jueves, 1 de junio de 2023

La última de Lucas


Lucas mantuvo a raya su herencia familiar hasta límites imposibles, mi niño. ¿Por qué se emperró en pararle el tren a su legado? ¿Por qué intentó, enloquecido, pintarle cremas a lo impostergable? No lo sé. Pero antes de ir al acuatizaje, te voy a contar el principio del principio unos años atrás. Porque esto comenzó ese domingo cuando pasé a su casa para ir juntos al básquet, como todos los días vacacionales de aquella época noventera.

Al recibirme, tenía la cara más blanca que de costumbre y balbuceando me dijo: Vente, Roy, vamos a ver qué onda con Toribio porque no abre la puerta del cuarto y es hora de que tome su medicina.

Subimos corriendo las escaleras y todavía recuerdo nuestro sollozo intervenido por jalones de aire al detenernos frente a la puerta de su abuelo. En ese entonces Lucas no era Lucas; se llamaba Ricardo. No usaba aún la gorra con el Carnage bordado al frente ni tenía los pelos aplastados de gel. Era un chavo tranquilo, modoso, que a regañadientes jugaba con nosotros si lo jalábamos a completar la quinta, porque le temía a los manotazos debajo de la tabla que enrudecían nuestros duelos. Prefería sentarse en una banca y reírse a quijada batiente cuando entre todos nos cargábamos carrilla. ¿Por qué nos hicimos amigos si Lucas no jugaba a la pelota? Las tarjetas coleccionables de la NBA, los superhéroes de Marvel, las porno de Hustler, las pinturas fantásticas de Boris Vallejo y los asquerosos Trash Can Trolls nos hermanaron cómplices de una misma afición, aunque yo nunca fui tan clavado como él.

Mientras caían los encestes o llovían los manotazos cerdos dentro de la cancha, Ricardo-Lucas con delicadeza de monóculo, pipa y guante hojeaba su colección de tarjetas en la carpeta de tapas de vinilo, sentado en alguna de las bancas que rodeaban el terreno de juego. Guardaba la mayoría en cubiertas plásticas dobles, para que no se gastaran ni con la mirada, me decía sonriendo con los incisivos muy blancos y alineados cuando le criticaba tanto blindaje una vez que nos sentábamos a intercambiar las repetidas.

Además de las tarjetas, había algo que lo hacía diferente a todos nosotros y quizá por eso Ricardo era bienvenido aunque no supiera botar la pelota y jugar las tercias lo acobardara: su cabello chingón, a veces con mechones asimétricos; otras alocado y plumífero, nada qué ver con nuestro aburrido casquete corto o tusado de hospicio. Cada tres semanas, de ley, aparecía en el deportivo luciendo un corte nuevo que nosotros veíamos sorprendidos. Era la ventaja de ser nieto del peluquero más picudo del rumbo, dueño de un salón-barbería bien equipado. Todo esto, mi niño, pasó hace un rato.

En aquellos días habíamos cumplido los diecisiete, dieciocho. El deportivo Plateros no tenía la alberca chingona que tiene hoy, ni empastadas las canchas pamboleras. Era un deportivo ruinoso, cuyo pavimento descascaramos a fuerza de tallarlo con las suelas mientras corríamos rumbo al tablero para encestar la pelota en el aro. Todavía me acuerdo de aquellas tardes con el airecito pegando a toda velocidad en mi cara durante los partidos. Momentos chingones, mi niño, chingones. Cómo quisiera verme otra vez haciendo aquellos saltos, aquellos tiros, aquellas “coladas”…

¿En qué iba?

La puerta. Quisimos tirar la puerta a patadas, a la manera de las películas, pero no la movimos ni de chiste porque éramos unos espaguetis, flacos, flacos. Temiendo lo peor, Ricardo-Lucas se acordó del duplicado de la llave en la maceta de manzanilla de la cocina, donde su mamá había enterrado fierros de todo tipo. La jefa había muerto cinco años antes y Toribio y él vivían solos desde entonces.

Abrimos la puerta y un tufo a sudor agrio se nos metió en la nariz al primer paso que dimos adentro del cuarto. Las ventanas y cortinas estaban cerradas, pero había luz suficiente para ver en dónde pisábamos. El tanquecito de oxígeno del abuelo había rodado por el piso; la manguera transparente hinchada de aire serpenteaba sobre el linóleo. Toribio tenía los ojos cerrados y la piel gris. Engarrotado, parecía una momia. N’hombre, se me subieron los testículos a la garganta; abracé a Lucas porque me aterró ver al abuelo muerto. Estaba muerto, bastaba con verlo para darse cuenta de eso.


