la punta de la nariz. Ambos observaron a Beto recorrer la puerta de cristal y sacar el sándwich helado.

—¿Qué pasó, Beto? ¿No vino Aurorita? —preguntó el tendero.

—No, no pudo.

Aunque sabía de memoria el precio, Beto revisó la lista en el cartelón de la pared. Localizó el costo. Jugó las monedas en la palma de la mano, sumó rápido el valor, pero se equivocó. ¿Recibiría cambio? Puso el dinero sobre el refrigerador. Los dos muchachos se le acercaron por la espalda. El cabeza cuadrada le bajó el pantalón. Beto reaccionó subiéndoselo de un brinco. Lo miró, espantado.

—¿Qué pasó, marranito? Invite una ficha. Le dejamos una vida —dijo inclinándose; la boca le apestaba a cigarro.

—No tengo, no traigo.

—Cómo no, gordito, cómo que no trae, si va a comprarse un helado.

Le apretó el cachete hasta hacerle gritar.

Asustado, con el corazón palpitándole muy fuerte, volvió a ver a don Rogelio, quien se cruzó de brazos. Beto quiso tomar el sándwich y salir de la tienda, pero el tendero lo detuvo.

—¡A dónde vas, Roberto! Hay que pagarlo.

Las monedas ya no estaban sobre el refrigerador. El granoso silbó sorprendido y le dijo que estaba muy chiquito para ser ratero.

—Hay que traer dinero, mire —el cabeza cuadrada le mostró en la palma de la mano las tres monedas, las mismas que Beto había puesto sobre el refrigerador poco antes.

—Dámelas, dámelas por favor.

El muchacho lo empujó una vez que quiso abalanzarse contra él.

—Canijo tapón de alberca, no trae dinero y quiere robarme.

Guiñó el ojo al del grano y ambos comenzaron a reírse.

—Pero ese dinero es mío, ¿verdad, don Rogelio?

El tendero se le quedó viendo al tercer muchacho que al fondo pateaba irritado la máquina. Negó con la cabeza. Se acomodó los anteojos.

—Si no pagas, no te lo llevas.

Beto sintió que la cabeza le punzaba. Apretó los dientes y empujó al cabeza cuadrada, que dio apenas un paso hacia atrás.

—Cálmese, marranito, le van a romper la madre un día.

El granoso le soltó un coscorrón, que cimbró la vista de Beto. Orgulloso, volvió a la máquina a jugar con el tercer muchacho, olvidándose del asunto. El tendero guardó el helado en el refrigerador y se limpió las manos con un trapo.

—Es más, ni su lana traigo. O qué, ¿quiere que le enseñe que no traigo nada? Mire, marrano, venga —dijo el cabeza cuadrada; retiró una cortina y entró al baño de La Cumbre.

Beto lo siguió, sobándose la nuca. El cabeza cuadrada se quitó la camiseta. La panza se desparramó blanda y quedaron a la vista las cicatrices rancias de acné en sus pechos casi femeninos.

—Dame mi dinero, dame mi dinero.

—Aquí está su lana, marrano.

Se desabotonó el pantalón, se bajó la trusa raída y balanceó en la cara de Beto el pene flácido, largo, tupido de vello grasiento.

—Ahora béseme, no sea puto.

Beto salió tropezando del baño.

—Toma, te pago dos fichas, Roger —dijo el cabeza cuadrada, subiéndose el cierre del pantalón y alargando el importe.

—El que paga, manda, Tepoz —respondió el tendero.

Beto salió. En la banqueta vio tres piedras al lado de la jardinera en construcción. Un escalofrío le recorrió desde la nuca hasta la punta de los pies. Tomó las piedras y una a una las arrojó lo más fuerte que pudo. La primera hizo una pronunciada parábola hasta estamparse en la máquina. La otra reventó en la cara de don Rogelio, que bramó por encima de la musiquilla del juego. La tercera piedra se le cayó de las manos. Los estudiantes salieron corriendo hacia Beto. La primera patada le aplastó la nariz. La siguiente fue a pararle a los ojos.

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Una versión de este cuento se publicó en Luvina, revista de la Universidad de Guadalajara, no. 67, verano de 2012.


lunes, 23 de mayo de 2016

El cobre


Escuché sus pasos tintinear como monedas cayendo sobre el piso.

