martes, 10 de diciembre de 2019

Entronque


Silvia dio un paso hacia atrás, liberándose de la mano de Antonio y también de su boca y de las palabras que le pedían un primer beso. Sonrojados, bajaron los brazos y desviaron la mirada de los ojos del otro.

Por el parque, corría un viento trenzado con olor a palomitas de maíz, algodón de azúcar y hojas de eucalipto. Las cadenas de los columpios chirriaban a lo lejos, alentadas por los niños que recogían y alargaban las piernas durante el vaivén.

Silvia se rodeó el pecho con los brazos ante el roce de una pluma que a su vez, por un juego de niña, ¡cuánta imaginación!, rozaba la fachada de su casa. El color rojizo de la pluma en contraste con el color turquesa de la fachada, el encuentro entre la suavidad y la aspereza, le compactaba el corazón, mismo que al verse rodeado por una fuerza desconocida hasta este momento, iba excitándose, queriendo huir del pecho. ¿Se desmayaría por un soponcio en este minuto tan importante? ¡Qué vergüenza!

Antonio se balanceó de la misma manera que si estuviera parado en una lancha a la deriva por un río. Sus tobillos de pronto le parecían frágiles como para mantenerlo en pie. El agua golpeaba los costados del bote y los remos extraviados flotaban ahora aguas atrás, girando semejantes a rehiletes, hacia la oscuridad espumosa del río. Tendría que nadar con todo y tenis si llegara a caer. Ojalá que las aguas estuvieran calientes porque su nado con la ropa puesta decaería aún más si el agua estaba como para congelar carne. ¿Carne de pato? La que fuera.

En el intento por seguir en pie, volvió a apoyarse en el hombro de Silvia. Ella, esta vez, le palpó con las yemas de los dedos los suyos, y se dejó ir con los labios entreabiertos a la boca de Antonio, quien percibió a sandía el aliento de Silvia.

El río desembocaba en un lago. Algunos patos se deslizaban por la superficie y en el reflejo de las aguas quietas, temblaba una casa color turquesa fincada en la orilla. Se iluminó la única ventana.

_

Cuento inédito.


jueves, 15 de agosto de 2019

El miedo a las escopetas

—¿Es cierto que tiene a la venta un perro que habla?

—Y a precio de regalo.

—No le creo que hable.

—Acompáñame.

Recorrieron un pasillo hasta que llegaron al final de la casa. Entraron a una habitación en cuyo centro se hallaba un perro de raza universal, un canelo vagabundo, tirado de panza sobre un tapete.

—A ver, Solovino, este muchacho quiere comprarte. Entonces, ponte a hablar —dijo el dueño.

—Habla, Solovino, habla —rezongó de repente el can. Su voz rasposa se parecía a la de un fumador empedernido—. Siempre quieres que hable. ¿Crees que vivo para eso? —le respondió.

—¿Lo oyes?

—Dios santo, apenas puedo creerlo —exclamó el muchacho.

—Los dejo un rato a solas para que se conozcan.

Después de un momento de silencio:

—¿Por qué quieres comprarme? —preguntó el perro.

—Como guardia de seguridad, Solovino, quiero que des el pitazo cuando descubras a algún ladrón en mi casa.

—Antes hacía ese trabajo en una joyería. Mi antiguo dueño se ahorró una fortuna en alarmas gracias a mí.

El muchacho salió a toda prisa en busca del dueño.

—Se lo compro. Sólo tengo una duda: ¿por qué lo vende tan barato si es tan útil? Fue guardia de seguridad en una joyería, según me dijo.

—¿Eso te platicó?

—Sí.

—Lo vendo porque es un maldito mentiroso en quien no puedo confiar. —El hombre bajó la vista, entristecido—. Cuando lo compré, me aseguró que era perro cazador, pero le dan miedo las escopetas.