Mi cuate, bien machote, se acercó y le sobó los dedos gotosos. La cara de Lucas era la de un niño desconsolado. Él no es muy agraciado que digamos: tiene la nariz gruesa y los ojos más separados de lo normal, pero lo compensa con engreimiento. En ese entonces le sobraba. Pasó la mano por la calva del abuelo como si lo peinara, como si el viejecito fuera un bebé ansioso de chiqueo. Se encerró para que no lo viera morirse, me dijo con la voz hecha una cuerda de violín. Después, acercó los labios y le dio un beso en la calva. Huele a su loción, mano, huele a su loción, repitió. Sonriendo, Ricardo cerró el tanque de oxígeno y cubrió a Toribio con una sábana y le hizo tamalito el contorno del cuerpo.

El abuelo se había perfumado para morir. Andaba en las últimas del enfisema o una válvula fallida del corazón. Ricardo jamás me lo aclaró chido. Lo que sí sabía es que eran muy unidos. Toribio era la única familia que le quedaba, porque el papá se había dado a la fuga cuando Ricardo tenía ocho años. La mamá, decepcionada e inestable de los nervios, había empezado a tomar como loca meses después y de buenas a primeras un cáncer de páncreas la fulminó. Lo último que mi amigo recordaba de ella era un mechón de pelo sobre las sábanas revueltas, finos los cabellos de telaraña.

Por cierto, mi niño, el oficio familiar era la peluquería, el rasurado con navaja, el estilismo de unos años a la fecha. Pero Toribio, aunque se enorgullecía de su chamba, quería que Ricardo brincara ese peliagudo destino y fuera profesionista: abogado, arquitecto o doctor, preferentemente. Le pagaba la preparatoria en una escuela privada chida, y los veranos lo inscribía que a clases de idiomas, que a clases artísticas. En ese tiempo, Ricardo tomaba un curso de apreciación pictórica para jóvenes en Bellas Artes. A pesar de esto, catalogaba las pinturas de Boris Vallejo como obras renacentistas, aunque todos sabemos que son arte pop.

El abuelo le daba todo aquello que pudiera servirle para la vida, para que no se ensuciara las manos con pelos. O si lo hacía, sería al cobrar la renta de piso a los barberos y estilistas del negocio que Toribio había vigilado y atendido hasta poco antes de cursar la etapa final de su padecimiento.

Mi cuate repasó la palma de la mano sobre la calva del abuelo en tanto llegaba la funeraria que prepararía la cremación. Como si la pelona se relacionara de alguna forma con el trastorno que lo mató, la mimaba con el respeto que impone el temor a padecer una condición idéntica.

Semanas después del sepelio, escombrando el cuarto para ventilarlo, halló un álbum fotográfico choncho. Eran imágenes de cuando el abuelo comenzó su oficio y tenía nuestra edad. En casi todas, su mata resplandecía lustrosa en las impresiones sepia; en las restantes, Toribio se había calado un sombrero con el ala inclinada sobre la ceja, tipo Arturo de Córdova, debajo del cual asomaban racimos de su cabellera hermosa. En esos años, creo yo, no se estilaba usar la mata de esa forma. Pero Toribio había ido en contra de su época. Tenía el cabello largo y si uno miraba con detenimiento el papel fotográfico, podía percibir el volumen de aquella melena de príncipe, que emergía de las tomas como las crines de los caballos de cartón que brotan de los libros desplegables para niños. El contraste poca madre de los claroscuros daba esa sensación.

Qué chidas fotos, hermanito, le dije un día, tu abuelo era un chingón. Mira esa mata; míralo tan galán. Obviamente, terminó peloncito como tú terminarás, pero en sus buenos tiempos ligaba harta muchacha, se me hace.

