En este momento reposo tendido en la cama, ideando la forma de librarme de los pensamientos espantosos que se despeñan por mi cabeza rumbo a la travesura y el griterío, como piedras que rodaran por el barranco hasta un estanque donde se sumergen entre chapoteos espesos, de burbujas en las entrañas. Con los brazos cruzados por detrás de la nuca, choco las puntas de mis pies desnudos. Después, muevo los dedos al ritmo del canto de mi madre afuera de la casa en el patio de la vecindad, que llega por la puerta abierta donde pende una sábana atravesada por un mecate, a manera de cortina. Veo inclusive el dibujo de muchas sirenitas en la tela. Es mediodía. Pega duro el sol. Olga aprovecha para lavar las toallas, que precisan de aquel fuego para secarse, mientras canturrea “Tiempos mejores” de Yuri.
“A cada rato oías el roce de la jícara contra el fondo de la pileta y el chorro de agua cayendo de la llave. Sonidos que hasta hoy relacionas con la frescura y el aseo, con las manos de tu madre, pecosas y de dedos anchos, heridas para siempre por la lejía.”
El próximo sábado haré la primera comunión y el reto consiste en que durante los días previos a la ceremonia —el párroco de Asunción me lo advirtió con sus manos entrelazadas sobre la barriga— no puedo cometer ningún pecado, debo llegar impoluto al cáliz. Nada de malos pensamientos, groserías ni faltarle el respeto a nadie. Debo ser un santo y permanecer exento de mancha para recibir el cuerpo de Cristo en toda su magnitud.
Reviso la hora y me siento en la cama. Estoy a la espera de que aparezca Nacho, mi compañero de la primaria. Acordamos ir a montar en bici y traigo puestos un short y una playera con un águila al centro que palpo con la yema de los dedos. El estampado es poroso como cáscara de mamey.
Pienso de nuevo en la primera comunión y en cómo vestiré para la ceremonia. Me levanto. Abro el ropero y extiendo sobre la cama el pantalón de mezclilla con cierres en los bolsillos que compramos en el supermercado a pesar de las quejas de Olga. Acaricio la pretina con la uña del índice. Aprecio el color ultramarino de la tela, sin deslaves ni remiendos, y en el cuerpo siento cosquilleos: es la primera prenda que estreno en años.
Mi madre eligió la camisa. Pero no lo hizo en la misma tienda. La semana anterior recorrió aquella colonia rica cercana a la nuestra, donde las familias abren los garajes para rematar los juguetes, ropa y zapatos que ya no usan. Regularmente, artículos pasados de época, con botonaduras enormes, de color dorado, y muñecos que echan de menos la pata izquierda o que el tiempo les ha arrancado el semblante. Ahí compró esta camisa negra con triángulos color vitral: amarillos, verdes y púrpuras que, si se miran de lejos, semejan una playa con palmeras a la medianoche. Es espantosa. El resto de mis camisas tiene remiendos o mi madre sustituyó alguno de los botones extraviados por otro de distinta forma y tono, por lo que parecen hechas de retazos, y resultan peores.
Cuando me imagino vestido el sábado con el pantalón y la camisa, importándome poco que esté fea, llega a mí una gran satisfacción. Estudié durante semanas el catecismo. Aprendí el Yo pecador, leí la Parábola del hijo pródigo. Pasé el cepillo al final de la liturgia. Me confesé. Estoy preparado para tener un sábado lindo. Habrá gente rodeándome. Mi madre me abrazará y oleré su perfume combinado con el aroma a leche que irradia su pecho desde que recuerdo. Quizá mi papá se aparezca y nos lleve a comer o a pasear en su coche. Se tomará una cuba con mi padrino. Hablará sobre lo que leyó de las Chivas en el Esto. Mi padrino sugerirá que escuchemos en el tocadiscos a Los Bícles, la canción “¡Ayuda!”. El espacio donde nos reunamos olerá a lociones y a la delicada mezcla de ron con Coca-Cola y limón. En tanto, miraré a la luz de la ventana la esclava de oro con mi nombre. La misma que mi padrino me regalará ese sábado, y que tiempo después me arrancarán en las maquinitas sin que me dé cuenta.
Olga entra al cuarto para decirme que Nacho está afuera del portón. Su madre le prohíbe buscarme hasta la puerta de mi casa al fondo de la vecindad. Le dice que aquí dentro abundan los mariguanos y rateros, que no puede exponerse.
Me enfundo los calcetines y los tenis; salgo al patio, a la luz lechosa que repentinamente me enceguece. Camino con la bici a un costado. La rueda trasera chirría, pero después de varios giros se olvida de hacerlo. Los plásticos de los manubrios tienen consistencia rugosa. El dibujo antiderrapante me pica las manos de igual manera que las cerdas de un cepillo al sobarlo con la palma. En el cielo, los rayos solares son inmensos, como si el planeta hubiera intercambiado órbita con Venus y girara en torno al sol más de cerca.