—Ven, Roy, ayúdame —dijo mi tío Luis al sentarse a la mesa y poner encima su caguama.

Saqué de debajo del colchón el par de charrascas con que pelábamos el cable que él acumulaba en casa de mi abuela Lila, para después vender el cobre limpio en el depósito de chatarra al otro lado de la colonia. Las charrascas eran navajas hechizas que, en vez de mango, tenían cinta aislante para facilitar su manejo sin cortarnos. En la cárcel mi tío había fabricado decenas afilando con una piedra los flejes metálicos de su catre.

Después de sorber la caguama se arremangó la camisola y comenzó a deslizar la charrasca resplandeciente por las vainas multicolores.

—Hoy sí sacamos para tus chuchulucos, niño —dijo—, hoy sí vas a acompañarme a vender el botín.

—Y dio una risotada desde el fondo de esa barba que rejuvenecía en su mentón al ser regada con cerveza.

Mi tío había juntado tanto cable, que la casa de Lila era un gigantesco nido de aves mecánicas, o eso me imaginaba. La noche anterior, por ejemplo, yo había despertado con gusanillos de cobre y plástico metidos en mi short de dormir.

Inspirado, apliqué más fuerza a la charrasca para descubrir pronto el tesoro oculto bajo la piel de los cables. Algunos estaban carbonizados. Mi tío decía que la electricidad, su impulso violento e incontrolable, derretía el plástico durante los cortos circuitos. Llegué a pensar que una persona era capaz de achicharrarse a sí misma cuando se alteraba de los nervios, y quedaba como esta fritura.

Lila había preparado ejotes con huevo y nos sirvió dos cucharadones a cada quien. Miré el plato. La panza me gruñó, pero no tomé el tenedor para probarlos. Mi tío siguió bebiendo sin ver el guisado.

—Ya no tomes tanto, hijo, ya ves que estás malo —dijo mi abuela Lila.

—Shh, má. No ves que estamos chambeando.

Mi tío me guiñó uno de sus ojos aceitunados. Yo miré melindroso el plato de ejotes.

—Pues ái de ti… si Martha te viera —le recriminó ella, yéndose con la comida.

—En un rato hasta carne compramos, ¿verdad, Roy?

¿Qué enfermedad tenía mi tío?, pensé, si nunca lo veía quejarse de nada. Ni cuando se excedía de cervezas y en su tambaleo, al salir de casa de mi abuela, lo arañaba el rosal. Nunca lo veía caer; tampoco estaba triste ni quejumbroso.

Retacamos de cobre el morral en el que cargaba la herramienta de su trabajo como eléctrico en la planta de aguas tratadas de Chapultepec. El nido enorme anterior, sin la cubierta plástica, ahora se veía muy pequeño. Pero era nuestro tesoro. Lo que sobró lo metí en una bolsa que me colgué en la muñeca. Guardé mi charrasca bajo el colchón.

*

Una calandria de plumas despeinadas en el buche trinaba desde su jaula en el patio. A pleno sol, dos ratas saltaban de aquí para allá en el piso, disputándose una tortilla aceitosa.

—No tarden. —Se despidió Lila por la ventana, de la que pendían copetes de hierbabuena.

—Don Isaías, ¿cómo sigue? —dijo mi tío. Saludaba al vecino que en su silla de ruedas oía un radio de pilas mal sintonizado. Babeaba y tenía los dedos engarrotados. La cobija que antes cubriera sus rodillas se apeñuscaba en el suelo. Se la acomodé nuevamente.

Una vecina tendía los pañales de su bebé, que lloraba desnudo en una caja de tiras de madera. Mi tío le aproximó al nene su dedo rasposo y grueso.

—No lo chupes, fuchi. —Y le acarició la nariz.

Mi tío y la mujer se sonrieron a través de la cortina de sol.

A la salida, dentro del tambo gigante de lámina —la cisterna de la vecindad— imaginé correr un río helado de refresco y después, quien sabe por qué razón, el sonido del celofán de las papitas estrujado entre mis manos.

En la calle, los rayos de luz encorvaban las jacarandas, inmóviles de tanto bochorno. A veces, chiflan con el aire, pero hoy, la sequedad les había sellado el pico. Comer chuchulucos hubiera alegrado su mohín de diminutas hojas.

*

Los escalones del puente estaban recién pintados de amarillo. En las alturas una nube gris casi acariciaba el barandal.

