Después de saborearlo en la imaginación por semanas, compraría por fin un rico sándwich helado en abarrotes La Cumbre. Roberto o Beto, como mamá le decía de cariño, anduvo los trescientos sesenta y cuatro pasos —los contó— entre su casa y la tienda, y en el camino miró los árboles, enloquecidos por el viento que soplaba en la calle, y los coches coloridos bufando sobre la avenida, algunos cansados, porque los faros y la defensa parecían ojos y boca sin ánimo. Empuñaba las tres monedas cobrizas, relucientes, que Aurora, su mamá, le había dado.
—Me duelen los pies, Beto. ¿Los sobas cuando regreses?
—Sí.
Y le preguntó a mamá si quería que trajera leche y pan.
—No, cómprate el helado nada más, hijo —y lo besó en el cachete.
Beto se puso entonces los tenis con agujero en las puntas, se acomodó bien arriba el pantalón escolar y salió corriendo hacia la tienda.
*
Abarrotes La Cumbre era propiedad de don Rogelio, un hombre cincuentón cuyos anteojos escurrían sobre el puente de la nariz cada que despachaba sin pausa ni flojera. Y era mucho más ágil si los compradores le extendían con la misma disciplina sus monedas y billetes.
—El que paga, manda —decía, entregando la compra.
La Cumbre había aparecido de la noche a la mañana. Al inicio, surtida con empaques de arroz, frijol y haba sobre repisas de madera demasiado grandes para la escasa mercancía; después —gracias al empeño y codicia del tendero— repleta con cajas de cereal, columnas de latas de atún y sardina, frascos de mayonesa con camisetas rojas y de mostaza con camisetas cafés, chicharrones dentro de bolsas transparentes desbordándose de los anaqueles metálicos y muros de pan de caja que llegaban hasta el techo. La Cumbre había terminado por convertirse en el centro de abasto en una docena de calles a la redonda. Incluso, don Rogelio construiría pronto, con las rocas calizas que ya estaba reuniendo, una jardinera a la entrada en donde la velita de ciprés, larga y verdosa, sembrada ahí recientemente, bendeciría el comienzo y apogeo consecuente del negocio.
También, colocados en escuadra, a manera de mostrador, había instalado ya dos refrigeradores que petrificaban los sándwiches helados a tal punto que cuando se intentaba morderlos, los dientes dolían. Los niños los guardaban en el bolsillo del pantalón escolar para que se ablandaran y gozar después, sin freno, aquella riquísima vainilla, dulce, fresca, que acariciaba la lengua como lluvia. Esos niños suertudos a Beto le caían gordos.
Para entonces, detrás de los refrigeradores, don Rogelio despachaba en abundancia queso Oaxaca, huevo, jamón o los chiles en vinagre que sacaba a puñados del vitrolero, con la mano cubierta por una bolsa de plástico, y que los albañiles compraban al por mayor.
Y el remate: al fondo del local, había dispuesto una máquina de videojuegos que lanzaba la tonadilla machacona de algún desafío interestelar, donde los estudiantes de la preparatoria jugaban de las seis de la tarde a las diez de la noche, cuando La Cumbre bajaba la cortina metálica para cerrar.
Entre empujones e incluso apuestas aniñadas —“haz diez lagartijas”, “grita en la calle que estás loco”, “cómete un chile”— algunos se alborotaban el cabello al perder la partida y escupían al piso o a la pantalla. Otros, los victoriosos, se levantaban la camiseta y enseñaban la barriga fofa, con vello incipiente alrededor del ombligo.
Cuando daban empujones a la clientela, el tendero les llamaba la atención, pero de tal forma que parecía consentimiento.
—Señorita Gabriela, discúlpelos. Mientras sigan echándole monedas, chavos, se las paso… Señora Luna, ahorita les digo que se calmen. Es que ya sabe cómo son los jóvenes…
Beto veía a estos muchachos cuando acompañaba a Aurora a comprar el litro de leche y los bolillos para la cena. Hacía meses que compraban alimentos económicos y en cantidad moderada, porque el trabajo de mamá como empleada doméstica no abundaba. Ahora, la solicitaban sólo tres veces por semana en el complejo de condominios en el norte de la colonia. En estos fregaba, con líquidos muy mentolados, pisos y baños, planchaba ropa sobre superficies incómodas, almidonaba puños de camisas y, a pesar de su horrible sazón, porque detestaba cocinar, hacía la comida para la familia en turno: milanesas, sopa enlatada, consomé. Si sobraban alimentos, Aurora los llevaba a casa para ahorrar gastos: la renta del pequeño cuarto donde vivían Beto y ella y el pago de los servicios devoraban prácticamente todo el dinero que ganaba.
Beto iba con ella a los condominios después de salir de la primaria, en la que cursaba el tercer año. Le ayudaba a enjuagar la jerga y los trapos de limpia o tendía las camas de los hijos de casa, quienes después lo invitaban a montar en sus bicicletas con campanas en el manubrio y calcomanías de tortugas ninja en el cuadro. Al término, sentados en la banqueta de la cerrada, todos comían un sándwich helado y Beto arrancaba hojas del cuaderno de matemáticas, la materia que le caía más gorda, y doblaba aviones de papel de nariz chata que, debido al fuerte impulso, primero hacían espirales en el viento para aterrizar suavemente en medio de la calle.
Alguna vez, los otros niños le preguntaron por su papá, que dónde estaba, que qué hacía. Los llenaba de curiosidad saber cómo era no tener papá.
—El mío le pegó a un gordo que chuleó a mi mamá —dijo uno.
—Después del partido de fut del domingo, el mío se agarró a pedradas en el deportivo, y le abrió la cabeza al árbitro —mencionó el otro.