_

Cuento inédito.


jueves, 18 de julio de 2019

Avistamiento


Entró en la casa cargado de bolsas. Se había comprado zapatos, pantalones, playeras, incluso un teléfono celular nuevo, con luces coloridas a los costados de la carcasa. “De lo mejor esta temporada”, le había dicho el empleado de la tienda. “Observe, usted, los gráficos nítidos, sienta la fidelidad de la bocina.” Luis Corona puso la compra sobre la mesita de la sala. Se sentó en el sillón y extendió plácidamente las piernas. Con la calma de quien paladea un beso, abrió uno a uno los paquetes. Pedacitos de papel cayeron sobre la alfombra cuando desprendió los códigos de barras a cada artículo y prenda. Por último, conectó el celular en el enchufe de la pared. Cruzó los brazos por detrás de la nuca y, mientras por la ventana de su departamento observaba el vuelo rectilíneo de un avión hacia espaldas del horizonte, pensó en cada uno de los momentos en que vestiría y calzaría estas nuevas adquisiciones. Ensoñó los pasillos cristalizados, olorosos a vainilla, de un mejor empleo; rodeado de gente a quien asesoraría y a quien repartiría órdenes como si fueran golosinas, pues todo mandato suyo lo acatarían con entusiasmo; gozarían obedecerlo. También, imaginó la cena en la cual le propondría matrimonio a Norma, una vez que con su nuevo sueldo pudiera comprarle una sortija a la medida de su cariño. “Cierra tus ojos, linda, siente el vaivén de la música, no veas hasta que yo te diga.” Mientras, él le plantaría un beso en boca y, enseguida, le mostraría la joya del pacto, resplandeciendo como una estrella sideral.

Ensoñó una vida perfecta al lado de su compra, pues a partir de ahora, gracias a su aparición, realizaría todos aquellos cambios pospuestos por no contar —aquí rió— con la indumentaria apropiada para encomiar instantes tan decisivos. “Este celular es la canela en el capuchino”, dijo en voz alta cuando despertó de la ensoñación y golpeó sus muslos con las palmas de las manos, como festejo.

Desdobló el pantalón de mezclilla, con la botonadura color plata, cuyos dibujos textiles en los bolsillos habían terminado por fascinarle. Lo vistió parado frente al espejo. Habría de practicar ahí las poses y movimientos que desempeñaría durante la cena de compromiso con Norma, o al dirigirse a los subalternos. Sin embargo, notó un problema al abotonar la cintura: la caída de las perneras no era la estimada. Fuera del probador de la tienda, colgaban demasiado zanconas y los tobillos blanquizcos de Luis quedaban expuestos a la luz, a la burla. Trató de acomodarlas deslizando la pretina hacia abajo. Tiró con tanta fuerza que salió volando uno de los botones. “¡No puede ser!” Con las manos crispadas en el aire, cayó de rodillas en la alfombra en busca de la pieza extraviada. Cuando lo hacía, una de las costuras del pantalón, posiblemente la trasera, crepitó y, por miedo a reventarla, Luis saltó hacia un costado, sobre la mesita donde había puesto el celular nuevo, aplastando el aparato con el cuerpo.

Instantes después, en calzoncillos, tirado en el sillón, probó encender el dispositivo, pero en respuesta apareció un solitario signo de admiración en la pantalla.

“El M-18 tiene un mes de garantía con nosotros, y veinticuatro meses con el fabricante”, había añadido el vendedor.

“Si algo caracteriza a esta marca de ropa, es la calidad de su botonadura: ni un caimán podría desprenderla”, le dijo la dependienta mostrando unos dientecillos retorcidos.

Como último recurso devolvería los artículos dañados a la tienda. No había tiempo que perder. Antes de que cerraran el centro comercial, iría por un pantalón y un teléfono de repuesto. Sin embargo, cuando buscó las notas de compra, recordó que las había tirado al salir del centro comercial.

