—¿Es cierto que tiene a la venta un perro que habla?
—Y a precio de regalo.
—No le creo que hable.
—Acompáñame.
Recorrieron un pasillo hasta que llegaron al final de la casa. Entraron a una habitación en cuyo centro se hallaba un perro de raza universal, un canelo vagabundo, tirado de panza sobre un tapete.
—A ver, Solovino, este muchacho quiere comprarte. Entonces, ponte a hablar —dijo el dueño.
—Habla, Solovino, habla —rezongó de repente el can. Su voz rasposa se parecía a la de un fumador empedernido—. Siempre quieres que hable. ¿Crees que vivo para eso? —le respondió.
—¿Lo oyes?
—Dios santo, apenas puedo creerlo —exclamó el muchacho.
—Los dejo un rato a solas para que se conozcan.
Después de un momento de silencio:
—¿Por qué quieres comprarme? —preguntó el perro.
—Como guardia de seguridad, Solovino, quiero que des el pitazo cuando descubras a algún ladrón en mi casa.
—Antes hacía ese trabajo en una joyería. Mi antiguo dueño se ahorró una fortuna en alarmas gracias a mí.
El muchacho salió a toda prisa en busca del dueño.
—Se lo compro. Sólo tengo una duda: ¿por qué lo vende tan barato si es tan útil? Fue guardia de seguridad en una joyería, según me dijo.
—¿Eso te platicó?
—Sí.
—Lo vendo porque es un maldito mentiroso en quien no puedo confiar. —El hombre bajó la vista, entristecido—. Cuando lo compré, me aseguró que era perro cazador, pero le dan miedo las escopetas.
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Cuento inédito.