Ricardo halló junto al álbum un montón de navajas de afeitar sin pizca de óxido ni huellas digitales opacando el metal. Muchas con el mango nácar, perlado o bañado en oro, con el “Toribio” grabado en cuidada letra manuscrita sobre las hojas filosas. Roy, al darme cuenta de que jamás fueron deslizadas sobre ninguna barba ni cuero cabelludo, sentí una tristeza de ésas que te estrujan los intestinos y el corazón se te hace pasita, me dijo. Toribio había retrasado su estreno para una gala a la cual ya nunca llegaría. La ocasión para gozar de aquellos bártulos finísimos había quedado sepultada bajo calendarios de desidia y un chorrito de mezquindad. Ricardo vendió algunas y las restantes las obsequió a los barberos ancianos, amigos del abuelo, que todavía chambeaban en el local, cuyo nombre no he dicho, mi niño: se llamaba Selbor, el anagrama del apellido familiar.

Pasó aquel verano y Ricardo cambió muchísimo. Mutó en Lucas. Le pusimos así, no porque nos recordara a las golosinas enchiladas; no porque se pareciera al Pato Lucas; no porque nos remitiera a un viejo grupo de rock. Fue por Pelucas. Pelucas por aquí. Pelucas por allá. Es que a Ricardo se le ocurrió a partir de entonces untarse gel en el cabello y encima calzarse la gorra de Carnage. Usaba ese mazacote día y noche. Es más, a pesar de que tenía al alcance de la mano una peluquería para su servicio, o quizá por esto mismo, única y exclusivamente se recortaba las puntas del cabello que sobresalían de la gorra cuando llegaban a los hombros. Más o menos como aquel Toribio de las fotografías, pero en culero. Esto daba a los pelos un aspecto sintético, de peluca. El apodo estaba bien manchado, lo sé. Tan manchado que un día que llegó al deportivo empezó a soltarle de chingadazos a quien se lo dijera. Yo evitaba hacerlo en su presencia. Para componerlo, deslicé entre los amigos la posibilidad de llamarle Lucas. Y funcionó. Desde aquel día, el Ricardo que conocimos quedó sepultado bajo plastas de gel.

Además de esto, se aferró todavía más a sus tarjetas. Le entró la onda de plastificarlas. No sólo se trataba de cuidar los hologramas y ediciones únicas, agarró parejo y cada vez que nos encontrábamos, tenía ya otra docena plastificada, incluso algunas achicharradas, deformes, debido a la mica derretida, mica de papelería, que le había repasado a los cartones. Ay, mi niño, yo veía con tristeza a las chichoncitas de Hustler desfiguradas por esa improvisada cirugía plástica, con la piel de cera y los labios colgados como lóbulos de tatuador. Oye, carnal, le dije, entiendo que quieras conservar las tarjetas, pero esto las deshumaniza, ¿no crees? Obvio, no son de carne y hueso, pero sabes a qué me refiero. Es como si no las tuvieras cerca porque no puedes tocarlas ni tantito. Las chavas y los jugadores se ven bien culeros, además. No, Roy, me contestó, así no se gastan ni con la mirada. ¡Ah qué la chinampa con eso, Lucas!

Llegó el otoño y tuvimos infinidad de bajas en el deportivo. A partir de esa fecha nuestras vidas cambiaron. Los amigos faltaron a jugar desde la primera tarde, ya fuera porque habían entrado a su primer trabajo, ya porque la universidad los absorbía a tiempo completo. Yo tuve que fletarme ambas cosas. Ahora estudiaba por las mañanas y en las tardes despachaba un negocio de venta de consumibles para cafetería. Digámoslo claro: era chalán, cargaba bultos de azúcar y café, subía garrafones de agua a cuartos pisos, por las escaleras. Además, empecé a enamorarme de todas las mujeres que pasaban frente a mí en la escuela. Incluso en los pasillos universitarios me llamaban el pie plano, porque pisaba parejo.

Debido a tanto quehacer, tomé distancia de Lucas. Nos llamábamos por teléfono o nos contábamos cualquier cosa cuando nos topábamos en la calle. Mis rumbos variaron. Mis encestes disminuyeron.


Volví a encontrarlo medio año después. Vestía unos pantalones de mezclilla nuevos; tenis caros de suspensión y diseño aerodinámicos; playera fina con estampado poca madre; todo él lucía fabuloso, excepto esa maldita gorra de Carnage y la plasta de gel arranciada debajo. Ricardo, neta, tira esa gorra apestosa y date un bañito. Cálmate, Roy, te vas a morir de envidia cuando más allá de mis treinta conserve mi cabello lacio, bonito, abundante, no como tú, que vas que corres hacia la alopecia. ¡Ah, chinga!, tu idea más despacio cuéntamela porque no te sigo, le dije, si el del abuelo pelón eres tú. Siempre he pensado que eres medio güey, Roy, ni siquiera puedes armar una oración sin tropezarte con solecismos; ¡eres un lerdo! Sale, carnal, si vas a insultarme con palabras que no conozco, mejor luego nos vemos. Y seguí mi camino.