—Vamos a descansar, venimos muy cargados.

Empalidecido, mi tío se sentó en un escalón y se dio de golpecitos en el pecho como si quisiera eructar. Después, se sobó el cuello con la mano. Le iluminó la cara el destello de un parabrisas que recorría la avenida.

—Oye, ¿de qué estás enfermo?

—A veces siento como si algo me atravesara las costillas y pierdo el aire.

—¿Y dónde está mi tía para que te cuide?

—Está guardada en el casillero del trabajo —dijo haciendo otro guiño.

—¿Y no se ahoga en tan chico lugar? ¿Qué come?

—No se ahoga porque el aire entra por las rendijas del casillero. A veces le soplo y ella se deja llevar.

Flota hacia las nubes como un papelito. Usa un vestido delgado que el aire de la playa le ondea. Se agarra el sombrero de palma para no perderlo. ¿Qué come? Come los dulces que te robo, Roy. Le gustan los tamarindos, de eso vivía en su tierra. Cuando estuve en el tambo los metía a escondidas, junto con cigarros y barajas, para dármelos. Ella me cuidó y ahora la cuido yo.

—¿Y cuándo la vas a soltar?

—Ella solita va a salir de aquí algún día… —Se desabotonó la camisola. En el pecho apareció un tatuaje del Sagrado Corazón de Jesús con el nombre de Martha al centro, que yo nunca había visto.

*

Intenté despegar con la punta del pie, águila tras águila, una cruz de monedas fundida al concreto del puente, que habían puesto ahí los albañiles al echar el colado. Mi tío comenzó a descender al otro extremo. Lo vi hacerse chaparro, como mi tía Martha, mi tía pequeña que corría de aquí para allá recogiendo conchas en la playa mientras se sujetaba el sombrero. No pude imaginarme el mar. Sólo remolinos que convertían en arena a los hombres que marchaban al otro lado de la costa.

—Apúrate, Roy.

Logré alcanzar su sombra. Los gorriones, que se espulgaban las alas en el eucalipto pegado al puente, echaron a volar cuando bajamos.

*

El caserío al otro lado de la colonia estaba recién pintado. Frente a los zaguanes de esmalte oscuro había autos estacionados cuyo terciopelo en el tablero invitaba a conducirlos. Detrás de uno, salió un perro bostezando. Le di dos palmadas en la cabeza, que agradeció enseguida con lengüetazos húmedos y su compañía.

Un matrimonio caminaba hacia nosotros comiendo helado. Al ver a mi tío, la mujer, que tenía el cabello húmedo, se repegó asustada a su señor, quien rápido nos cedió el paso.

Anduve más aprisa.

El perro olisqueó la llanta de un coche estacionado para orinarla después. Luego, en la base encharcada de un pino, lamió la trompa de su reflejo.

—Shh, vente, Flaco —le grité.

*

Al fondo del depósito de chatarra, una anciana vestida como muñeca se balanceaba sobre las patas traseras de su silla. El rubor le iluminaba los pómulos y la boca reseca. El cabello apelmazado simulaba una peluca jamás cepillada. Era un casco de estambre. Alrededor, había pilas de lata guarecidas en cofres y montículos de aluminio resplandeciente que asomaban bajo mantas de lentejuela. O eso creí ver. La frialdad de los tesoros me puso la piel chinita.

—Ya sabe dónde ponerlo, Luis, para pesar la carga —le dijo a mi tío.

La anciana tomó el jaibol que se hallaba a sus pies. Sorbió un trago. Mi tío puso el cargamento en la báscula que equilibraba los contrapesos igual que reloj cucú. La mujer fue hacia nosotros retrepándose unos lentes en el puente de la nariz. Volví a ver al Flaco: tirado en el piso, se lamía el pirrín.

—Es poco. Apenas siete kilos.

Mi tío se llevó la mano al pecho. Acalorado, se masajeó enseguida el copete de jefe de pandilla que tiempo atrás le había ganado el respeto de la colonia, aunque fuera por ratero, como decía Lila.

—Esto pesa más, señito, échele un kilito más para el refresco.

La anciana le extendió tres monedas.

—Sabe que conmigo no se puede, Luis. ¿Lo toma o lo deja? —la anciana se levantó los holanes de la blusa y asomó la empuñadura de un machete.

