sábado, 12 de diciembre de 2020

Vaharada



| Luis Spota | 


I

Brutales marineros cantaban canciones brutales. Ritmo de bárbaras caderas llevaba a la sangre de los hombres el íntimo calor de las mulatas. Abotagado y dormilón, Pirulí le daba vueltas al puro sobre el labio. La marimba de Esmeralda pendía del techo y cuatro negros de negras manos la hacían vibrar como río y selva, como montaña y mar. Aguardientes de lumbre echaban a los rudos estómagos, como a hornos de barcos nocturnamente inmóviles, paletadas de sopor. Y a los cerebros, el machismo de los oprimidos que aman, por estética, la sangre y la muerte. Así sea su propia muerte.

Como el mismo Uriel García. Porque Uriel García mató por la emoción de sentirse homicida, como matan los verdaderos hombres. Y este hecho lo hermoseaba en su dureza lineal, que de geométricamente pura se convertía en ondulante, animada, cálida; igual que la sangre que no encuentra donde ocultar, en su carrera, el rojo escándalo de su presencia.

Por eso le gustaban aquellos marineros de torva sed que se untaban a las hembras de cuerpo y senos de cacao de la casa de Pirulí, al lado del río. Por eso, porque al verlos se veía a sí mismo, multiplicado y diferente; plural en fuerza y empuje, en la noche de sopores vegetales y antiguos deseos reprimidos.


II

Llevaba todavía, pegado a la piel, el cuchillo. Fresco de sangre y lleno de vital calor. Porque los cuchillos que no han herido, que no han matado, son infelices en su ociosidad y mueren de frío, o se enmohecen como solteronas.

El acero era ya útil. Conoció el dulce silencio de la sangre en la reyerta, y esto lo ennoblecía. No esperaba Uriel García que lo comprendieran. En cosas tan personales como el placer, la opinión ajena le era indiferente. Y como amaba el placer no compartiría con nadie la íntima satisfacción de aquel minuto anterior, para no revelar algo que le era propio y que había hecho sólo para sí.

No tenía miedo. No lo tuvo nunca. Menos ahora, aunque hubiese matado a un hombre. Si lo hizo fue exclusivamente para analizar, en el instante de la ira desbordada, un concepto muy suyo de la estética, de la muerte como placer sin límites ni pánicos.

Y si Uriel García pudiera sentir en vida su lenta, sangrante muerte, llegaría, estaba seguro, al placer infinito. Pero no podía morir en vida; más bien, no sentiría su muerte en la propia muerte.

Estuvo pensando mucho en ello, y también en lo violentamente que amaba esa noche a los hombres brutales que se embriagaban, menos conscientes que él, en los gemelos placeres del alcohol y de la sangre que no se derrama, pero que quisiera hacerlo, en otra caliente y salada sangre. Homicida era ya Uriel García.

Homicida por cuanto había de bello en desafiar al creador de los hombres, al creador de las vidas como la que Uriel entre dos sombras del puerto, había cortado. Y un simple cuchillo, helada llama de una hoguera blanca y muerta, fue suficiente para darle personalidad divina, al suprimir silenciosa y machamente a otra entidad humana.


III

Uriel García hubiera querido ser marino. Su padre quizá lo fue. Lo sospechaba, pero ni aun su propia madre estaba segura. Dentro de él había un latir que le era ajeno, que no era igual al de los demás hombres. Un latir como de mar, como de río, como el de los grandes motores de los barcos.

Había visto uno íntimamente, con sus cubiertas, sus sollados, sus cuartos de máquinas, sus pañoles. Y había reconocido, en el del barco, el olor de su cuerpo.

Petróleo, aceite, sal y sueños sexuales. Estaba seguro de que él mismo debía ser así por dentro, y que sus máquinas iban inutilizándose, empolvadas, sin fuego.

Y eran sus pies pegados a la tierra, fondos sucios; un lastre, una resta a sus impulsos.

Sabía también que su vida era inútil y que cada día y cada noche confirmaban su fracaso. Aunque el río lo atraía con su encanto pernicioso, con su olor a algo que lentamente se descompone, a algo que llevaba a todo su sistema la sacudida violenta de los deseos más abominables, Uriel García continuaba, como una planta más, pegado al campo, a la tierra de los cacaotales.

Amaba al río y al misterio de su doble marea, por la que corrían con rumbo al mar o a los aserraderos de corriente abajo, los grandes troncos de madera de balsa, las finas caobas, los cedros rojos y panzudos. Y amaba los barcos que lo remontaban, salados de océano y de horizontes azules. Y amaba los pájaros siniestros de la tempestad, que se mecen inmóviles y negros sobre las cubiertas, batiendo los duros vientos con la cuchilla de sus alas en zigzag.

Pero más que todo, amaba a los hombres de los barcos, a los marineros lánguidos y elásticos que saben golpear a las mujeres.

Uriel García, sin embargo, estaba en tierra, siempre en los campos o en el puerto, como esa noche, en el bochorno dulzón de las yerbas que se pudren en las riberas y del cacao que se seca en las calles.



IV

Senos de piloncillo tenía la hembra, y Uriel García un infinito deseo de ignorarla.

Lentamente bebían el veneno de los vasos, mientras las manos negras de los músicos enmarañaban bejucos sonoros. Pirulí enamoraba sin recato a dos ruidosos marineros.

Los hombres mordían a las mulatas, con los dientes afilados de deseo, en la propicia penumbra de humo y calor.

