viernes, 10 de octubre de 2025

Vía Láctea



Cuando Román señalaba una errata con la punta del bolígrafo sobre la hoja, tocaron el timbre de su casa.

—Hola. ¿Me da agua? Al abrir la puerta, un niño lo saludó. Vestía una cachucha y una playera con un águila impresa en el pecho.

—Hola, ¿quién eres? —No había nadie más en la calle—. ¿Y tus papás?

—Sepa.

La respuesta le punzó la memoria. Siendo niño, Román también había intentado huir de casa, pero su madre lo había traído de vuelta con jalones de patilla y coscorrones. Ese era el único recuerdo que guardaba de ella.

—¿Dónde vives, niño? —Se sobó la cabeza con la mano, como si todavía sintiera los golpes.

Sin decir nada, el niño se torció la visera de la cachucha y se metió a la casa. Fue al escritorio en medio de la estancia. Miró a Román desde allá. Sus ojos agradables, con la esperanza de los años infantiles en las pupilas, sin las frustraciones adultas, le abrazaron el ánimo al veterano corrector. 

—Niño, ¿dónde están tus papás?

Se sonrieron.

El pequeño paseó la vista a su alrededor y aprovechó la confianza para tomar el bolígrafo que Román había dejado sobre el escritorio; a continuación, se pintó una línea en el brazo desde la muñeca hasta el codo.

—Dame eso, por favor.

Al quitárselo, trompicó y tuvo que apoyarse en el borde de la ventana para no caer. Afuera de la casa, el ciprés permanecía firme bajo la luz de la mañana.

—¿Dónde vives? ¿Quién es tu mamá?

El niño no dijo nada, sólo puso las manos en las pruebas de impresión del libro de matemáticas que Román había trabajado durante una semana. Había sido lector de pruebas desde joven. Hoy tenía 76; llevaba años tachando palabras, corrigiendo yerros, enderezando frases mediante signos de puntuación, y en ocasiones se sentía como el ciprés afuera de la casa: rígido.

El pequeño lo fintó con agarrar las hojas.

—Ni se te ocurra.

A pesar de la advertencia, el niño las atrajo hacia sí arrugándolas, retorciéndolas. El prestigio de Román como revisor y la falta de dinero por el trabajo incumplido también se destrozaron entre las manos del intruso, que además tiró el diccionario al piso.

—¡No hagas eso!

Quiso detenerlo, pero el pequeño lo evadió como si fuera aire; Román pisó el diccionario y con la cadera golpeó el escritorio, que se volcó a pesar del tiempo que llevaba fijo frente a la ventana. El estruendo le reventó la paciencia.

—¡Quiero que te vayas!

—Agua.

Con los dientes apretados, le sirvió un vaso de agua simple y se lo dio.

—De sabor, por favor.

—Escúchame, estoy ocupado, es la que tengo.

Pero el niño era velocísimo, ahora se encontraba en la cocina: subido en un banco, quería alcanzar el azúcar de la alacena. Luego de trastabillar, se fue de espaldas.

—¡Santo Dios!

Román corrió con los brazos extendidos. El frasco del azúcar estalló en el suelo, pero el niño cayó en sus brazos.

—¿Dónde vives?, ¿dónde están tus papás? —le preguntó mientras lo ponía en pie.

—Sepa. —Alzó los hombros. El pelo revuelto le había caído sobre las orejas y un mechón le cubría el ojo izquierdo. Se acomodó la cachucha.

—Vete, por favor —le franqueó la salida con el brazo extendido—, no me importa de dónde hayas venido. No puedes estar en mi casa.

En lugar de obedecerlo, con la cabeza agachada, el pequeño rebuscó en los bolsillos de su pantalón. Le mostró una canica negra, salpicada de colores. Parecía una Vía Láctea con planetas pequeñitos.

Román meneó la cabeza, confundido.

—¿Dónde la encontraste? —El niño le señaló el cajón abierto del escritorio en el suelo—. Hace siglos que no la veía.

La jugó entre los dedos y se acercó a la luz de la ventana. El ciprés parecía menos rígido, animado por una corriente de aire que refrescaba la mañana. Sí, era la misma canica de hacía cincuenta años o tal vez más. Con ella Román les había ganado a los chamacos de su cuadra en un chiras pelas memorable, la victoria más grande de su niñez.

Cerró los ojos y sintió la bolita de vidrio entre los dedos. La alegría resplandeció en su memoria: la Vía Láctea caliente en su mano por la luz del sol, la canica dentro del cañón del pulgar, el aire limpio entrando y saliendo de su pecho en el último disparo al hoyito en la tierra. La victoria. Las sonrisas de los amigos. Los espaldarazos reconfortantes.

—Romi, eres el campeón.

—Romi, nadie es mejor que tú.

—Buenos días…

Abrió los ojos. El niño corrió a abrazar a la mujer en la entrada, que también vestía cachucha y una playera con la misma águila.

—Gracias a Dios que estás aquí. —Le acarició la cabeza al niño, luego de darle una botella de agua—. Nuestra camioneta se descompuso a cuadras de aquí, y este travieso aprovechó para explorar por su cuenta mientras la arreglamos, ¿verdad? Disculpe si lo molestó.