Pensé que mi tío demostraría aquí el valor de cuando marchaba en el patio de la cárcel y peleaba para que nadie lo cosiera a charrascadas. Lo vi empequeñecerse entre pilas de periódico y tentáculos de cuerda desanudados. Sin tronar la lengua siquiera, tomó el dinero y lo metió en el bolsillo del pantalón. Ahí dejó un momento la mano, apretó el puño.

*

El cielo se había puesto negro. Le estrujé la mano a mi tío cuando pasamos frente a una tienda. Se agachó y me restregó la barba en los cachetes, haciéndome reír.

—Toma, Roy, cómprate tus chuchulucos. —Y me dio las tres monedas.

Entré corriendo. El tendero se hurgaba la nariz, parado detrás del mostrador. Resplandecían en las vitrinas las envolturas de los chocolates y los borrachitos alineados en su estuche de cartulina como fichas de dominó dispuestas para la reta. Las botellas de Sidral, las bolsas de papitas, el bote de plástico de chicles flecha, los tamarindos envueltos en celofán y las paletas payaso me daban ufanos la bienvenida. A mi lado, el Flaco soltó un bostezo, agitó el hocico y chorreó algunas gotas de saliva en el suelo.

Chispeaba afuera. Con la mano metida en el bolsillo, mi tío sonreía en el umbral, ventrudo, casi tímido. Lo imaginé con la camisola desabotonada tirado en la playa al lado de mi tía Martha en traje de baño, ambos con el estómago hinchado. El Flaco les lamía los pies. Chorrearon relámpagos sobre cuchillos clavados a la orilla del mar.

—¿Para cuántos tamarindos me alcanza? —le pregunté al tendero.

Éste quiso reírse, pero de pronto su cara se le estiró hacia abajo como chicle masticado y clavó los ojos por encima de mi cabeza. Mi tío se acercaba empuñando la charrasca.

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Una versión de este cuento se publicó en Punto de Partida no. 177, enero-febrero 2013.



lunes, 16 de mayo de 2016

Ratones de celofán


Todavía recuerdo al chismerío baboseando detrás de las ventanas cuando la policía alborotó la calle con sus sirenas y patrullas, y sacó en brazos a la niña muerta. Estaba desnuda. Su piel era para entonces tan azul que creí que la habían bañado con un frasco de tinta. Sólo uno de sus pies jugueteaba de aquí para allá con el zapato puesto, blandengue como un yo-yo. Te digo, la familia Rocha era bestial, y bestial es un calificativo tierno. Los Rocha eran ojetes, ojetes con sus vecinos, ojetes entre ellos mismos, y ojetes con sus propios hijos: Malena y Tico.

Tico era dos años mayor que Malena. Era un niño de cabello rejego, a quien le pagaban la peluquería una vez al año. Greñudo, como todos los Rocha, se le abultaba el pelo en las sienes y la nuca; era un muchachito cabeza de brócoli con los cachetes decolorados por los jiotes. La nena me recordaba a una silla para jugar a la comidita. Había enfermado del cóccix siendo bebé y caminaba con las piernas separadas y rígidas, como si las trajera entablilladas. Su piel era color chocolate y sus ojos, dos canicas de brandy. Ambos eran obesos —la familia desbordaba lonjas— y escupían leperadas hasta el hartazgo, qué digo hartazgo, no había idea que saliera de sus bocas sin maldiciones.

Los tíos encargaban a los niños las caguamas. Dirás: ¿le vendías alcohol a los niños? Les vendía las cervezas sin prejuicios porque ellos nunca se las iban a tomar. Los chiquillos compraban para cada uno un chicle que los distraía del posible vicio. Esos chicles tenían una liebre estampada en el celofán. Los muchachillos miraban y miraban el dibujo y hacían saltar el envoltorio sobre sus brazos, como si el animal impreso fuera un juguete.

Venían a la tienda agarrados de la mano, a veces abrazados. A pesar de que nacieron en una vecindad, en uno de esos lugares que conocemos ahora sólo por las canciones de Chava Flores, los dos me parecían listos. Sin que importara la ropa sucia con que los vestían, ni los moretones y arañazos en sus cuerpos —te digo que los Rocha eran ojetes—, algo inmaculado brotaba de ellos. Soy viejo y me ablando como el pan, pero esos niños hubieran sido unos adultos excelentes. Ella: enfermera; y el otro: maestro, a lo mejor. Pero este mundo es de los privilegiados, de quienes nacen en familias si no ricas, que tienen por lo menos cariño en su seno. Es una lástima que mataran a la niña y que del muchacho nada se haya sabido desde entonces. Yo insisto en que algo bueno hubieran sido de adultos.