Luis se dejó caer de nuevo en el sillón. No podía creer que hubiera tirado lo único que le garantizaba la sustitución de los artículos, y el comienzo de una nueva época. Volvió a golpearse los muslos, pero esta vez fue con los puños cerrados. Soliviantado, miró el resto de los paquetes sobre la mesa. “Quizá haya un consuelo”, clamó en voz alta.

Minutos más tarde, estaba rodeado de playeras guangas, maltrechas, y los zapatos chorreando espuma jabonosa. Alternadamente, había encontrado que las playeras le venían chicas o que sus colores no eran apropiados para el tono de su piel, y que los empeines del calzado mostraban manchas indelebles. Sus prendas eran una porquería, una porquería carísima, pues ahora estaría sin un centavo el resto del mes. Y lo peor: nunca podría vestirse bien para las ocasiones especiales aguardándolo. Su felicidad escapaba de nuevo y jamás podría darle alcance.

Sonó el teléfono de la casa. Era Norma, quería invitarlo al cine y después a tomar un café. Luis, molesto todavía, le dijo que era imposible y soltó el tono más seco, el más hostil que su garganta tuvo a bien graznar. Norma, paciente como lo había sido durante ya mucho tiempo, le preguntó cuál era el problema. Después de resumir los incidentes —y ella reír—, en tono solemne le dijo: “Oye, Luis, ponte cualquier ropa y vamos a la película”. Él abrió mucho los ojos, sorprendido por la indiferencia de Norma ante su problema.

Caminando por la calle, con sus pantalones deportivos y playera viejos, comodísimos, porque tenían años amoldándose a su cuerpo, Luis vio un ovni balancearse en el cielo a una distancia más o menos corta. Las luces de la nave titilaban como árbol navideño y el zumbido del sistema gravitacional era eufónico, podría decirse que transmitía sonatas siderales. Su desplazamiento obedecía a rutas de libélula: ascendía veloz unos metros y después se dejaba caer otros tantos, sin tambalearse. Estabilizado por completo, se abrió una escotilla y cuando algo asomaba a través de ésta, Luis se talló los ojos, porque sintió una basurita, una basurita que no incomodaba demasiado su visión, pero que estaba ahí, y cuando algo está ahí, Luis prefiere quedarse ciego a mirar a medias un contacto extraterrestre. Entonces, agachó la cabeza, sacó un trozo de papel higiénico para limpiarse el párpado y cuando volvió la vista hacia arriba, dispuesto ahora sí a apreciar sin mácula el esplendor del instante, la nave había desaparecido, dejando a su paso un chisguete de nube en la atmósfera.

_

Cuento inédito.




domingo, 31 de marzo de 2019

El ascensor


| Dino Buzzati |

Cuando, en el trigésimo primer piso de la torre en que vivo, cogí el ascensor para bajar, en el indicador estaban encendidas las luces del vigésimo séptimo y del vigésimo cuarto pisos, señal de que habría de detenerse para recoger a alguien.

Las dos hojas de la puerta se cerraron y el ascensor comenzó a bajar. Era un ascensor velocísimo.

Del trigésimo primero al vigésimo séptimo fue un instante. En el vigésimo séptimo se detuvo. Automáticamente, la puerta se abrió, yo miré y, de acuerdo con lo de fuera, sentí dentro algo así como un suave vértigo en las entrañas.

Había entrado ella, la chica que hacía meses y meses veía por los alrededores, palpitándome siempre el corazón.

Era una chica de unos diecisiete años, la veía sobre todo por la mañana, con la bolsa de la compra, no era elegante pero tampoco desaliñada, llevaba los cabellos negros hacia atrás, sujetos por una cinta a la griega colocada en la frente. Pero lo más importante eran dos cosas: su cara, afilada, fuerte, de pómulos muy marcados, su boca pequeña, firme y desdeñosa, una cara que era especie de desafío. Y luego, su forma de andar, perentoria, canónica, con una arrogante seguridad corporal, como si fuese la dueña del mundo.