—No lo hizo.

—Qué bueno.

El niño se despidió y, después, desaparecieron al final de la calle tomados de la mano.

Román se quedó pensativo en el umbral. Antes de encerrarse de nuevo, vio la tierra despejada bajo el amparo del ciprés. Tras ir ahí, se acuclilló sonriendo. Enseguida, encajó la canica en el cañón del pulgar flexionado: «A la una, a las dos y a las…», dijo en voz alta. La Vía Láctea rodó de nuevo sobre la Tierra.

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Publicado en Luvina. Revista de la Universidad de Guadalajara, no. 120, julio-septiembre 2025, p. 51.

Crédito de ilustración: Pixabay
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sábado, 25 de enero de 2025

Contra las fauces de la ola*


«Lorena, eres una chiquilla que apenas sabe limpiarse la cola… por eso debo cuidarte, porque de otra manera vas a andar de cusca, revolcándote con los muchachos… me incomoda cómo te vistes… odio que no quieras ir conmigo a misa… tampoco me agrada que me rezongues ni que te la pases hablando por teléfono… date cuenta, hija: estás desperdiciando tu vida… cuando seas grande vas a agradecérmelo…». La ola se agrandó con los minutos… Al principio, tenía el tamaño de las que suelen untarse a playa San Agustinillo, amables y tibias, de color turquesa… Sin embargo, a ésta se sumó una segunda y una tercera, las cuales, fundidas, irguieron cuatro o cinco metros de mar a lo lejos… Tras discutir con su madre, Lorena había abordado en su ciudad natal un autobús directo a Pochutla… Desde ahí, había viajado a San Agustinillo, Oaxaca, en taxi… Nadie le proporcionó la ruta, ninguna amiga se la sugirió… Simplemente, abrió el mapa en el celular y puso el dedo en un destino del sur… El viaje había sido agotador, porque el nerviosismo de saberse sola le trinchaba los párpados y la mantenía con los ojos pelones, como si tuviera un pingo sentado en la frente… Cansada, había terminado por dormirse con la cadenita, que le había regalado su madre, prensada entre los dedos, misma que había estado antes en su cuello y a veces la asfixiaba… A su arribo al hotel frente al mar, había salido a comer una pizza en un local atendido por italianos originales, o sea europeos, y después se había ido a la playa… Ésta era la historia, pero Lorena había llegado ahí para luchar con la ola, que crecía y crecía en el horizonte… Se embarró bloqueador en la cara y los brazos, pero le faltaba la espalda… A unos metros, había una pareja de jóvenes de piel blanca sentados en una toalla, besándose lentamente, como si lengüetearan un helado… Ella vestía un biquini que rellenaba con sus pechos de manera sobrada… Él se había colocado unos anteojos para sol… En la espalda, lucía un tatuaje de serpiente, una que se mordía la cola… Los saludó en inglés… Eran de Jalisco… Apenada, Lorena volvió a sentarse en su toalla e intentó esparcirse el bloqueador por los hombros y después en la espalda… La pareja se rio al verla contorsionarse por alcanzar aquella piel tan alejada de sus propios dedos… La otra joven le aplicaría la crema, que los acompañara ahí un rato a tomar el sol… Su madre le había advertido que nunca debía viajar sola, por el inconveniente del bloqueador solar y por algunos otros más… Se lo había pedido con esa voz que escupía como vidrio pulverizado, el cual se le había clavado en la piel cuando Lorena guardaba sus pertenencias en la mochila, y la madre se encontraba vociferando en la sala… Ahí había dispuesto dos tazas de manzanilla sobre la mesa de centro… Lorena aborrecía el té… Le gustaba a sus dieciocho años el café negro bien cargado, que tomaba a escondidas, porque si la descubría, su madre solía vaciarle la taza en el fregadero… Algo que la tenía harta, ¿por qué tomar café era un crimen? De esta manera comenzó el argüende de la madre, y la ola en San Agustinillo abrió asimismo sus fauces turquesa… La madre le dijo: «¿Te vas a ir sola a una playa perdida?... allá violan, allá te roban tus cosas y luego qué vas a hacer, Lorena, ¿qué?...». Y la ola desgarró el cielo y arrastró hasta la orilla el vozarrón de las nubes heridas… La pareja le invitó a Lorena una cerveza… Descorcharon la confianza y los tres se pusieron a oír la música que Xavier (ella era Sofía) programaba con el celular a través de una bocina Bluetooth… «¿Qué vas a hacer si te ocurre todo eso?... no vas a ir de viaje, hija… te voy a bloquear la tarjeta del banco con tus domingos, y me entregas ahorita mismo el celular… ¿sacaste dinero en efectivo?... ¡ah!, qué camiona… no quiero que pongas un pie fuera de esta casa… también está pendiente la universidad, carajo, Lorena, es la mejor del país, qué bonitas niñas van ahí, qué señoras tan elegantes son sus mamás, como yo… hazme caso: quédate aquí en la casa… el mundo esconde peligros por todas partes, como si hallaras de repente una coralillo en el cajón de tus calzones… quiero que te