viernes, 10 de octubre de 2025

Vía Láctea



Cuando Román señalaba una errata con la punta del bolígrafo sobre la hoja, tocaron el timbre de su casa.

—Hola. ¿Me da agua? Al abrir la puerta, un niño lo saludó. Vestía una cachucha y una playera con un águila impresa en el pecho.

—Hola, ¿quién eres? —No había nadie más en la calle—. ¿Y tus papás?

—Sepa.

La respuesta le punzó la memoria. Siendo niño, Román también había intentado huir de casa, pero su madre lo había traído de vuelta con jalones de patilla y coscorrones. Ese era el único recuerdo que guardaba de ella.

—¿Dónde vives, niño? —Se sobó la cabeza con la mano, como si todavía sintiera los golpes.

Sin decir nada, el niño se torció la visera de la cachucha y se metió a la casa. Fue al escritorio en medio de la estancia. Miró a Román desde allá. Sus ojos agradables, con la esperanza de los años infantiles en las pupilas, sin las frustraciones adultas, le abrazaron el ánimo al veterano corrector. 

—Niño, ¿dónde están tus papás?

Se sonrieron.

El pequeño paseó la vista a su alrededor y aprovechó la confianza para tomar el bolígrafo que Román había dejado sobre el escritorio; a continuación, se pintó una línea en el brazo desde la muñeca hasta el codo.

—Dame eso, por favor.

Al quitárselo, trompicó y tuvo que apoyarse en el borde de la ventana para no caer. Afuera de la casa, el ciprés permanecía firme bajo la luz de la mañana.

—¿Dónde vives? ¿Quién es tu mamá?

El niño no dijo nada, sólo puso las manos en las pruebas de impresión del libro de matemáticas que Román había trabajado durante una semana. Había sido lector de pruebas desde joven. Hoy tenía 76; llevaba años tachando palabras, corrigiendo yerros, enderezando frases mediante signos de puntuación, y en ocasiones se sentía como el ciprés afuera de la casa: rígido.

El pequeño lo fintó con agarrar las hojas.

—Ni se te ocurra.

A pesar de la advertencia, el niño las atrajo hacia sí arrugándolas, retorciéndolas. El prestigio de Román como revisor y la falta de dinero por el trabajo incumplido también se destrozaron entre las manos del intruso, que además tiró el diccionario al piso.

—¡No hagas eso!

Quiso detenerlo, pero el pequeño lo evadió como si fuera aire; Román pisó el diccionario y con la cadera golpeó el escritorio, que se volcó a pesar del tiempo que llevaba fijo frente a la ventana. El estruendo le reventó la paciencia.

—¡Quiero que te vayas!

—Agua.

Con los dientes apretados, le sirvió un vaso de agua simple y se lo dio.

—De sabor, por favor.

—Escúchame, estoy ocupado, es la que tengo.

Pero el niño era velocísimo, ahora se encontraba en la cocina: subido en un banco, quería alcanzar el azúcar de la alacena. Luego de trastabillar, se fue de espaldas.

—¡Santo Dios!

Román corrió con los brazos extendidos. El frasco del azúcar estalló en el suelo, pero el niño cayó en sus brazos.

—¿Dónde vives?, ¿dónde están tus papás? —le preguntó mientras lo ponía en pie.

—Sepa. —Alzó los hombros. El pelo revuelto le había caído sobre las orejas y un mechón le cubría el ojo izquierdo. Se acomodó la cachucha.

—Vete, por favor —le franqueó la salida con el brazo extendido—, no me importa de dónde hayas venido. No puedes estar en mi casa.

En lugar de obedecerlo, con la cabeza agachada, el pequeño rebuscó en los bolsillos de su pantalón. Le mostró una canica negra, salpicada de colores. Parecía una Vía Láctea con planetas pequeñitos.

Román meneó la cabeza, confundido.

—¿Dónde la encontraste? —El niño le señaló el cajón abierto del escritorio en el suelo—. Hace siglos que no la veía.

La jugó entre los dedos y se acercó a la luz de la ventana. El ciprés parecía menos rígido, animado por una corriente de aire que refrescaba la mañana. Sí, era la misma canica de hacía cincuenta años o tal vez más. Con ella Román les había ganado a los chamacos de su cuadra en un chiras pelas memorable, la victoria más grande de su niñez.

Cerró los ojos y sintió la bolita de vidrio entre los dedos. La alegría resplandeció en su memoria: la Vía Láctea caliente en su mano por la luz del sol, la canica dentro del cañón del pulgar, el aire limpio entrando y saliendo de su pecho en el último disparo al hoyito en la tierra. La victoria. Las sonrisas de los amigos. Los espaldarazos reconfortantes.

—Romi, eres el campeón.

—Romi, nadie es mejor que tú.

—Buenos días…

Abrió los ojos. El niño corrió a abrazar a la mujer en la entrada, que también vestía cachucha y una playera con la misma águila.