Beto se rascó la frente. Hasta su nariz llegó el olor a vainilla de los sándwiches. Mordió el suyo. Masticando, miró las bicicletas tumbadas al lado, sus colores metálicos y asientos comodísimos. Aquellos niños tenían al alcance de sus dedos diversión y alimento con sólo pedirlo. Beto no. Bajó la mirada. Desconsolado, no pudo explicar cómo se sentía no tener papá; a lo mejor era así, como una bicicleta tirada en el piso, disponible para cualquiera, aunque no se desee.
Ahora que el trabajo de mamá iba a menos, no había aviones de papel con la misma frecuencia ni sándwiches helados cortesía de los otros niños. Aurora le había pedido que dejara de ir al trabajo, que después de la escuela fuera mejor a casa a terminar la tarea, a tender su propia cama, a guardar los juguetes en el bote de costumbre, regados por el piso, debajo del sillón destartalado. A cambio, cuando fuera posible, Aurora le daría dinero para comprar un sándwich helado.
Como esta tarde.
*
Don Rogelio, recargado en un refrigerador, veía cómo los tres muchachos jugando en la máquina se golpeaban con fuertes palmadas en la nuca. Uno de ellos, de cabeza cuadrada, volvió a ver a Beto, quien entró a la tienda y enfrente del refrigerador inspeccionó cada helado expuesto a la escarcha dentro. Aquel muchacho codeó a otro de cabello muy largo, a los hombros, y con un grano rojo en la punta de la nariz. Ambos observaron a Beto recorrer la puerta de cristal y sacar el sándwich helado.
—¿Qué pasó, Beto? ¿No vino Aurorita? —preguntó el tendero.
—No, no pudo.
Aunque sabía de memoria el precio, Beto revisó la lista en el cartelón de la pared. Localizó el costo. Jugó las monedas en la palma de la mano, sumó rápido el valor, pero se equivocó. ¿Recibiría cambio? Puso el dinero sobre el refrigerador. Los dos muchachos se le acercaron por la espalda. El cabeza cuadrada le bajó el pantalón. Beto reaccionó subiéndoselo de un brinco. Lo miró, espantado.
—¿Qué pasó, marranito? Invite una ficha. Le dejamos una vida —dijo inclinándose; la boca le apestaba a cigarro.
—No tengo, no traigo.
—Cómo no, gordito, cómo que no trae, si va a comprarse un helado.
Le apretó el cachete hasta hacerle gritar.
Asustado, con el corazón palpitándole muy fuerte, volvió a ver a don Rogelio, quien se cruzó de brazos. Beto quiso tomar el sándwich y salir de la tienda, pero el tendero lo detuvo.
—¡A dónde vas, Roberto! Hay que pagarlo.
Las monedas ya no estaban sobre el refrigerador. El granoso silbó sorprendido y le dijo que estaba muy chiquito para ser ratero.
—Hay que traer dinero, mire —el cabeza cuadrada le mostró en la palma de la mano las tres monedas, las mismas que Beto había puesto sobre el refrigerador poco antes.
—Dámelas, dámelas por favor.
El muchacho lo empujó una vez que quiso abalanzarse contra él.
—Canijo tapón de alberca, no trae dinero y quiere robarme.
Guiñó el ojo al del grano y ambos comenzaron a reírse.
—Pero ese dinero es mío, ¿verdad, don Rogelio?
El tendero se le quedó viendo al tercer muchacho que al fondo pateaba irritado la máquina. Negó con la cabeza. Se acomodó los anteojos.
—Si no pagas, no te lo llevas.
Beto sintió que la cabeza le punzaba. Apretó los dientes y empujó al cabeza cuadrada, que dio apenas un paso hacia atrás.
—Cálmese, marranito, le van a romper la madre un día.
El granoso le soltó un coscorrón, que cimbró la vista de Beto. Orgulloso, volvió a la máquina a jugar con el tercer muchacho, olvidándose del asunto. El tendero guardó el helado en el refrigerador y se limpió las manos con un trapo.
—Es más, ni su lana traigo. O qué, ¿quiere que le enseñe que no traigo nada? Mire, marrano, venga —dijo el cabeza cuadrada; retiró una cortina y entró al baño de La Cumbre.
Beto lo siguió, sobándose la nuca. El cabeza cuadrada se quitó la camiseta. La panza se desparramó blanda y quedaron a la vista las cicatrices rancias de acné en sus pechos casi femeninos.
—Dame mi dinero, dame mi dinero.
—Aquí está su lana, marrano.
Se desabotonó el pantalón, se bajó la trusa raída y balanceó en la cara de Beto el pene flácido, largo, tupido de vello grasiento.
—Ahora béseme, no sea puto.
Beto salió tropezando del baño.
—Toma, te pago dos fichas, Roger —dijo el cabeza cuadrada, subiéndose el cierre del pantalón y alargando el importe.
—El que paga, manda, Tepoz —respondió el tendero.
Beto salió. En la banqueta vio tres piedras al lado de la jardinera en construcción. Un escalofrío le recorrió desde la nuca hasta la punta de los pies. Tomó las piedras y una a una las arrojó lo más fuerte que pudo. La primera hizo una pronunciada parábola hasta estamparse en la máquina. La otra reventó en la cara de don Rogelio, que bramó por encima de la musiquilla del juego. La tercera piedra se le cayó de las manos. Los estudiantes salieron corriendo hacia Beto. La primera patada le aplastó la nariz. La siguiente fue a pararle a los ojos.
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Una versión de este cuento se publicó en Luvina, revista de la Universidad de Guadalajara, no. 67, verano de 2012.