quedes… no, más bien, te vas a quedar encerrada así tenga que tragarme la llave de la puerta… ¿entiendes, Lorena?...». La ola oscureció el sol en tanto los tres jóvenes se bronceaban desnudos… Sofía había convencido a Lorena de liberar sus senos… Se reían de Xavier y de su lucha contra la excitación, pues era de libido fácil… La ola crecía como un tsunami cuando a la distancia apareció otro joven con una guitarra al hombro… Vestía bermudas y una camisa desabotonada… La arena que pateaba a cada paso salía espolvoreada a los costados de la misma forma que Lorena había visto al pizzero, a un guapísimo italiano, enharinar el molde antes de meterlo al horno con la masa… «Cuando murió tu padre, le prometí que te cuidaría… él tenía la ilusión de que te convirtieras en administradora… él lo deseaba, hija… él te mira desde el cielo, desde allá arriba… entonces, no me dejas la escuela… te voy a encerrar Lorena… tienes que pensar en mí, en mis sentimientos… yo te eduqué para que la vida estuviera a tus pies, como una reina… digo, es difícil porque tienes muchas pecas en la cara y eso hace que tu piel sea imperfecta… ah, ¡eso es!... si te asoleas, te vas a llenar de pecas, te vas a poner prieta, hija… debes hacerme caso… todo por allá engorda, pero bueno, es lo menos que me preocupa: ¡las drogas!... se meten mariguana y esos muchachos te van a meter mano después… ¿lo comprendes, Lorena?... ¿te das cuenta de todo el pendiente que cargo?... ¡te das cuenta!... mira la buena vida que yo tengo acá, sentada, viendo la televisión por las tardes, al frente del negocio… me encantaría que tú lo administraras, pero hasta el momento desconoces todo, lo que se dice todo de la bisutería… a ver, ¿cómo se llama el modelo de la cadenita en tu cuello?... estás en edad, mi amor… es buena hora… ándale, dale un beso a tu mami y después ponte a leer una revista en tu cuarto… sácate esas ideas de viajar sola… ¡válgame dios!... al rato vas a decirme que quieres mantenerte soltera, sin hijos, y que vas a tatuarte una rosa en el hombro como grumete…». Los veinte metros del muro de agua se vinieron abajo sobre los jóvenes, cuando Pepe, el que había llegado con la guitarra, cantaba: No los dejen entrar / No los dejen destruir / No los dejen dominar... y por las bocas de los cuatro paseaba un cigarro choncho de mariguana… Lorena sintió que la flor del mundo se abría dentro de su cuerpo… En su habitación, en donde hasta entonces había existido polvo y el linóleo de la casa materna, el agua de San Agustinillo reventó las ventanas y empujó con fuerza el plancton de la vida, que la inundó… Los muchachos quedaron sepultados momentáneamente bajo el Pacífico, pero, en lugar de hundirse, nadaron bajo la ola con espíritu juvenil… A continuación, entre las burbujas submarinas, salieron disparados collares de perlas, que al rozar el cuerpo de Lorena se rompieron y las cuentas retornaron mágicamente a las conchas… Bajo el agua, Xavier y Sofía volvieron a besarse y Pepe, quien pataleaba y braceaba de manera veloz, con la guitarra colgada al hombro, tomó de la mano a Lorena para bucear juntos entre los tentáculos de un calamar gigante, algo pinto por la vejez, algo atrofiado debido a los mares visitados, que entre la estela repetía: «Te quedas… basta de camionadas… vas a hacer lo que yo quiera, porque es lo mejor… ¡qué vas a andar de loca, de borracha!... nada de eso: tu vida es cuidar a tu madre, si no, para qué te tuve… nunca más vuelvo a darte dinero… te voy a echar a la calle para que seas una vagabunda… ¿quieres eso, Lorena?, te gusta eso, ¿no?... estás matando otra vez a tu padre, estás matando a tu abuelita y a mí… acabas con tu herencia… la misma que traes al cuello, esa cadenita de las que vendo… por favor, razona, hija…». Sin embargo, los muchachos con la piel bronceada bailaron por la noche en torno a una fogata… Lorena se las había ingeniado para ponerse la cadenita de su madre como diadema: una tira de cabello le caía al costado del rostro, misma que Pepe hizo a un lado al acercar la boca para besarla… A kilómetros de ahí, el calamar se pudría sobre la costa. 

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*Este cuento obtuvo una mención de honor en el concurso Caminos de la Libertad 2024 de Grupo Salinas y será publicado próximamente en una antología.

Crédito de ilustración: Pixabay

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jueves, 1 de junio de 2023

La última de Lucas


Lucas mantuvo a raya su herencia familiar hasta límites imposibles, mi niño. ¿Por qué se emperró en pararle el tren a su legado? ¿Por qué intentó, enloquecido, pintarle cremas a lo impostergable? No lo sé. Pero antes de ir al acuatizaje, te voy a contar el principio del principio unos años atrás. Porque esto comenzó ese domingo cuando pasé a su casa para ir juntos al básquet, como todos los días vacacionales de aquella época noventera.

