martes, 25 de octubre de 2022
Celebración de lo invisible
martes, 28 de junio de 2022
Prefiguraciones del fin
sábado, 5 de febrero de 2022
'Muerte derramada' de Mario Sánchez Carbajal*
La primera impresión que uno tiene al leer los cuentos de Muerte derramada es la de estar frente a un autor de experta sensibilidad narrativa. Si uno pasara de largo por la ficha biográfica en la solapa, sin mirar la fotografía ni los datos onomásticos, podría jurar que lee a un escritor de cincuenta o sesenta años de edad, es decir, a un cuentista experimentado y maduro, en completo dominio de su oficio, quien ha sorteado los años de la vaga juventud.
Esta misma impresión tuve en semanas recientes al releer los cuentos de Muerte de derramada, y fue exactamente la misma de hace siete años, cuando Mario me obsequió la primera edición del libro que hoy nos reúne. Yo había leído antes La línea de las metamorfosis (2013), su primer libro, un compendio de minificciones cuya escritura cuidadosa y resorte imaginativo me habían sorprendido. Pero luego de leer Muerte derramada, mi impresión caminó hasta el borde de aquella pendiente donde todo lector equilibra antes de echarse a correr en pos de la admiración. Esto se debió a que no podía creer lo sólidas que eran las tramas ni lo plástico de sus imágenes —especialmente esto último—, en donde pareciera que las palabras bailan en torno a nosotros o, mejor aún, nos toman de las manos para introducirnos con ritmo de contradanza al universo mefistofélico que proponen.
Porque es cierto. Las historias de Muerte derramada se desenvuelven en lo sórdido. En ellas hay niños que juegan con muñecos diabólicos, hombres desalmados que enloquecen en tugurios de mala muerte, mujeres que reciben el anuncio del fallecimiento de una hija a través de emisarias misteriosas o familias disfuncionales que asfixian a sus integrantes.
Muchas veces me he preguntado de dónde proviene la fascinación por la oscuridad del amable y tranquilo Mario que conozco. Sin embargo, luego de pensarlo, freno mi puya moral, porque reconozco que yo —o los lectores, en general— solemos evaluar la literatura como si fuera un ideario de la época, con sus sueños de justicia social y “buenismo” al fin cristalizados, en lugar de darnos cuenta de que el arte radica en nunca voltear la cara a la verdad por más que duela, en mirarla de frente, y en este caso, la verdad propuesta por Mario es incómoda, porque contiene más de nosotros mismos que todos los ideales que aparecen actualmente en las pantallas, pretendiendo reflejarnos. Es decir, negar la oscuridad del espíritu humano es una ingenuidad que ningún lector serio debería permitirse.
Volviendo a lo mefistofélico, trayendo a colación a Goethe y su Fausto, a veces pienso que nuestro autor aquí presente ha pactado con el diablo. Han pasado sus buenos once años desde que nos conocimos aquella ocasión en el encuentro de escritores de nuestra respectiva beca del Fonca, él en cuento, yo en novela, y lo veo tan jovenazo como entonces.
Es como si hubiera caído a la Tierra ya con treinta y pico años de edad, y su tiempo biológico se hubiera detenido, pero también, es como si hubiera venido a este plano con un bagaje enorme a cuestas de lecturas de escritores latinoamericanos —de los cuales él siempre me habla y yo tomo nota—, y hubiera escrito de manera magnífica desde la primera vez. Esto lo supongo debido a que jamás le he conocido un texto malo, de principiante. Y vaya que he leído todos sus libros, e incluso cuentos inéditos.
Sé que no van a creerme, que dirán que es mi amigo y le aplaudo. Sin embargo, para que no les quede duda, los invito a leer Muerte derramada, donde la oscuridad trae consigo la luz y la muerte diseminándose es el preámbulo del alumbramiento. Dinámica de la vida que solamente un viejo-joven demiurgo, como Mario, podría conocer y obsequiarnos.
_* Texto leído el pasado 8 de enero de 2022, durante la presentación de Muerte derramada (Malabar, 2021) de Mario Sánchez Carbajal.