Entró en el ascensor; esta vez no llevaba la bolsa de la compra, pero sus cabellos seguían sujetos atrás por aquella cinta de tipo griego y esta vez tampoco llevaba carmín, pero sus firmes y desdeñosos labios, con su bellísimo abultamiento, no necesitaban ningún carmín.

Cuando entró, no sé si me lanzó siquiera una ojeada; luego se puso a mirar con indiferencia la pared que tenía delante. No hay ningún otro lugar en el mundo donde las caras de la gente que no se conoce adopten una expresión de imbecilidad tan absoluta como en los ascensores. Y también ella, la chica, tenía inevitablemente expresión de imbecilidad, pero era una imbecilidad arrogante y excesivamente segura de sí.

Entre tanto, no obstante, el ascensor se había detenido en el vigésimo cuarto piso y nuestra intimidad, esa intimidad completamente eventual, estaba a punto de acabarse. De hecho, las hojas de la puerta se abrieron y entró un señor al que echaría unos cincuenta y cinco años, un tanto deteriorado, ni gordo ni delgado, prácticamente calvo, de rasgos marcados e inteligentes.

La muchacha estaba de pie muy tiesa, el pie derecho ligeramente abierto hacia fuera, como suelen ponerlo las maniquíes cuando las fotografían. Llevaba zapatos de tiras de charol negro y de tacón muy alto. Llevaba un bolso de piel blanca o de símil piel, un bolso más bien modesto. Y siguió mirando la pared que tenía delante con indiferencia suprema.

Era de esa condenada clase de gente que se dejarían matar antes de dar gusto a alguien. ¿Qué habría podido esperar un hombre tímido como yo? Absolutamente nada. Además, si era realmente una criada mostraría hacia mí toda la huraña desconfianza de las criadas frente a los señores.

Lo extraño fue que desde el vigésimo cuarto piso el ascensor, más que bajar con el impulso elástico de costumbre, se movió lentamente y con igual lentitud prosiguió su descenso: “Hasta cuatro personas, alta velocidad. De cuatro a ocho personas, baja velocidad”. Si el peso era notable, el ascensor disminuía automáticamente su velocidad.

—Qué curioso —dije—. Somos sólo tres, y yo diría que tampoco muy gordos.

Miré a la chica, esperaba que por lo menos se dignase a mirarme, pero nada.

—Yo no estoy gordo —dijo entonces el señor de unos cincuenta y cinco años sonriendo benévolamente—, pero peso bastante, ¿sabe?

—¿Cuánto?

—Mucho, mucho. Y además llevo esta maleta.

Las hojas de la puerta tenían un ventanuco de cristal a través del cual se veían pasar las puertas cerradas de los pisos con sus correspondientes números. ¿Cómo era posible que el ascensor fuera tan despacio? Parecía atacado de parálisis.

Yo, sin embargo, estaba contento. Cuanto más despacio fuera, más tiempo estaría cerca de ella. Hacia abajo a velocidad de caracol. Y ninguno de los tres hablábamos. Pasó un minuto, dos minutos. Uno a uno, los pisos desfilaban tras las ventanillas de la puerta, de abajo arriba. ¿Cuántos llevábamos? En circunstancias normales deberíamos haber llegado ya a la planta baja.

Sin embargo, el ascensor descendía, seguía descendiendo; con impresionante calma, pero descendía.

Por fin ella miró alrededor, como si estuviera inquieta. Luego se dirigió al señor desconocido:

—¿Qué es lo que pasa?

Y el otro, plácido:

—¿Se refiere a que hemos sobrepasado la planta baja? Es verdad, señorita. A veces ocurre. En efecto, estamos bajo tierra, ¿ve usted que ya no hay puertas de pisos?

—Está de broma —dijo la muchacha.

—No, no. No sucede todos los días, pero a veces sucede.

—¿Y dónde se va a parar?