Al recibirme, tenía la cara más blanca que de costumbre y balbuceando me dijo: Vente, Roy, vamos a ver qué onda con Toribio porque no abre la puerta del cuarto y es hora de que tome su medicina.

Subimos corriendo las escaleras y todavía recuerdo nuestro sollozo intervenido por jalones de aire al detenernos frente a la puerta de su abuelo. En ese entonces Lucas no era Lucas; se llamaba Ricardo. No usaba aún la gorra con el Carnage bordado al frente ni tenía los pelos aplastados de gel. Era un chavo tranquilo, modoso, que a regañadientes jugaba con nosotros si lo jalábamos a completar la quinta, porque le temía a los manotazos debajo de la tabla que enrudecían nuestros duelos. Prefería sentarse en una banca y reírse a quijada batiente cuando entre todos nos cargábamos carrilla. ¿Por qué nos hicimos amigos si Lucas no jugaba a la pelota? Las tarjetas coleccionables de la NBA, los superhéroes de Marvel, las porno de Hustler, las pinturas fantásticas de Boris Vallejo y los asquerosos Trash Can Trolls nos hermanaron cómplices de una misma afición, aunque yo nunca fui tan clavado como él.

Mientras caían los encestes o llovían los manotazos cerdos dentro de la cancha, Ricardo-Lucas con delicadeza de monóculo, pipa y guante hojeaba su colección de tarjetas en la carpeta de tapas de vinilo, sentado en alguna de las bancas que rodeaban el terreno de juego. Guardaba la mayoría en cubiertas plásticas dobles, para que no se gastaran ni con la mirada, me decía sonriendo con los incisivos muy blancos y alineados cuando le criticaba tanto blindaje una vez que nos sentábamos a intercambiar las repetidas.

Además de las tarjetas, había algo que lo hacía diferente a todos nosotros y quizá por eso Ricardo era bienvenido aunque no supiera botar la pelota y jugar las tercias lo acobardara: su cabello chingón, a veces con mechones asimétricos; otras alocado y plumífero, nada qué ver con nuestro aburrido casquete corto o tusado de hospicio. Cada tres semanas, de ley, aparecía en el deportivo luciendo un corte nuevo que nosotros veíamos sorprendidos. Era la ventaja de ser nieto del peluquero más picudo del rumbo, dueño de un salón-barbería bien equipado. Todo esto, mi niño, pasó hace un rato.

En aquellos días habíamos cumplido los diecisiete, dieciocho. El deportivo Plateros no tenía la alberca chingona que tiene hoy, ni empastadas las canchas pamboleras. Era un deportivo ruinoso, cuyo pavimento descascaramos a fuerza de tallarlo con las suelas mientras corríamos rumbo al tablero para encestar la pelota en el aro. Todavía me acuerdo de aquellas tardes con el airecito pegando a toda velocidad en mi cara durante los partidos. Momentos chingones, mi niño, chingones. Cómo quisiera verme otra vez haciendo aquellos saltos, aquellos tiros, aquellas “coladas”…

¿En qué iba?

La puerta. Quisimos tirar la puerta a patadas, a la manera de las películas, pero no la movimos ni de chiste porque éramos unos espaguetis, flacos, flacos. Temiendo lo peor, Ricardo-Lucas se acordó del duplicado de la llave en la maceta de manzanilla de la cocina, donde su mamá había enterrado fierros de todo tipo. La jefa había muerto cinco años antes y Toribio y él vivían solos desde entonces.

Abrimos la puerta y un tufo a sudor agrio se nos metió en la nariz al primer paso que dimos adentro del cuarto. Las ventanas y cortinas estaban cerradas, pero había luz suficiente para ver en dónde pisábamos. El tanquecito de oxígeno del abuelo había rodado por el piso; la manguera transparente hinchada de aire serpenteaba sobre el linóleo. Toribio tenía los ojos cerrados y la piel gris. Engarrotado, parecía una momia. N’hombre, se me subieron los testículos a la garganta; abracé a Lucas porque me aterró ver al abuelo muerto. Estaba muerto, bastaba con verlo para darse cuenta de eso.


Mi cuate, bien machote, se acercó y le sobó los dedos gotosos. La cara de Lucas era la de un niño desconsolado. Él no es muy agraciado que digamos: tiene la nariz gruesa y los ojos más separados de lo normal, pero lo compensa con engreimiento. En ese entonces le sobraba. Pasó la mano por la calva del abuelo como si lo peinara, como si el viejecito fuera un bebé ansioso de chiqueo. Se encerró para que no lo viera morirse, me dijo con la voz hecha una cuerda de violín. Después, acercó los labios y le dio un beso en la calva. Huele a su loción, mano, huele a su loción, repitió. Sonriendo, Ricardo cerró el tanque de oxígeno y cubrió a Toribio con una sábana y le hizo tamalito el contorno del cuerpo.