Uriel García pensaba en el oscuro rincón de la sangre y en el hombre sin ella, vacío y estéril. Entre el ruido de una música que jamás le había parecido más absurda, vibraban las voces rijosas de su pelea y, luego, la sola voz de su triunfo, después del crimen.

La hembra olorosa a río, y tan perversa como éste, lo miraba torpemente, con una mirada negra:

—¿Me pagas otra copa?

—Pídela.

Era la primera palabra que pronunciaba en la noche y parecía distinta, por su tono, a las que antes habían salido de su boca. Una palabra que estuvo dentro de él, en su cerebro y en su garganta, cuando el cuchillo abrió las siete puertas de la sangre, y que de ésta conservaba la exacta precisión.

—Pídela.

Y se escuchó de nuevo, ya completamente hombre, seguro de su brazo y de su esfuerzo.

—No has hablado antes de ahora.

—No había motivo.

—Sin embargo, hablas.

—Quiero escucharme.

—Escucha la otra voz, la que llevas dentro.

—No hago otra cosa.

—Es un alivio.

—No lo necesito. He matado a un hombre.

—Me gustan los que saben matar.

—¿Entiendes el placer?

—No hay otro superior al de la sangre.

¿Era él mismo, su cerebro mágicamente sonoro, o la mujer de enfrente quien hablaba? Era ella, suavemente maligna, que pronunciaba palabras que a él le eran agradables, que lo impulsaban a seguir escuchándolas para recrearse en su monstruosidad.


V

Era ella, sí. Ella como un oscuro charco de agua, fascinante como los esteros nauseabundos. Y tenía algo de carroña y también el encanto de la corriente lentísima que en verano, por las noches, parece quemar. Lo atraía de pronto, violenta y brutalmente, hasta despertarle el bárbaro propósito de poseerla, de sangrar unas carnes que debían ser tan negras por dentro como lo eran por fuera.

—¿Cuándo lo mataste?

—Al empezar la noche. Aquí tengo el cuchillo. Lo miró la mulata y sus ojos, como por reflejo, se llenaron también de sangre.

—Bello es en tus manos.

—Más bello era aún hace una hora.

—¿Siete puertas abriste a la sangre?

—Siete anchas puertas.

—Roja está la noche.

—Y caliente, también.

—Salgamos.

Siluetas artilladas se balanceaban en medio de la corriente, y en el aire insoportable la presencia del cacao. Tres veces chilló un pájaro nocturno. Estaba la noche llena de ruidos apagados y de un sórdido deseo de crimen o de riña marinera.

Golpeaba el río, en un murmullo de comidas descompuestas, sobre el atracadero, poblado de lanchas insomnes y de hombres que iban en busca de mujeres.

Uriel García tornaba, con su sombra, al sitio del máximo placer, al encuentro nuevamente de la sangre ya perdida, ya bebida por la tierra. No tenía la angustia de su inferioridad para con los marinos, sino la certeza de que era igual a ellos en su audacia, en su espíritu, en su rebeldía homicida.

El cuchillo los había nivelado. Los conceptos estaban hermanados. Igual que los viriles impulsos. Ahora sus máquinas tenían fuego y era la sangre el mejor combustible; cada uno de sus pasos de retorno al lugar donde habría de encontrarla, significaba el jalar de cien hélices batiendo el agua sucia del río, al desandar la corriente.

La mujer lo admiraba y esto era para Uriel García uno como látigo que exprimía, a cada golpe, la intimidad de sus glándulas, haciéndolo estremecerse con sacudidas bárbaras y abominables. La vuelta al sitio donde esa tarde inaugurara la virginidad del acero, ponía en sus piernas un grato temblor de miedo y de ciego deseo de probar, otra vez, la deliciosa angustia del peligro.

Uriel García empezaba a admirarse, ebrio, terrible, cruel. Especialmente cruel.

—Soy igual que Dios. Mi poder es semejante al suyo, y puedo acabar con vidas que le pertenecen.

No quiso oírlo la mujer. Ella también gozaba con toda la perversidad de sus vicios, de sus odios, de sus miedos. Y adoraba animalmente al macho poderoso que con un cuchillo era igual a Dios. Lo adoraba porque era fuerte y bello la noche de su crimen.


VI

El cuerpo estaba allí, secas las siete puertas de la sangre. Secas y negras. Lo miraron en silencio, bestiales y concretos como la noche. Fue entonces mayor el placer al contemplar lo consumado, irremediable y exangüe. No era, después de todo, más que un despojo inútil; para Uriel García, la mejor de sus obras, la sublimación de su hombría. Porque se necesita ser muy hombre para matar, y regresar después al sitio donde yace el cadáver que pudo haber sido el de uno.

Secamente admirada estaba la mujer.

—Un bello crimen.

—Lleno de luz y de sangre.

Uriel García se había deslumbrado ante sí mismo. Le hubiese gustado, y esto no lo dijo, ser el muerto y a la vez el asesino. Espectacular muerte, sin duda alguna.

Se fueron otra vez, ahora hacia el río, al silencio bochornoso de la noche. Se fueron pisando la sangre de su propio destino.

1945

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Reconocido por novelas como La Plaza o Casi el paraíso, o por su trabajo como argumentista cinematográfico al lado del director Roberto Gavaldón, Luis Spota (1925-1985) fue un autor mexicano muy popular en su época, cuyo trabajo se centra en la mecánica del crimen y el influjo de las pasiones sobre la razón. "Vaharada" pertenece a De la noche al día, volumen que reúne los catorce relatos de Spota escritos entre 1943 y 1945, prácticamente desconocidos.