Otro extenso intervalo de meses después (no soy tan pendejo para hablar, me cae), mi novia de entonces (el nombre sale sobrando: no quiero herir susceptibilidades) organizó una pachanga en Cuautla. Habíamos sobrevivido a la mitad de la carrera y necesitábamos desfogarnos, volver a sentirnos jóvenes, pues la chinga escolapio-laboral nos había robado unos diez años de lozanía. Nos coordinamos para el asado, el alcohol, los condones, las bocinas, los discos de José José y Molotov. Asistiríamos compañeros de las distintas carreras disponibles en la ENEP Acatlán (en Nacatlán, ahí estudié): Derecho, Letras, Diseño Gráfico, Comunicación... No pienso confesar aquí en qué me licencié porque dirás, mi niño, que los profesionistas de ese ramo somos unos tarados, por cómo nos expresamos.

Qué onda, manito, te invito a una pool-panty (ojo, no: pool-party), para revivir viejas hazañas; échame un telefonazo, le escribí en una nota que dejé pegada a la puerta de su casa, ahora cayéndose de podrida. Después del encuentro pasado, no tenía esperanzas de que me respondiera y por eso ni siquiera le llamé a su chante. Pero, para mi sorpresa, se comunicó conmigo y hasta prometió cubrir las casetas y la gasolina si le dábamos un aventón en el coche. Amigo, eres mi invitado especial; nada más lleva tu hígado dispuesto a sintetizar raudales de alcohol, y harto apetito carnívoro, porque la vamos a pasar bomba, le contesté.

Nos emborracharíamos recordando aquellas tardes en el Plateros cuando caía la noche, y algunos de nosotros permanecíamos en el piso, sentados sobre los balones de básquet, con las sudaderas de capucha protegiéndonos del aire, con un refresco de tamarindo en la diestra y las carcajadas chisporroteando desde el alma. Le presentaría a alguna compañera de la escuela sin problemas para hacer hablar a un muchacho tímido y engreído como Lucas, a quien llamaría Ricardo, porque después de los dieciocho sólo los delincuentes usan apodos; bailaríamos al lado de la alberca; Cuautla sería la refundación de nuestra amistad.

Pero se apareció con la pinche gorra, y gel de reserva para el fin de semana.

Ricardo no se había lavado el cabello en tres años, me contó bajo el sol de aquella tarde en que habíamos matado ya medio pomo de ron, sin refresco, a puro hielo. Para que la visera no le incomodara por las noches, pues dormía con el cascote puesto, encajaba un cojín a cada lado de la cabeza, y en la ducha bastaba ponerse una bolsa de plástico que impermeabilizara el mierdero capilar. Eso sí, no era un cerdo: solía darle una lavadita a la gorra cuando notaba las ondas color orina, de sudor seco, que impregnaban el tejido. En ese caso suplía la gorra de Carnage por una de Venom.

Como yo ya andaba pedo, y aunque no lo hubiera estado, me indignó su estupidez porque lo apreciaba. Nadie quiere ver a los amigos atascados en la inopia. Hice hidalgo con mi chupe. Ricardo quiso seguirme pero frenó dos tragos antes de liquidar el vaso. El colmo fue cuando me confesó de dónde había sacado la idea. Roy, por si no lo sabes, las revistas de salud recomiendan el gel para contrarrestar la fricción del cabello, dijo en tono engolado, bien pinche mamón. Esto mitiga la caída y beneficia el vigor piloso. ¡Qué putas dices!, arremetí. Eso no significa que no lo laves, y se te pudra. ¿Y la seborrea? ¿Y los granos en el cuero cabelludo? ¿Y la pestilencia cuando coges? ¿Qué piensa tu vieja? Ricardo me miró con cara de eres un pendejo. Ni novia tengo, Roy; me la chaqueteo con las Hustler, dijo indiferente. Mordí un hielo. El dolor me golpeó las muelas y estuvo a punto de paralizarme la mandíbula. Escupí al piso. Mi novia, acostada en la tumbona a unos metros de nosotros, movió la cabeza desaprobando mis encabronados aspavientos.