El abuelo se había perfumado para morir. Andaba en las últimas del enfisema o una válvula fallida del corazón. Ricardo jamás me lo aclaró chido. Lo que sí sabía es que eran muy unidos. Toribio era la única familia que le quedaba, porque el papá se había dado a la fuga cuando Ricardo tenía ocho años. La mamá, decepcionada e inestable de los nervios, había empezado a tomar como loca meses después y de buenas a primeras un cáncer de páncreas la fulminó. Lo último que mi amigo recordaba de ella era un mechón de pelo sobre las sábanas revueltas, finos los cabellos de telaraña.

Por cierto, mi niño, el oficio familiar era la peluquería, el rasurado con navaja, el estilismo de unos años a la fecha. Pero Toribio, aunque se enorgullecía de su chamba, quería que Ricardo brincara ese peliagudo destino y fuera profesionista: abogado, arquitecto o doctor, preferentemente. Le pagaba la preparatoria en una escuela privada chida, y los veranos lo inscribía que a clases de idiomas, que a clases artísticas. En ese tiempo, Ricardo tomaba un curso de apreciación pictórica para jóvenes en Bellas Artes. A pesar de esto, catalogaba las pinturas de Boris Vallejo como obras renacentistas, aunque todos sabemos que son arte pop.

El abuelo le daba todo aquello que pudiera servirle para la vida, para que no se ensuciara las manos con pelos. O si lo hacía, sería al cobrar la renta de piso a los barberos y estilistas del negocio que Toribio había vigilado y atendido hasta poco antes de cursar la etapa final de su padecimiento.

Mi cuate repasó la palma de la mano sobre la calva del abuelo en tanto llegaba la funeraria que prepararía la cremación. Como si la pelona se relacionara de alguna forma con el trastorno que lo mató, la mimaba con el respeto que impone el temor a padecer una condición idéntica.

Semanas después del sepelio, escombrando el cuarto para ventilarlo, halló un álbum fotográfico choncho. Eran imágenes de cuando el abuelo comenzó su oficio y tenía nuestra edad. En casi todas, su mata resplandecía lustrosa en las impresiones sepia; en las restantes, Toribio se había calado un sombrero con el ala inclinada sobre la ceja, tipo Arturo de Córdova, debajo del cual asomaban racimos de su cabellera hermosa. En esos años, creo yo, no se estilaba usar la mata de esa forma. Pero Toribio había ido en contra de su época. Tenía el cabello largo y si uno miraba con detenimiento el papel fotográfico, podía percibir el volumen de aquella melena de príncipe, que emergía de las tomas como las crines de los caballos de cartón que brotan de los libros desplegables para niños. El contraste poca madre de los claroscuros daba esa sensación.

Qué chidas fotos, hermanito, le dije un día, tu abuelo era un chingón. Mira esa mata; míralo tan galán. Obviamente, terminó peloncito como tú terminarás, pero en sus buenos tiempos ligaba harta muchacha, se me hace.

Ricardo halló junto al álbum un montón de navajas de afeitar sin pizca de óxido ni huellas digitales opacando el metal. Muchas con el mango nácar, perlado o bañado en oro, con el “Toribio” grabado en cuidada letra manuscrita sobre las hojas filosas. Roy, al darme cuenta de que jamás fueron deslizadas sobre ninguna barba ni cuero cabelludo, sentí una tristeza de ésas que te estrujan los intestinos y el corazón se te hace pasita, me dijo. Toribio había retrasado su estreno para una gala a la cual ya nunca llegaría. La ocasión para gozar de aquellos bártulos finísimos había quedado sepultada bajo calendarios de desidia y un chorrito de mezquindad. Ricardo vendió algunas y las restantes las obsequió a los barberos ancianos, amigos del abuelo, que todavía chambeaban en el local, cuyo nombre no he dicho, mi niño: se llamaba Selbor, el anagrama del apellido familiar.

Pasó aquel verano y Ricardo cambió muchísimo. Mutó en Lucas. Le pusimos así, no porque nos recordara a las golosinas enchiladas; no porque se pareciera al Pato Lucas; no porque nos remitiera a un viejo grupo de rock. Fue por Pelucas. Pelucas por aquí. Pelucas por allá. Es que a Ricardo se le ocurrió a partir de entonces untarse gel en el cabello y encima calzarse la gorra de Carnage. Usaba ese mazacote día y noche. Es más, a pesar de que tenía al alcance de la mano una peluquería para su servicio, o quizá por esto mismo, única y exclusivamente se recortaba las puntas del cabello que sobresalían de la gorra cuando llegaban a los hombros. Más o menos como aquel Toribio de las fotografías, pero en culero. Esto daba a los pelos un aspecto sintético, de peluca. El apodo estaba bien manchado, lo sé. Tan manchado que un día que llegó al deportivo empezó a soltarle de chingadazos a quien se lo dijera. Yo evitaba hacerlo en su presencia. Para componerlo, deslicé entre los amigos la posibilidad de llamarle Lucas. Y funcionó. Desde aquel día, el Ricardo que conocimos quedó sepultado bajo plastas de gel.