—¿Quién sabe? —rió enigmático—. De todos modos, me da la impresión de que pasaremos aquí dentro algún tiempo. Quizá sea mejor que nos presentemos —le tendió la mano derecha a la muchacha y después a mí—. ¿Me permite? Schiassi.

—Perosi —dijo la muchacha.

—¿Y de nombre? —me lancé, ofreciéndole a mi vez la mano.

—Ester —dijo ella, esquiva. Estaba asustada.

Debido a algún fenómeno misterioso, el ascensor seguía hundiéndose en las entrañas de la tierra. Era una situación espantosa, en otras circunstancias habría estado paralizado de terror. Sin embargo, me sentía feliz. Éramos como tres náufragos en una isla desierta. Y lo lógico me parecía que Ester terminara conmigo. Yo no llegaba siquiera a los treinta, mi aspecto era más que aceptable: ¿cómo iba a preferir la fierecilla al otro, que era ya viejo y estaba pasado?

—¿Pero adónde vamos? ¿Adónde vamos? —dijo Ester agarrando a Schiassi de una manga.

—Calma, hija mía, no hay peligro alguno. ¿No ves lo despacio que bajamos?

¿Por qué no se había agarrado de mí? Fue como una bofetada.

—Señorita Ester —dije—, yo debo decirle una cosa: ¿sabe que siempre estoy pensando en usted? ¿Sabe que me gusta usted con locura?

—¡Pero si es la primera vez que nos vemos! —dijo, dura.

—Yo la veo casi todos los días —dije—. Por la mañana. Cuando va a hacer la compra.
Había dado un paso en falso. De hecho:

—Ah, ¿con que sabe que soy criada?

Intenté arreglarlo:

—¿Criada usted? ¡No! Juro que nunca me lo habría imaginado.

—¿Y qué pensaba usted que podía ser? ¿Princesa, a lo mejor?

—Venga, señorita Ester —dijo Schiassi, benigno—. No me parece que sea la situación más adecuada para discutir. Ahora somos todos iguales.

Se lo agradecí, pero al mismo tiempo me irritó:

—Y usted, señor Schiassi, y perdone mi indiscreción, ¿quién es?

—Quién sabe. Me lo han preguntado tantas veces. Yo diría que muchas cosas. Comerciante, filósofo, médico, contable, pirotécnico, en resumen, lo que se mande.

—¿Y también mago? ¿No será usted por casualidad el diablo?

Me maravillaba de mí mismo, de sentirme en una situación de pesadilla tan dueño de mí, casi un héroe. Schiassi soltó una gran carcajada. Y, mientras, el ascensor descendía, descendía; miré mi reloj, había pasado ya más de una hora.

Ester rompió a llorar. Yo la cogí delicadamente por los hombros.

—No llore, ya verá como todo se arregla.

—¿Y si sigue igual? —preguntó la joven entre sollozos—, ¿y si sigue igual?... —no acertaba a decir otra cosa.

—No, no, señorita —dijo Schiassi —, no moriremos ni de hambre ni de sed. Aquí, en la maleta, llevo todo lo necesario. Por lo menos para tres meses.

Lo miré con inquietud. ¿Con que aquel tipo lo sabía todo desde el principio? ¿Habría sido él quien había organizado el enredo? ¿Sería de verdad el diablo? ¿Pero qué importaba, en el fondo, si lo era? Yo me sentía fuerte, joven, seguro de mí.

—Ester —le murmuré al oído—, Ester, no me digas no. Quién sabe cuánto tiempo estaremos encerrados aquí. Dime, Ester: ¿te casarías conmigo?

—¿Casarme contigo? —dijo ella, y aquel tuteo me llenaba de gozo—, pero ¿cómo se te ocurre que me pueda casar aquí?

—Si es por eso —dijo Schiassi—, pequeños míos, yo soy también sacerdote.

—¿Y tú en qué trabajas? —me preguntó Ester, por fin apaciguada.

—Soy perito industrial. Tampoco gano mal. Puedes fiarte, preciosa. Me llamo Dino.