Un mes antes de que encontraran asfixiada a la niña con una bolsa de plástico en la cabeza, Hacienda clausuró el local veterinario que estaba a dos cuadras de aquí. El doctor Gómez vino compungido a decirme que se iba a otra colonia y, para agradecerme los fiados —¡cuántas botellas de anís me consumía!— me regaló una jaula con dos pericos australianos y una pecera con un ratón blanco. Felisa, mi señora, colgó la jaula en la ventana de su pieza. Tirada desde la cama podía verlos espulgarse las plumas a media tarde, porque esos pájaros no tienen otra gracia. Pero dio el grito en el cielo cuando por primera vez vio los ojos color grosella del ratón y me exigió que lo revendiera. Como verás, en esta vitrina remato chucherías que a veces saco de la casa. Y le obedecí. Esperé una semana, pero nadie preguntó por el animal. Nada más, cuando venían por las caguamas, Malena y Tico acariciaban la pecera, y la nena se carcajeaba. Uno de aquellos días, Tico le dijo a su hermana que el ratón tenía el tamaño adecuado para ensillarle un muñeco, como si fuera un corcel en miniatura —sí, dijo ensillarle; eran listos, te digo—. Malena contestó que sí, y que después le sobaría las patitas alargadas, porque estaría cansado de tanto trajín. Después de varias tardes en que acariciaron al ratón sobre el vidrio, se los regalé. De haberse enterado, mi señora hubiera dado otro grito en el cielo. Entonces ella sufría de malestares ignotos, que terminaron siendo cáncer en el estómago y cerebro, y jamás me habría perdonado despilfarrar un recurso extra que nos completara para un frasco de píldoras. Los niños se fueron contentos aquella tarde.

Días antes de que Malena apareciera muerta, vi a los hermanos caminando de aquí para allá, cumpliendo los mandados que sus parientes los obligaban a hacer; a veces con esparadrapos que recubrían cortadas en la cabeza; en ocasiones con ronchas en sus brazos, que yo imaginaba como quemaduras de cigarro; otras veces, con manchas de sangre en las calcetas de la niña, bajo su falda mugrosa, o moretes en los carrillos de él. Pero con el ratón a todos lados. Venían, compraban las caguamas y tirados de panza en la banqueta, comparaban las orejas de la liebre de los chicles con las del ratón, al que llamaron Macías, como lo habrían escuchado en alguna narración boxística vieja, porque un radio era lo único que los entretenía en casa. ¿Te acuerdas del boxeador? Es más, los hermanos dejaron de hablar con palabrotas y sus ideas se oían claras, como yo nunca se las había escuchado. Antes de Macías ni el por favor me daban. El animal los mantenía más unidos que nunca y, de alguna forma, los protegía contra la brutalidad de su casa. Al menos por un rato. Te digo, los Rocha eran ojetes.

La tarde anterior a su muerte, Malena vino a la tienda. Traía al ratón metido en el pecho de su vestido: asomaba la naricita y sus ventanas del tamaño de dos semillas de chía, palpitaban húmedas. Le pregunté por Tico y dijo que estaba en cama, con dolores de panza. Los papás habían regresado de quién sabe dónde y habían encontrado a Tico jugando con el ratón, echado en el patio. Fieles al carácter de los Rocha, lo habían pateado sin ton ni son y el niño no respiraba bien desde esa noche. Había empujado a la niña para que lo dejara solo, cuando ella le ponía la cubeta para que vomitara. Malena bajó la vista y puso en su mano a Macías que, inquieto, escaló por su brazo hasta acurrucarse en su cuello. Los bigotes vibraban y le hicieron cosquillas. Ella soltó un gemidito y sonrió. Cuando sonreía, Malena se mostraba mucho más indefensa, como si pidiera ayuda. Es muy triste ver a un niño cuya felicidad es también una súplica desgarradora, sin recursos para frenar esa infancia difícil que lo carcomerá inclusive siendo adulto. Nadie en la cuadra lo evitábamos. Los Rocha nos habían robado, molido a golpes y amenazado a todos. Eran unos salvajes, eran unos ojetes.