Además de esto, se aferró todavía más a sus tarjetas. Le entró la onda de plastificarlas. No sólo se trataba de cuidar los hologramas y ediciones únicas, agarró parejo y cada vez que nos encontrábamos, tenía ya otra docena plastificada, incluso algunas achicharradas, deformes, debido a la mica derretida, mica de papelería, que le había repasado a los cartones. Ay, mi niño, yo veía con tristeza a las chichoncitas de Hustler desfiguradas por esa improvisada cirugía plástica, con la piel de cera y los labios colgados como lóbulos de tatuador. Oye, carnal, le dije, entiendo que quieras conservar las tarjetas, pero esto las deshumaniza, ¿no crees? Obvio, no son de carne y hueso, pero sabes a qué me refiero. Es como si no las tuvieras cerca porque no puedes tocarlas ni tantito. Las chavas y los jugadores se ven bien culeros, además. No, Roy, me contestó, así no se gastan ni con la mirada. ¡Ah qué la chinampa con eso, Lucas!

Llegó el otoño y tuvimos infinidad de bajas en el deportivo. A partir de esa fecha nuestras vidas cambiaron. Los amigos faltaron a jugar desde la primera tarde, ya fuera porque habían entrado a su primer trabajo, ya porque la universidad los absorbía a tiempo completo. Yo tuve que fletarme ambas cosas. Ahora estudiaba por las mañanas y en las tardes despachaba un negocio de venta de consumibles para cafetería. Digámoslo claro: era chalán, cargaba bultos de azúcar y café, subía garrafones de agua a cuartos pisos, por las escaleras. Además, empecé a enamorarme de todas las mujeres que pasaban frente a mí en la escuela. Incluso en los pasillos universitarios me llamaban el pie plano, porque pisaba parejo.

Debido a tanto quehacer, tomé distancia de Lucas. Nos llamábamos por teléfono o nos contábamos cualquier cosa cuando nos topábamos en la calle. Mis rumbos variaron. Mis encestes disminuyeron.


Volví a encontrarlo medio año después. Vestía unos pantalones de mezclilla nuevos; tenis caros de suspensión y diseño aerodinámicos; playera fina con estampado poca madre; todo él lucía fabuloso, excepto esa maldita gorra de Carnage y la plasta de gel arranciada debajo. Ricardo, neta, tira esa gorra apestosa y date un bañito. Cálmate, Roy, te vas a morir de envidia cuando más allá de mis treinta conserve mi cabello lacio, bonito, abundante, no como tú, que vas que corres hacia la alopecia. ¡Ah, chinga!, tu idea más despacio cuéntamela porque no te sigo, le dije, si el del abuelo pelón eres tú. Siempre he pensado que eres medio güey, Roy, ni siquiera puedes armar una oración sin tropezarte con solecismos; ¡eres un lerdo! Sale, carnal, si vas a insultarme con palabras que no conozco, mejor luego nos vemos. Y seguí mi camino.

Otro extenso intervalo de meses después (no soy tan pendejo para hablar, me cae), mi novia de entonces (el nombre sale sobrando: no quiero herir susceptibilidades) organizó una pachanga en Cuautla. Habíamos sobrevivido a la mitad de la carrera y necesitábamos desfogarnos, volver a sentirnos jóvenes, pues la chinga escolapio-laboral nos había robado unos diez años de lozanía. Nos coordinamos para el asado, el alcohol, los condones, las bocinas, los discos de José José y Molotov. Asistiríamos compañeros de las distintas carreras disponibles en la ENEP Acatlán (en Nacatlán, ahí estudié): Derecho, Letras, Diseño Gráfico, Comunicación... No pienso confesar aquí en qué me licencié porque dirás, mi niño, que los profesionistas de ese ramo somos unos tarados, por cómo nos expresamos.

Qué onda, manito, te invito a una pool-panty (ojo, no: pool-party), para revivir viejas hazañas; échame un telefonazo, le escribí en una nota que dejé pegada a la puerta de su casa, ahora cayéndose de podrida. Después del encuentro pasado, no tenía esperanzas de que me respondiera y por eso ni siquiera le llamé a su chante. Pero, para mi sorpresa, se comunicó conmigo y hasta prometió cubrir las casetas y la gasolina si le dábamos un aventón en el coche. Amigo, eres mi invitado especial; nada más lleva tu hígado dispuesto a sintetizar raudales de alcohol, y harto apetito carnívoro, porque la vamos a pasar bomba, le contesté.

Nos emborracharíamos recordando aquellas tardes en el Plateros cuando caía la noche, y algunos de nosotros permanecíamos en el piso, sentados sobre los balones de básquet, con las sudaderas de capucha protegiéndonos del aire, con un refresco de tamarindo en la diestra y las carcajadas chisporroteando desde el alma. Le presentaría a alguna compañera de la escuela sin problemas para hacer hablar a un muchacho tímido y engreído como Lucas, a quien llamaría Ricardo, porque después de los dieciocho sólo los delincuentes usan apodos; bailaríamos al lado de la alberca; Cuautla sería la refundación de nuestra amistad.