—Piénselo, señorita —dijo Schiassi—, después de todo, puede ser una oportunidad.

—¿Qué dices? —insistí. El ascensor seguía bajando. Habíamos engullido ya un desnivel de quién sabe cuántos centenares de metros.

Ester hizo un curioso mohín de susto.

—Está bien, señor Dino, después de todo no me desagrada, ¿sabe?
La atraje hacia mí, cogiéndola de la cintura. Para no asustarla, no le di más que un besito en la frente.

—Dios os bendiga —dijo Schiassi levantando, hierático, las manos.

En ese momento el ascensor se detuvo. Nos quedamos suspensos. ¿Qué iba a pasar? ¿Habíamos tocado fondo? ¿O era una pausa antes del salto final a la catástrofe?

Sin embargo, con un largo suspiro, el ascensor comenzó a subir otra vez con lentitud.

—Déjame, Dino, por favor —dijo de pronto Ester, porque yo todavía la tenía entre mis brazos.

El ascensor subía.

—Ni te lo figures —dijo Ester ya que yo insistía—, ni pensarlo ahora que el peligro ha pasado… si te empeñas, hablaremos con mis padres… ¿Prometidos?, me parece que corres demasiado… Caramba, era una broma, ¿no? Creía que lo habrías comprendido…

El ascensor seguía subiendo.

—No insistas, te lo ruego… Sí, sí, enamorado, enamorado, ya me lo conozco, la eterna canción… ¿Pero sabe que usted es un pesado?

Ascendíamos a velocidad de vértigo.

—¿Vernos mañana? ¿Y por qué tendríamos que vernos? Si casi no lo conozco… Además, figúrese si tengo tiempo… ¿Por quién me toma? ¿Se aprovecha de que soy una criada?

La agarré por la muñeca:

—Ester, no me hagas esto, te lo suplico, ¡sé buena!

Se enfadó.

—Déjeme, déjeme… ¿pero qué modales son éstos? ¿Es que se ha vuelto loco? ¿Pero es que no le da vergüenza? Que me deje, le digo… Señor Schiassi, se lo ruego, dígale algo a este fresco.

Pero, inexplicablemente, Schiassi había desaparecido. El ascensor se detuvo. Con un soplido, la puerta se abrió. Habíamos llegado a la planta baja.

Ester se liberó dando un tirón.

—¿Va a acabar de una vez? ¡Si no, voy a armar un escándalo que se va a acordar usted toda la vida!

Una mirada de desprecio. Estaba ya en la calle. Se alejó. Caminaba muy erguida, con sus pasos airosos que eran otros tantos insultos para mí.

_

Dino Buzzati nació en Belluno, Italia, en 1906. Su libro más representativo es El desierto de los tártaros, una novela que Borges calificó de obra maestra. Buzzati posee una enorme capacidad fabuladora, y diseña sus cuentos con el misterio habitual de las parábolas bíblicas y con un sutilísimo sentido del humor. Falleció en 1972. La traducción de "El ascensor" es de Javier Setó. El texto fue tomado de Los siete mensajeros y otros relatos, de Alianza Editorial (Madrid, España, tercera edición, 2013, pp. 223-230).



lunes, 28 de enero de 2019

La lealtad de los súbditos

La empleada observó el billete desde el otro extremo del local; se quitó los anteojos para frotarse los ojos hinchados y algo resecos debido al día agotador de trabajo; plegó las patillas y los metió en el bolsillo del mandil. Se acercó al niño, que había entrado apenas un minuto antes y quien, después de haber mirado el cartel de los precios, había puesto aquel billete de cincuenta arrugado en el mostrador. El pequeño tendría cinco años, era rubio, de ojos color miel, con mejillas coloradas. Vestía una playera estampada de dinosaurios, pantalones de mezclilla, quizá demasiado modernos para su edad, y unos tenis de suelas cuyos focos coloridos brillaban cuando movía los pies, como en este momento al sonreírle a la empleada.

