martes, 10 de diciembre de 2019

Entronque


Silvia dio un paso hacia atrás, liberándose de la mano de Antonio y también de su boca y de las palabras que le pedían un primer beso. Sonrojados, bajaron los brazos y desviaron la mirada de los ojos del otro.

Por el parque, corría un viento trenzado con olor a palomitas de maíz, algodón de azúcar y hojas de eucalipto. Las cadenas de los columpios chirriaban a lo lejos, alentadas por los niños que recogían y alargaban las piernas durante el vaivén.

Silvia se rodeó el pecho con los brazos ante el roce de una pluma que a su vez, por un juego de niña, ¡cuánta imaginación!, rozaba la fachada de su casa. El color rojizo de la pluma en contraste con el color turquesa de la fachada, el encuentro entre la suavidad y la aspereza, le compactaba el corazón, mismo que al verse rodeado por una fuerza desconocida hasta este momento, iba excitándose, queriendo huir del pecho. ¿Se desmayaría por un soponcio en este minuto tan importante? ¡Qué vergüenza!

Antonio se balanceó de la misma manera que si estuviera parado en una lancha a la deriva por un río. Sus tobillos de pronto le parecían frágiles como para mantenerlo en pie. El agua golpeaba los costados del bote y los remos extraviados flotaban ahora aguas atrás, girando semejantes a rehiletes, hacia la oscuridad espumosa del río. Tendría que nadar con todo y tenis si llegara a caer. Ojalá que las aguas estuvieran calientes porque su nado con la ropa puesta decaería aún más si el agua estaba como para congelar carne. ¿Carne de pato? La que fuera.

En el intento por seguir en pie, volvió a apoyarse en el hombro de Silvia. Ella, esta vez, le palpó con las yemas de los dedos los suyos, y se dejó ir con los labios entreabiertos a la boca de Antonio, quien percibió a sandía el aliento de Silvia.

El río desembocaba en un lago. Algunos patos se deslizaban por la superficie y en el reflejo de las aguas quietas, temblaba una casa color turquesa fincada en la orilla. Se iluminó la única ventana.

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Cuento inédito.