Pero se apareció con la pinche gorra, y gel de reserva para el fin de semana.

Ricardo no se había lavado el cabello en tres años, me contó bajo el sol de aquella tarde en que habíamos matado ya medio pomo de ron, sin refresco, a puro hielo. Para que la visera no le incomodara por las noches, pues dormía con el cascote puesto, encajaba un cojín a cada lado de la cabeza, y en la ducha bastaba ponerse una bolsa de plástico que impermeabilizara el mierdero capilar. Eso sí, no era un cerdo: solía darle una lavadita a la gorra cuando notaba las ondas color orina, de sudor seco, que impregnaban el tejido. En ese caso suplía la gorra de Carnage por una de Venom.

Como yo ya andaba pedo, y aunque no lo hubiera estado, me indignó su estupidez porque lo apreciaba. Nadie quiere ver a los amigos atascados en la inopia. Hice hidalgo con mi chupe. Ricardo quiso seguirme pero frenó dos tragos antes de liquidar el vaso. El colmo fue cuando me confesó de dónde había sacado la idea. Roy, por si no lo sabes, las revistas de salud recomiendan el gel para contrarrestar la fricción del cabello, dijo en tono engolado, bien pinche mamón. Esto mitiga la caída y beneficia el vigor piloso. ¡Qué putas dices!, arremetí. Eso no significa que no lo laves, y se te pudra. ¿Y la seborrea? ¿Y los granos en el cuero cabelludo? ¿Y la pestilencia cuando coges? ¿Qué piensa tu vieja? Ricardo me miró con cara de eres un pendejo. Ni novia tengo, Roy; me la chaqueteo con las Hustler, dijo indiferente. Mordí un hielo. El dolor me golpeó las muelas y estuvo a punto de paralizarme la mandíbula. Escupí al piso. Mi novia, acostada en la tumbona a unos metros de nosotros, movió la cabeza desaprobando mis encabronados aspavientos.

Para esto, ya vestíamos short playero y sandalias plásticas. Las uñas de los pies de Ricardo estaban recortadas con cuidado; tenían incluso una película de esmalte transparente. Mi amigo continuaba siendo modoso, pero al mirarle la cabeza, por encima de aquellos ojos distanciados en forma curiosa del tabique nasal, notaba una contradicción, un aspecto indefinido.

Las chicas gritaban en la alberca; algunas de ellas habían subido a los hombros de los güeyes y sin parar de reír, se tironeaban mutuamente el sostén del bikini, para enseguida sumergirse bajo el agua, donde recibían caricias múltiples. Ricardo me contó que había tenido muchos fracasos sentimentales: las mujeres le daban la espalda cuando descubrían su, digamos, hábito de usar gorra y cataplasma de gel los trescientos sesenta y cinco días del año. La peor había sido una tipa a la que le había regalado sus tarjetas, en intento de lisonjearla o mamarla. Se habían conocido en el Comicastle de Félix Cuevas, y Ricardo pensó que ella sería sensible a este tipo de regalos. Se equivocó. Salió una vez con él y ¡abur! Las tarjetas fueron a parar a manos de coleccionistas despiadados, que pagaron centavos por ellas. Sin embargo, parecía resignado e incluso conforme. Nada podría sacarlo de su museo de pelos. Ni siquiera el amor.


Luego ¿qué crees, Roy?, un estilista de Selbor se ganó el primer premio en una expo del World Trade Center; el canijo recorta el cabello en segundos y además te hace un diseño de moda, como los que yo usaba antes. ¡No mames, Lucas-Ricardo!, le dije. Deberías hacerte un corte. ¡Aprovecha! Vuelve a tu manía peluquera. Disfruta tu cabello, cabrón. No entiendo qué necedad la tuya de guardarlo para quién sabe cuándo y para quién sabe qué.

Ricardo se puso igual de cariacontecido como en casa de su abuelo, años atrás: la tristeza le separó aún más los ojos, parecían camaleónicos. Bebió su chupe a fondo con aparente dolor en la garganta. Güey, le dije, estaría chido recortarte una mohicana o teñirte un mechón de colores fosforilocos. Después raparte y dejártelo crecer. Así por siglos. Ése era Ricardo, ése era el güey que todos admirábamos en el deportivo. No entiendes ni madres, chilló, punteándome con los dedos el pecho, con violencia ascendente. Dices eso porque tú sí vas a ser pelón, mírate las entradas, Roy, y quieres verme como Toribio, el Toribio muerto. Dejó caer su vaso. Los hielos patinaron sobre los adoquines dejando un rastro húmedo.

Su desplante coincidió con el final de “Rastamandita” y el silencio repentino de la fiesta. ¡Eres una porquería, Roy!, no eres mi amigo, quieres verme como el abuelo, gritó, esculcando ahora sus bolsillos. Todos volvieron a vernos a la espera de los putazos. Oigan, ¡cálmense!; no sean mensos, nos gritó mi novia. Como él también andaba pedo, cuando quiso venir hacia mí para soltarme un navajazo en la cara (había conservado una de aquellas, por lo visto), sólo me moví un paso fuera de su alcance y cayó en la alberca.