—¿Qué te doy, nene? —le preguntó.

—Uno rojo —vio el cartel de los sabores—, uno de grosella.

Ella deslizó el funderelele por la superficie del bote de nieve. Tomó un barquillo y encima embrocó la bola.

—Aquí tienes. Espero que te guste.

El niño agarró el cono. Sacó la lengua para lamer una gota que escurrió por su dedo, pero se detuvo y frunció los labios, luchando contra la tentación de chuparla.

—¿No vas a comer tu helado, lindo?

El niño apretó los ojos como si contuviera el llanto.

—No.

—¿Por qué?

La empleada tomó el billete, pero sintió raro el papel, más rasposo que los billetes que había tocado a lo largo de años. Sacó los anteojos del mandil. Inspeccionó los cincuenta pesos.

—No es para mí. Es para contentar a mi mamá.

El billete era falso, parecía sacado de un juego de mesa o recortado del periódico. Ella se quitó los anteojos. Con los dedos, se apretó el puente de la nariz y lanzó un lamento de cansancio. ¿Por qué no lo había revisado antes de servir el barquillo si lo hacía siempre con los niños pequeños? Al menos con los niños que compraban regularmente ahí. Ninguno parecido a éste, por cierto.

—No puedes llevarte el helado —extendió el papel; lo colocó a la altura del rostro del niño, como si quisiera vendarle los ojos con él—; ¿un niño como tú haciendo estas tonterías? ¿Un niño bien? —Apretó el billete falso en el puño.

La mujer alzó la vista a la fotografía colgada de la pared enfrente. En ésta su patrona e hijos sonreían sentados en un sillón semejante a un trono. Lucían ojos brillantes, sin rastro de irritación como los de la empleada. Se restregó los párpados con fuerza. Sabía que si su patrona le contabilizaba las ventas de la semana, le cobraría esa bola de nieve. Era precisa, horrorosamente precisa.

—Los ricos siempre piensan que lo pueden todo —se lamentó en voz alta.

El niño retrocedió y extendió el brazo, devolviendo el barquillo a la mujer. En eso frenó una camioneta afuera de la nevería. Un hombre con anteojos de sol, cabello relamido con gel y embutido en un traje color azul Oxford, por cuyo cuello de la camisa asomaba una gruesa cadena dorada, descendió del lado del conductor.

—Luis —se acuclilló y con la mano apretó el hombro del niño—, si no es porque todos te vieron venir para acá, no te encontramos. No vuelvas a salirte de la casa, ¿entendiste? Preocupas a tu mamá. ¿Verdad?, Pamela.

Por la ventanilla del copiloto se asomó una mujer. Estaba despeinada y tenía los ojos irritados. Contenía con un pañuelo también blanco un sangrado de la nariz, del mismo color que la nieve de grosella.

—No vuelve a pasar, hijo —habló con tono suave, de disculpa—, ni una vez más vuelve a pasar.

El niño bajó la vista al suelo. Abrió los brazos y lentamente los cerró en torno a sus hombros, abrazándose a sí mismo.

—¿No vas a pegarle a mi mamá otra vez, papá?

—Su hijo —titubeó la empleada—, su hijo pagó con un billete falso —le dijo al hombre.

Éste se incorporó y al olfato de la mujer llegó una loción de cítricos. Se quitó los lentes con excesiva calma; los ojos eran del mismo color que los del niño. Extrajo la cartera del bolsillo trasero del pantalón.

—Toma —le dio un billete de doscientos.

Ella fue a la caja registradora para tomar el cambio pero la camioneta arrancó tan pronto como había llegado conforme tecleó el importe.

Arrojó el vuelto a la gaveta y la cerró. Una vez que se sentara en el mismo banco del principio, parpadeó hasta que le brotaron algunas lágrimas frescas. Satisfecha, miró de nuevo la fotografía de sus patrones y los reverenció a la manera de una familia real.

_

Cuento inédito.