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miércoles, 12 de enero de 2022
El amor de Saturno
Pervive en el inconsciente humano la idea de que el padre devorará a sus hijos tarde o temprano. El Saturno desgreñado y enjuto de Goya es la representación habitual de esta tendencia desenvuelta en el plano simbólico, y la cual tiene su expresión máxima en la literatura, con padres-Saturno o padres-ogro a quienes los hijos deben desafiar.
Sobre esto último pueden citarse dos ejemplos de muchos: Billar a las nueve y media (1959) de Heinrich Böll, donde el arquitecto Robert Fähmel destruye la abadía construida por Heinrich Fähmel, su progenitor; o El libro de todas las cosas (2004), novela infantil del neerlandés Guus Kuijer en la cual el pequeño Tomás aprende a librarse de su papá violento.
Escasean las obras contemporáneas donde la figura paterna sea amorosa con sus vástagos. Lo cual posiblemente se deba a que la literatura escrita en el último siglo se sostuvo en la “sociedad disciplinaria”, llamada así por el ensayista francés Michel Foucault, o en la “modernidad sólida” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Es decir, la literatura replicó un modelo masculino, el cual se petrificó en sus ideales, y bien se sabe que todo idealismo lapida cuando se fuerza a otros a obedecerlo.
Más allá de las reflexiones al respecto, siempre será saludable para el arte ir a contracorriente de las ideas imperantes en el trecho de historia donde se desarrolla. Tirar las mentiras de la mesa y mirar la luz a través de las rendijas de lo hoy vituperado.
El protagonista de Un año pésimo (1985) es Dominic Molise, un muchacho de Roper Creek, Colorado, Estados Unidos, hijo de una familia italoamericana pobre, que a los diecisiete años desea convertirse en jugador profesional de beisbol. Es 1933 y para cumplir esta meta debe enfrentarse a su padre y al destino como albañil que él quiere imponerle, el oficio predominante por generaciones sobre los Molise.
Dominic necesita huir de casa antes de que su excelente brazo zurdo —fuerte y preciso para lanzar la bola lejos del bat contrincante— se atrofie construyendo muros de piedra. Su brazo es su tesoro y en innumerables ocasiones a lo largo del libro lo vemos acicalándolo con pomada para mantenerlo caliente durante el invierno, cuando se frena la práctica del beisbol en el pueblo. Sin embargo, como carece del dinero para el viaje a Chicago, lugar donde podría enrolarse en los Cubs, el equipo de su pasión, decide vender la revolvedora de cemento del padre y así obtener algunos dólares.
Una tarde, la sube a la camioneta que un amigo le facilita y arranca directamente a la ferretería de Roper. En el trayecto, Dominic justifica el robo diciendo que cuando sea un beisbolista exitoso le comprará al papá una máquina nueva, más grande.
Apenas se marcha, la abuela Bettina sale de la casa y le grita en italiano con ojos indignados: “Ladrón, estás robando a tu propio padre; no le hagas esto al hijo de mi vientre. Cómo quieres que mezcle el cemento, ¿con las manos? ¡Esto es América! ¡Esto es!”
La escena es impactante porque Dominic se convierte aquí en parricida simbólico. Sin la herramienta fundamental para ejercer su oficio, el hijo condena al padre al desempleo y a la crudeza del hambre que ello trae consigo. También condena a sus hermanos pequeños, a su madre y a la abuela a idéntico futuro depauperado.
Por eso, su brazo lanzador le dice a través de un monólogo interno: “Dale vuelta a la camioneta y regresa. Pon ladrillos como tu padre, cava zanjas, sé un vagabundo si no tienes más remedio, pero huye de esta ignominia”.
Vuelve a casa avergonzado y entrega al hombre la revolvedora, quien triste, ni siquiera molesto, sólo triste, lo aguarda en el porche donde ocurrió el robo. Durante la novela lo habíamos visto inflexible y seguro de la orientación dada a su hijo, a quien desaconseja una y otra vez, de buenas y malas maneras, seguir el sueño de beisbolista profesional, pues la posibilidad de fracaso es del noventa y nueve por ciento.