Para esto, ya vestíamos short playero y sandalias plásticas. Las uñas de los pies de Ricardo estaban recortadas con cuidado; tenían incluso una película de esmalte transparente. Mi amigo continuaba siendo modoso, pero al mirarle la cabeza, por encima de aquellos ojos distanciados en forma curiosa del tabique nasal, notaba una contradicción, un aspecto indefinido.

Las chicas gritaban en la alberca; algunas de ellas habían subido a los hombros de los güeyes y sin parar de reír, se tironeaban mutuamente el sostén del bikini, para enseguida sumergirse bajo el agua, donde recibían caricias múltiples. Ricardo me contó que había tenido muchos fracasos sentimentales: las mujeres le daban la espalda cuando descubrían su, digamos, hábito de usar gorra y cataplasma de gel los trescientos sesenta y cinco días del año. La peor había sido una tipa a la que le había regalado sus tarjetas, en intento de lisonjearla o mamarla. Se habían conocido en el Comicastle de Félix Cuevas, y Ricardo pensó que ella sería sensible a este tipo de regalos. Se equivocó. Salió una vez con él y ¡abur! Las tarjetas fueron a parar a manos de coleccionistas despiadados, que pagaron centavos por ellas. Sin embargo, parecía resignado e incluso conforme. Nada podría sacarlo de su museo de pelos. Ni siquiera el amor.


Luego ¿qué crees, Roy?, un estilista de Selbor se ganó el primer premio en una expo del World Trade Center; el canijo recorta el cabello en segundos y además te hace un diseño de moda, como los que yo usaba antes. ¡No mames, Lucas-Ricardo!, le dije. Deberías hacerte un corte. ¡Aprovecha! Vuelve a tu manía peluquera. Disfruta tu cabello, cabrón. No entiendo qué necedad la tuya de guardarlo para quién sabe cuándo y para quién sabe qué.

Ricardo se puso igual de cariacontecido como en casa de su abuelo, años atrás: la tristeza le separó aún más los ojos, parecían camaleónicos. Bebió su chupe a fondo con aparente dolor en la garganta. Güey, le dije, estaría chido recortarte una mohicana o teñirte un mechón de colores fosforilocos. Después raparte y dejártelo crecer. Así por siglos. Ése era Ricardo, ése era el güey que todos admirábamos en el deportivo. No entiendes ni madres, chilló, punteándome con los dedos el pecho, con violencia ascendente. Dices eso porque tú sí vas a ser pelón, mírate las entradas, Roy, y quieres verme como Toribio, el Toribio muerto. Dejó caer su vaso. Los hielos patinaron sobre los adoquines dejando un rastro húmedo.

Su desplante coincidió con el final de “Rastamandita” y el silencio repentino de la fiesta. ¡Eres una porquería, Roy!, no eres mi amigo, quieres verme como el abuelo, gritó, esculcando ahora sus bolsillos. Todos volvieron a vernos a la espera de los putazos. Oigan, ¡cálmense!; no sean mensos, nos gritó mi novia. Como él también andaba pedo, cuando quiso venir hacia mí para soltarme un navajazo en la cara (había conservado una de aquellas, por lo visto), sólo me moví un paso fuera de su alcance y cayó en la alberca.

Apenas se zambulló, hubo un hervidero de cabellos en la superficie, como si hubieran arrojado un costal de arañas patonas a las aguas, porquería enmarañada por años, durante los cuales también había aumentado la ingenuidad de mi amigo.

Los güeyes saltaron fuera de la alberca atragantados por la confusión, y las viejas, entre grititos, entre mentaditas de madre, se sujetaron como pudieron el corpiño del bikini carrera a la orilla. Ahí chorrearon asombro; nadie creía lo que había visto. Y en cada una de sus bocas torcidas o entrecejos apretados por el asco, se escribió la lección que Lucas necesitaba.

Mi amigo emergió pelón, con el coco blanco y manchado de pecas, parecido al último Toribio. Tomó la gorra de Cletus Kasady, el nombre real de Carnage, y a punto de chillar, mi niño, juntó en ella los pelos que flotaban alrededor suyo.

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*Publicado en Círculo Editorial Azteca, en diciembre de 2022.

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