Nacho viene con mi vecino Gerardo, que se preparó también para hacer la primera comunión, aunque él festejará semanas después. Gerardo, sus hermanos y una prima, continúan ahorrando para el mole que servirán luego de la ceremonia. Su madre, fámula como casi todas las mujeres de nuestra calle, aún debe dinero del bautizo de los hermanos pequeños de Gerardo, ocurrido meses atrás, y todos cooperan para salir de la deuda —ya sea haciendo mandados o tirando la basura de los negocios que les dan propinas— y preparar de esta manera los próximos festejos.
Él y Nacho hablan de ovnis. Hacen visera con la mano y otean el cielo en busca de algún platillo volador. Uno señala las nubes a la derecha, el otro le advierte que mire al costado de los rayos solares. Cuando llego a su lado, levanto la vista al firmamento pero no encuentro nada, excepto un tallón de luz en la pupila. Gerardo tiene bajo el brazo un Semanario de lo Insólito. Lo extiende y pasa varias páginas hasta encontrar la fotografía de un platillo volador, una campana plateada, lisa, suspendida en la nada. En el fondo se ven las montañas. El objeto puede ser cualquier cosa, la calidad de la imagen engaña a cualquiera. Pero a los tres, mirando el cielo, de repente nos entusiasma la idea de que exista vida lejos de la atmósfera terrestre. Gerardo y yo lo platicamos con frecuencia: deseamos convertirnos en investigadores del fenómeno ovni. Planeamos comprar una cámara de video en las chácharas del mercado de los domingos para testificar con ella cuanto movimiento se dé por encima de nuestras casas. Es un proyecto a largo plazo. Ninguno de los dos tenemos en los bolsillos más que pelusa.
Al fin desatendemos el cielo y Gerardo nos pregunta que a dónde vamos. Le respondo. Dice que no debo hacerlo. La diversión está prohibida antes de la primera comunión, y sobre todo si ya me confesé. Nacho se nos queda viendo. Es güero, de cabello rubio. Sus ojos son grises y la boca es tan roja que parece untada de sangre. Comienza a carcajearse forzadamente.
—Vaya que si son imbéciles los dos. ¡Ja, ja! No me digan que creen en esas estupideces. ¡Ja, ja! Niños de vecindad.
Gerardo y yo nos quedamos mirando uno al otro. Él comienza a reírse también.
—A fin de cuentas, gordo —me dice—, haz lo que quieras. Pero creo que deberías guardarte antes de tomar la hostia.
—Oigan, hablando de milagros —dice Nacho—, miren allá, acabo de descubrir un ángel.
Apunta con el dedo a mis espaldas.
Rápido vuelvo la vista. Tan pronto lo hago, un dolor terrible me sube por el abdomen. La punzada caliente salta después a las entrañas, las amasa, y me dobla. Nacho me ha dado un manotazo en los testículos y ahora siento como si me hubieran insertado en medio del cuerpo un balón de agua hirviente. En contrapunto, tengo fría la cara. El aire desaparece de mis pulmones.
Lo primero que pienso es reponerme y surtirlo a puñetazos. Pero el párroco, la hostia, la promesa de no pecar, el día en que mi padre estaría conmigo durante la ceremonia y platicaría con mi padrino; mi madre emperifollada con su vestido color canario, las medias, los tacones, el olor a leche de su cuello... Puedo soportar el dolor, puedo… Debo mantenerme ecuánime. Perdonar.
Me sobo con ambas manos el abdomen. Hago sentadillas.
—A ver, pinche Raymundo, a que no sabes quién viene ahí. —Nacho entresaca el cuerpo de la entrada y se asoma a la calle. Gerardo lo franquea—. No manches, ¡es tu papá!
Cuando me asomo, Nacho vuelve a golpearme bajo. Esta vez es un rodillazo que considera terriblemente divertido. Caigo desguanzado, bocarriba. Cierro los ojos y dentro de los párpados veo una tela tupida. Voy separándome de ésta para encontrarme con que es el mantel color olivo que el párroco extiende sobre el altar. Esta vez el dolor me traspasa la pelvis, rasga con violencia el recto y tengo la sensación de haberme hecho del baño.
Oigo pasos estrujando la tierra del piso a la altura de mis oídos. Abro los ojos. Inclinado hacia mí, tapando los rayos solares, Nacho pela los dientes, torcidos como los de un serrucho. Se acomoda el cabello recortado al estilo príncipe, y me dice:
—Ni tu papá ni Dios existen; los ovnis, sí.
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