—Gracias a Dios que estás aquí. —Le acarició la cabeza al niño, luego de darle una botella de agua—. Nuestra camioneta se descompuso a cuadras de aquí, y este travieso aprovechó para explorar por su cuenta mientras la arreglamos, ¿verdad? Disculpe si lo molestó.

—No lo hizo.

—Qué bueno.

El niño se despidió y, después, desaparecieron al final de la calle tomados de la mano.

Román se quedó pensativo en el umbral. Antes de encerrarse de nuevo, vio la tierra despejada bajo el amparo del ciprés. Tras ir ahí, se acuclilló sonriendo. Enseguida, encajó la canica en el cañón del pulgar flexionado: «A la una, a las dos y a las…», dijo en voz alta. La Vía Láctea rodó de nuevo sobre la Tierra.

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Publicado en Luvina. Revista de la Universidad de Guadalajara, no. 120, julio-septiembre 2025, p. 51.

Crédito de ilustración: Pixabay
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sábado, 25 de enero de 2025

Contra las fauces de la ola*


«Lorena, eres una chiquilla que apenas sabe limpiarse la cola… por eso debo cuidarte, porque de otra manera vas a andar de cusca, revolcándote con los muchachos… me incomoda cómo te vistes… odio que no quieras ir conmigo a misa… tampoco me agrada que me rezongues ni que te la pases hablando por teléfono… date cuenta, hija: estás desperdiciando tu vida… cuando seas grande vas a agradecérmelo…». La ola se agrandó con los minutos… Al principio, tenía el tamaño de las que suelen untarse a playa San Agustinillo, amables y tibias, de color turquesa… Sin embargo, a ésta se sumó una segunda y una tercera, las cuales, fundidas, irguieron cuatro o cinco metros de mar a lo lejos… Tras discutir con su madre, Lorena había abordado en su ciudad natal un autobús directo a Pochutla… Desde ahí, había viajado a San Agustinillo, Oaxaca, en taxi… Nadie le proporcionó la ruta, ninguna amiga se la sugirió… Simplemente, abrió el mapa en el celular y puso el dedo en un destino del sur… El viaje había sido agotador, porque el nerviosismo de saberse sola le trinchaba los párpados y la mantenía con los ojos pelones, como si tuviera un pingo sentado en la frente… Cansada, había terminado por dormirse con la cadenita, que le había regalado su madre, prensada entre los dedos, misma que había estado antes en su cuello y a veces la asfixiaba… A su arribo al hotel frente al mar, había salido a comer una pizza en un local atendido por italianos originales, o sea europeos, y después se había ido a la playa… Ésta era la historia, pero Lorena había llegado ahí para luchar con la ola, que crecía y crecía en el horizonte… Se embarró bloqueador en la cara y los brazos, pero le faltaba la espalda… A unos metros, había una pareja de jóvenes de piel blanca sentados en una toalla, besándose lentamente, como si lengüetearan un helado… Ella vestía un biquini que rellenaba con sus pechos de manera sobrada… Él se había colocado unos anteojos para sol… En la espalda, lucía un tatuaje de serpiente, una que se mordía la cola… Los saludó en inglés… Eran de Jalisco… Apenada, Lorena volvió a sentarse en su toalla e intentó esparcirse el bloqueador por los hombros y después en la espalda… La pareja se rio al verla contorsionarse por alcanzar aquella piel tan alejada de sus propios dedos… La otra joven le aplicaría la crema, que los acompañara ahí un rato a tomar el sol… Su madre le había advertido que nunca debía viajar sola, por el inconveniente del bloqueador solar y por algunos otros más… Se lo había pedido con esa voz que escupía como vidrio pulverizado, el cual se le había clavado en la piel cuando Lorena guardaba sus pertenencias en la mochila, y la madre se encontraba vociferando en la sala… Ahí había dispuesto dos tazas de manzanilla sobre la mesa de centro… Lorena aborrecía el té… Le gustaba a sus dieciocho años el café negro bien cargado, que tomaba a escondidas, porque si la descubría, su madre solía vaciarle la taza en el fregadero… Algo que la tenía harta, ¿por qué tomar café era un crimen? De esta manera comenzó el argüende de la madre, y la ola en San Agustinillo abrió asimismo sus fauces turquesa… La madre le dijo: «¿Te vas a ir sola a una playa perdida?... allá violan, allá te roban tus cosas y luego qué vas a hacer, Lorena, ¿qué?...». Y la ola desgarró el cielo y arrastró hasta la orilla el vozarrón de las nubes heridas… La pareja le invitó a Lorena una cerveza… Descorcharon la confianza y los tres se pusieron a oír la música que Xavier (ella era Sofía) programaba con el celular a través de una bocina Bluetooth… «¿Qué vas a hacer si te ocurre todo eso?... no vas a ir de viaje, hija… te voy a bloquear la tarjeta del banco con tus domingos, y me entregas ahorita mismo el celular… ¿sacaste dinero en efectivo?... ¡ah!, qué camiona… no