Horas más tarde, la nena murió. Como tú ya sabes, porque lo publicó el periódico, al lado suyo estaba el ratón blanco despanzurrado, como un bombón apelmazado con los dedos. Los papás dijeron que Tico le pegó por primera vez a Malena; que Malena, después de haber sido violentada por su hermano, estrujó al ratón y Tico enloqueció y terminó matándola. Después huyó. Yo no creo en esas historias ridículas que atontan al chismerío, las mismas con que los padres justifican sus errores. Hay familias que destruyen a sus hijos, y nada más. Te digo, los Rocha eran ojetes.

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Publicado en revista Picnic no. 63, junio 2015.

miércoles, 11 de mayo de 2016

El fuego a bocanadas: Ribeyro, tabaco y literatura


Mientras tacha algunas líneas en el cuadernillo que sostiene frente a sus ojos, Juan Carlos Onetti fuma tendido en la cama. Enseguida, a riesgo de que la ceniza encorvada en la punta del cigarro se desintegre en el aire, deja el bolígrafo sobre la colcha y se inclina a sorber el vaso de whisky dispuesto en el buró. A décadas de distancia, frente a la ventana, Raymond Carver presiona unas teclas con las manos amarillas de sol. Tiene el cenicero retacado de colillas al lado de la máquina de escribir y la fascinación contraída en el ceño. Con el tiempo medido entre las jornadas en el aserradero y otro domingo de pesca esperándolo, depura las frases de un dilema doméstico más, en tanto enciende un cigarro con la punta del anterior. 

Tabaquismo es sinónimo de literatura. La nicotina viaja por el torrente sanguíneo hasta el corazón y las ideas repiquetean en el avispero que gesta vida en la página en blanco. También, la calada incesante frena otras manías —desde rascarse la nariz hasta la trillada cacería de moscas— para que la concentración corrija sin vacilo la arquitectura de los párrafos. Así, los escritores suspenden sus necesidades fisiológicas a grado latente durante este periodo. Persiguiendo historias por horas, sólo la bocanada encaja en sus letras, nada ni nadie más lo logra.

«El cigarro llega a ser parte íntima de la persona y la relación establecida alcanza un profundo contenido emocional. De ahí que alejarse de él constituye en muchos casos un verdadero y profundo duelo; una pérdida, que aun siendo deseable por parte del fumador, puede dejar un hueco enorme», apunta en La última bocanada. Cartas de despedida al cigarro la doctora Guadalupe Ponciano, directora de la Clínica Contra el Tabaquismo de la Facultad de Medicina de la UNAM, en donde el método para abandonar el hábito tabáquico, además del suministro de fármacos, se basa en un tratamiento psicológico. El paciente se despide del cigarro a través de una carta, que, como podría esperarse, es una disertación de amor-odio, regularmente inclinada al primero. A pesar de que los pacientes acuden a este lugar con síntomas de enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), en su carta ninguno maldice al cigarro. Al contrario, algunas mujeres lo llaman mi amor, o algunos hombres vinculan el goce de cada pitada con un masaje al cuello. De esta misma forma, muchos autores le han escrito cartas, si no es que tratados, al tabaco, sólo que en lugar de despedirse de él, le han jurado lealtad a pesar de que poco a poco los destruye.

Uno de los más grandes fumadores de la literatura latinoamericana es Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994). Además de novelista, diarista personal, dramaturgo y crítico literario, es en especial como cuentista que ha conseguido un prestigio creciente al paso de los años. En sus historias, deambulan seres fracasados e inseguros, quienes para sobrevivir se transforman en salvajes, sumidos en una silenciosa resignación; por lo que no es gratuito que el volumen en el que Ribeyro recopiló sus cuentos completos se titule La palabra del mudo, haciendo referencia a los «personajes desdichados, sin energía, individualistas, marginados, que viven fuera de la historia […] [en un] mundo sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso», dice en La tentación del fracaso, un diario que va de 1950 a 1978, y en el que Ribeyro registró su etapa más conflictiva como escritor.

Sus relatos se dividen en dos tipos: los del Perú de mitad del siglo XX, que retratan a los habitantes de escenarios depauperados («Los gallinazos sin plumas», «Los merengues», «Al pie del acantilado»), y los relatos cosmopolitas ubicados en la Europa que le tocó vivir cuando trabajó en la agencia AFP o como consejero cultural en la Unesco, y que registran el abuso, el timo y la corrupción en diversos estratos («La juventud en la otra ribera», «Nuit caprense cirius illuminata»). 

