lunes, 28 de enero de 2019

La lealtad de los súbditos

La empleada observó el billete desde el otro extremo del local; se quitó los anteojos para frotarse los ojos hinchados y algo resecos debido al día agotador de trabajo; plegó las patillas y los metió en el bolsillo del mandil. Se acercó al niño, que había entrado apenas un minuto antes y quien, después de haber mirado el cartel de los precios, había puesto aquel billete de cincuenta arrugado en el mostrador. El pequeño tendría cinco años, era rubio, de ojos color miel, con mejillas coloradas. Vestía una playera estampada de dinosaurios, pantalones de mezclilla, quizá demasiado modernos para su edad, y unos tenis de suelas cuyos focos coloridos brillaban cuando movía los pies, como en este momento al sonreírle a la empleada.

—¿Qué te doy, nene? —le preguntó.

—Uno rojo —vio el cartel de los sabores—, uno de grosella.

Ella deslizó el funderelele por la superficie del bote de nieve. Tomó un barquillo y encima embrocó la bola.

—Aquí tienes. Espero que te guste.

El niño agarró el cono. Sacó la lengua para lamer una gota que escurrió por su dedo, pero se detuvo y frunció los labios, luchando contra la tentación de chuparla.

—¿No vas a comer tu helado, lindo?

El niño apretó los ojos como si contuviera el llanto.

—No.

—¿Por qué?

La empleada tomó el billete, pero sintió raro el papel, más rasposo que los billetes que había tocado a lo largo de años. Sacó los anteojos del mandil. Inspeccionó los cincuenta pesos.

—No es para mí. Es para contentar a mi mamá.

El billete era falso, parecía sacado de un juego de mesa o recortado del periódico. Ella se quitó los anteojos. Con los dedos, se apretó el puente de la nariz y lanzó un lamento de cansancio. ¿Por qué no lo había revisado antes de servir el barquillo si lo hacía siempre con los niños pequeños? Al menos con los niños que compraban regularmente ahí. Ninguno parecido a éste, por cierto.

—No puedes llevarte el helado —extendió el papel; lo colocó a la altura del rostro del niño, como si quisiera vendarle los ojos con él—; ¿un niño como tú haciendo estas tonterías? ¿Un niño bien? —Apretó el billete falso en el puño.

La mujer alzó la vista a la fotografía colgada de la pared enfrente. En ésta su patrona e hijos sonreían sentados en un sillón semejante a un trono. Lucían ojos brillantes, sin rastro de irritación como los de la empleada. Se restregó los párpados con fuerza. Sabía que si su patrona le contabilizaba las ventas de la semana, le cobraría esa bola de nieve. Era precisa, horrorosamente precisa.

—Los ricos siempre piensan que lo pueden todo —se lamentó en voz alta.

El niño retrocedió y extendió el brazo, devolviendo el barquillo a la mujer. En eso frenó una camioneta afuera de la nevería. Un hombre con anteojos de sol, cabello relamido con gel y embutido en un traje color azul Oxford, por cuyo cuello de la camisa asomaba una gruesa cadena dorada, descendió del lado del conductor.

—Luis —se acuclilló y con la mano apretó el hombro del niño—, si no es porque todos te vieron venir para acá, no te encontramos. No vuelvas a salirte de la casa, ¿entendiste? Preocupas a tu mamá. ¿Verdad?, Pamela.

Por la ventanilla del copiloto se asomó una mujer. Estaba despeinada y tenía los ojos irritados. Contenía con un pañuelo también blanco un sangrado de la nariz, del mismo color que la nieve de grosella.

—No vuelve a pasar, hijo —habló con tono suave, de disculpa—, ni una vez más vuelve a pasar.

El niño bajó la vista al suelo. Abrió los brazos y lentamente los cerró en torno a sus hombros, abrazándose a sí mismo.

—¿No vas a pegarle a mi mamá otra vez, papá?

—Su hijo —titubeó la empleada—, su hijo pagó con un billete falso —le dijo al hombre.

Éste se incorporó y al olfato de la mujer llegó una loción de cítricos. Se quitó los lentes con excesiva calma; los ojos eran del mismo color que los del niño. Extrajo la cartera del bolsillo trasero del pantalón.

—Toma —le dio un billete de doscientos.

Ella fue a la caja registradora para tomar el cambio pero la camioneta arrancó tan pronto como había llegado conforme tecleó el importe.

Arrojó el vuelto a la gaveta y la cerró. Una vez que se sentara en el mismo banco del principio, parpadeó hasta que le brotaron algunas lágrimas frescas. Satisfecha, miró de nuevo la fotografía de sus patrones y los reverenció a la manera de una familia real.

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Cuento inédito.