quiero que pongas un pie fuera de esta casa… también está pendiente la universidad, carajo, Lorena, es la mejor del país, qué bonitas niñas van ahí, qué señoras tan elegantes son sus mamás, como yo… hazme caso: quédate aquí en la casa… el mundo esconde peligros por todas partes, como si hallaras de repente una coralillo en el cajón de tus calzones… quiero que te quedes… no, más bien, te vas a quedar encerrada así tenga que tragarme la llave de la puerta… ¿entiendes, Lorena?...». La ola oscureció el sol en tanto los tres jóvenes se bronceaban desnudos… Sofía había convencido a Lorena de liberar sus senos… Se reían de Xavier y de su lucha contra la excitación, pues era de libido fácil… La ola crecía como un tsunami cuando a la distancia apareció otro joven con una guitarra al hombro… Vestía bermudas y una camisa desabotonada… La arena que pateaba a cada paso salía espolvoreada a los costados de la misma forma que Lorena había visto al pizzero, a un guapísimo italiano, enharinar el molde antes de meterlo al horno con la masa… «Cuando murió tu padre, le prometí que te cuidaría… él tenía la ilusión de que te convirtieras en administradora… él lo deseaba, hija… él te mira desde el cielo, desde allá arriba… entonces, no me dejas la escuela… te voy a encerrar Lorena… tienes que pensar en mí, en mis sentimientos… yo te eduqué para que la vida estuviera a tus pies, como una reina… digo, es difícil porque tienes muchas pecas en la cara y eso hace que tu piel sea imperfecta… ah, ¡eso es!... si te asoleas, te vas a llenar de pecas, te vas a poner prieta, hija… debes hacerme caso… todo por allá engorda, pero bueno, es lo menos que me preocupa: ¡las drogas!... se meten mariguana y esos muchachos te van a meter mano después… ¿lo comprendes, Lorena?... ¿te das cuenta de todo el pendiente que cargo?... ¡te das cuenta!... mira la buena vida que yo tengo acá, sentada, viendo la televisión por las tardes, al frente del negocio… me encantaría que tú lo administraras, pero hasta el momento desconoces todo, lo que se dice todo de la bisutería… a ver, ¿cómo se llama el modelo de la cadenita en tu cuello?... estás en edad, mi amor… es buena hora… ándale, dale un beso a tu mami y después ponte a leer una revista en tu cuarto… sácate esas ideas de viajar sola… ¡válgame dios!... al rato vas a decirme que quieres mantenerte soltera, sin hijos, y que vas a tatuarte una rosa en el hombro como grumete…». Los veinte metros del muro de agua se vinieron abajo sobre los jóvenes, cuando Pepe, el que había llegado con la guitarra, cantaba: No los dejen entrar / No los dejen destruir / No los dejen dominar... y por las bocas de los cuatro paseaba un cigarro choncho de mariguana… Lorena sintió que la flor del mundo se abría dentro de su cuerpo… En su habitación, en donde hasta entonces había existido polvo y el linóleo de la casa materna, el agua de San Agustinillo reventó las ventanas y empujó con fuerza el plancton de la vida, que la inundó… Los muchachos quedaron sepultados momentáneamente bajo el Pacífico, pero, en lugar de hundirse, nadaron bajo la ola con espíritu juvenil… A continuación, entre las burbujas submarinas, salieron disparados collares de perlas, que al rozar el cuerpo de Lorena se rompieron y las cuentas retornaron mágicamente a las conchas… Bajo el agua, Xavier y Sofía volvieron a besarse y Pepe, quien pataleaba y braceaba de manera veloz, con la guitarra colgada al hombro, tomó de la mano a Lorena para bucear juntos entre los tentáculos de un calamar gigante, algo pinto por la vejez, algo atrofiado debido a los mares visitados, que entre la estela repetía: «Te quedas… basta de camionadas… vas a hacer lo que yo quiera, porque es lo mejor… ¡qué vas a andar de loca, de borracha!... nada de eso: tu vida es cuidar a tu madre, si no, para qué te tuve… nunca más vuelvo a darte dinero… te voy a echar a la calle para que seas una vagabunda… ¿quieres eso, Lorena?, te gusta eso, ¿no?... estás matando otra vez a tu padre, estás matando a tu abuelita y a mí… acabas con tu herencia… la misma que traes al cuello, esa cadenita de las que vendo… por favor, razona, hija…». Sin embargo, los muchachos con la piel bronceada bailaron por la noche en torno a una fogata… Lorena se las había ingeniado para ponerse la cadenita de su madre como diadema: una tira de cabello le caía al costado del rostro, misma que Pepe hizo a un lado al acercar la boca para besarla… A kilómetros de ahí, el calamar se pudría sobre la costa. 

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*Este cuento obtuvo una mención de honor en el concurso Caminos de la Libertad 2024 de Grupo Salinas y será publicado próximamente en una antología.

Crédito de ilustración: Pixabay

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