A pesar de que coincidió con los tiempos del Boom, su obra no sería catalogada dentro de éste. Ribeyro, tímido y torpe para relacionarse con el poder y los grupos literarios, marcó distancia y por siempre escribiría con el fracaso rondándole el ego. Prendería un cigarro tras otro y sometería entre los labios la incandescencia del tabaco, que sorbería con deleite para a continuación derramarla en cada línea escrita. Sólo le importaba la gente común y por eso rehuyó la literatura que dominara el continente en aquellos años, plagada de conflictos políticos y dictadores, lo que acentúo su disidencia. Alejandro Zambra apunta en No leer: «Mientras sus colegas escribían las grandes novelas sobre Latinoamérica, Ribeyro, el orillero del Boom, daba forma a decenas de cuentos magistrales que, sin embargo, no llenaban las expectativas de los lectores europeos. Y él lo sabía muy bien: ‘El Perú que yo represento no es el Perú que ellos imaginan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal’, dice, con calculada ironía». 

Admirador de la tradición francesa del siglo XIX —Flaubert, Proust y Maupassant—, Ribeyro desarrolló un brillantísimo estilo conversacional carente de adornos, y leerlo es seguir las palabras de un buen amigo. Uno que fuma y bebe vino en tanto describe la casa donde nació y cómo se metía a jugar con sus hermanos a escondidas de su padre en un ropero enorme que había ahí, un palacio barroco lleno de perillas, molduras, cornisas y medallones; o relata aquella vez que su novia francesa y el amante de ella, pistola en mano, le robaron el dinero que le quedaba para el mes. 

Resulta curioso que el género breve haya sido el más procurado por Ribeyro, porque si bien escribió novelas o textos de distinta naturaleza, nunca tuvieron el encanto ni la perfección de sus relatos. Podría decirse que, al menos en anchura, son un reflejo de él mismo: Ribeyro jamás engordó y se mantuvo en su mínima talla, con un cinturón que estrechaba sus pantalones a la cintura como un puño aprieta una rama. Cuenta Daniel Titinger, su biógrafo, que Julio Ramón era tan flaco que al verlo de frente uno imaginaba que seguía de lado. Esta flacura fue consecuencia de la úlcera que padeció a mediana edad, complicada por el tabaquismo, y que le cercenó el estómago. «Me desperté siete horas más tarde cortado como una res y cocido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. [Los médicos] me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago». El periplo quedó registrado en «Sólo para fumadores», el tratado más importante sobre esta adicción que existe en nuestra lengua. 

Ribeyro expone en este relato su teoría sobre el tabaquismo, porque está cansado, dice, de la idea psicoanalítica que vincula las pitadas con una regresión al pecho materno o una sublimación cultural del deseo de chupar un pene, algo insustentable y ridículo. De esta forma, crea una teoría subjetiva sobre la importancia del cigarro: «El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida».

A través de una prosa impersonal, punzante, pero nunca melodramática ni sensiblera, dice aquí que una tarde, desde la ventana de su cuarto en la clínica de rehabilitación postoperatoria a las afueras de París, donde debió quedarse un tiempo después de la intervención gastrointestinal, mira a un grupo de albañiles que en el almuerzo bebe vino y después fuma en la sobremesa, y es cuando, tras muchísimas recaídas, en las que a pesar de la recomendación médica volvía a fumar, parece entrar en razón y reconoce: «Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras, mientras que esos hombres simples e iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus placeres más elementales. […] Fue a partir de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad para salir de mi postración. […] Sin otro ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar». Chispa que inicia un nuevo e inacabable ciclo adictivo, porque menciona al término del texto: «Veo además con aprehensión que no me queda sino un cigarrillo, de modo que le digo adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco».

Ribeyro murió en diciembre de 1994 después de someterse a una intervención en el riñón que se complicó con una neumonía irrefrenable para sus alvéolos de fumador. Tenía sesenta y cinco años y días antes había recibido el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, pero el premio más importante que podríamos darle a partir de ahora, es leerlo con o sin bocanadas de por medio.

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Publicado en La Peste, no. 19, Vicio, enero-febrero 2015.