Cuál es la sorpresa —en uno de los momentos más poderosos de toda la obra de Fante—, que horas después el padre da el dinero a Dominic para que vaya a convertirse en pelotero: el hombre ha vendido por su cuenta el armatoste y ha conseguido los dólares que quizá cristalicen el deseo de su hijo, aunque eso represente privaciones en el tiempo inmediato.
Como el resto de la narrativa de John Fante (1909-1983), Un año pésimo se basa en su historia familiar. Sin embargo, es diferente a sus otros libros en los cuales “le carga la mano” a la figura paterna. En este caso, abandona al entrañable Arturo Bandini o al Henry Molise de sus novelas tardías, y se enfoca en su hermano de la vida real, quien tuviera el mismo deseo que el Dominic del libro y que, como es posible inferir, fracasó como pelotero y se convirtió en el albañil anhelado por el padre.
Los acontecimientos de Un año pésimo no ocurrieron como tales. Eso se da por hecho. Al menos no ocurrieron como Fante los organizó para darle salida a sus memorias de modo que nos hablaran de nuestro padre, de nuestros hermanos, de nuestros sueños.
A veces enfocándose en el alcoholismo paterno (La hermandad de la uva, 1977), a veces en sus propias ilusiones y frustraciones como escritor (tetralogía Arturo Bandini), a veces desnudando el fanatismo religioso de su madre (La orgía, 1986; El vino de la juventud, 1985), Fante nos contó a lo largo de nueve libros sobre la desventura de su familia; no obstante eso, en ninguno es posible aburrirse de lo mismo.
En éstos, la narración desde el plano micro de la soltura de las frases, la libertad para repetir un verbo idéntico en oraciones contiguas, en pos de la fluidez y naturalidad, sin la autocensura del gramático que todos los escritores llevan dentro; hasta el plano macro de los cimientos de sus historias, los cuales descansan en una delicada mas férrea arquitectura, al igual que las casas construidas por su padre, el albañil retratado aquí, el objetivo del autor es convencernos de la “verdad”, la “verdad” con la cual vivía a diario.
La literatura trata de eso. Cada autor tiene sus verdades acomodadas en la repisa. Cuando escribe un libro, toma alguna y la pone en el escritorio, la mira, la escucha. Esa verdad podría ser que los peces escupen lumbre, por ejemplo, o que los padres aniquilan los sueños de sus hijos, tal y como determinaba el mundo en el que Fante creció, o que el progenitor —y he aquí lo valioso— también puede redimir a su vástago.
No importa cuán insólita parezca la teoría, el talento gira en torno a la capacidad de convencer de ella al lector. La novela termina siendo un sistema de verdades íntimas que el escritor organiza con encanto, con lógica. Ése es el truco.
Seguramente lo narrado en Un año pésimo ocurrió a medias. Quizá Fante conocía la versión relatada por su hermano o, menos aún, poseía apenas algunos recuerdos. Tal vez ni siquiera hubo una confrontación directa padre e hijo. Pero él tomó la anécdota —que cualquier aficionado hubiera hecho añicos al contarla con un melancólico tono, depositando la valía de lo escrito en sus recuerdos (algo ingenuo)—, para dotarla del sentido y especialmente de la emoción por vernos reflejados en sus páginas, a tal punto que nos transforma cuando la leemos.
Transformación que repercutió muy alto, en la jerarquía de pensamiento que en ese entonces determinaba cuán maligno era el padre-Saturno, a quien Fante se encargó de arrancarle los andrajos y vestirlo con el amor que muchos papás sienten por sus hijos, pero que a veces ignoran cómo expresarlo.
Fante, John, Un año pésimo [1933 Was a Bad Year], Barcelona, Anagrama, 2005, 139 pp.
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Publicado en revista Casa del Tiempo de la UAM, noviembre-diciembre 2021.
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Ventura López o un relato millonario