Apenas se zambulló, hubo un hervidero de cabellos en la superficie, como si hubieran arrojado un costal de arañas patonas a las aguas, porquería enmarañada por años, durante los cuales también había aumentado la ingenuidad de mi amigo.

Los güeyes saltaron fuera de la alberca atragantados por la confusión, y las viejas, entre grititos, entre mentaditas de madre, se sujetaron como pudieron el corpiño del bikini carrera a la orilla. Ahí chorrearon asombro; nadie creía lo que había visto. Y en cada una de sus bocas torcidas o entrecejos apretados por el asco, se escribió la lección que Lucas necesitaba.

Mi amigo emergió pelón, con el coco blanco y manchado de pecas, parecido al último Toribio. Tomó la gorra de Cletus Kasady, el nombre real de Carnage, y a punto de chillar, mi niño, juntó en ella los pelos que flotaban alrededor suyo.

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*Publicado en Círculo Editorial Azteca, en diciembre de 2022.

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sábado, 18 de marzo de 2023

Batracio



Javier me llamó aquella tarde para pedirme un favor inusual. Dentro de poco, llegaría a la puerta de mi departamento una mujer de Match.com con quien mantenía relación desde semanas atrás. Javier quería que le guardara el equipaje y que la dejara dormir en mi sillón; él se encargaría de pasearla y alimentarla el resto del tiempo, además de hacerle el amor en todos los sitios donde les fuera posible, excepto en mi departamento, pues, me dijo, respetaría mi espacio.

—¿Por qué no le pagas un hotel para que duerma ahí?

—Thalía cree que soy soltero y supone que podemos pasarla juntos día y noche el rato que ande por acá, pero no puedo; debo dormir en mi casa, con Pamela.

—Entonces, ¿qué le digo?

—Qué tuve que mudarme de departamento y embodegar muebles y todo, porque están por darme un nuevo trabajo en Querétaro y, por el momento, ando de aquí para allá hasta definir mi situación. Además, contigo estará más cómoda que en un hotel.

—Eso no es cierto y lo sabes.

—Bueno, me descubriste: es que no tengo dinero para pagarle el hotel. Nada más es un rato.

No quise darle más vueltas al asunto y terminé cediendo por ahorrar tiempo. Además, Javier me había hecho algunos favores en el pasado.

A las dos horas tocó a mi puerta y fui a abrirle. Thalía era una mujer de piel requemada por el sol, con los labios brillantes debido a su bilé color rosa mexicano, y de cabello con aspecto diría yo reseco. Sus ojos eran muy negros, esmaltados con un brillo intenso. La imaginé como una muñeca viéndome desde el escaparate de alguna juguetería a la espera de su nuevo dueño. Vestía playera blanca y shorts de mezclilla deteriorados, o eso parecían, por donde asomaban sus muslos color ébano, endurecidos por lo que supuse días de caminatas o trote. Olía a coco y ron, a los cocteles de playa que tan sabrosos saben al lado del mar.

No esperó a que me presentara. Dio zancadas con sus muslos poderosos y se tiró en mi sofá, en donde subió los pies con todo y sus tenis Converse.

Tomé del piso su valija. La petaca de cuero color miel, con parches y remiendos, pesaba muchísimo. Apenas la levanté, debí arrojarla encima del tapete de la sala, acompañando el movimiento con un pujido.

—Oye, Richi, ten cuidado porque traigo cosas frágiles —me dijo desde el sillón. Había acomodado las piernas de tal manera que era posible mirarle por la entrepierna su ropa íntima, del mismo color del bilé. Moví la vista hacia otra parte y me rasqué la nariz.

—¿Quieres un vaso de agua?

—Mejor una cerveza, o lo que tomes. Fui a la cocina. En el refri aparecieron cubos de hielo y una salsa verde ahora grisácea dentro de un frasco, además del habitual olor a moho. Tomé las llaves para salir. 

—Thalía, ¿necesitas algo de la tienda? Voy por la cerveza.

—Lo que tú quieras, Richi. —Ahora se estaba poniendo unas sandalias que había sacado de la petaca. En un segundo la había abierto y esparcido a lo largo de la sala dos pantalones, blusas, otros tenis, y una maletita con sus artículos de higiene, o eso supuse, pues era de plástico y tenía impreso el logotipo de Colgate—. Mientras, le llamo a Javo para que venga por mí. Dijo que hoy habría cena, baile y show. —Sonrió. Tenía los dientes muy blancos. La imaginé en un comercial de pasta de dientes, cepillándose la boca frente a un espejo en tanto la sombra de su cabellera esponjada se proyectaba sobre el azulejo detrás.

Salí de la casa. Cuando volví con las cervezas y una bolsa de papas, no la encontré en la sala. Dejé la compra en la mesa de la cocina y escuché que del baño provenían sonidos espantosos, como si un sapo saltara dentro de la taza. El ruido era tan extraño, que primero fui a asomarme por la ventana del departamento para ver si, por casualidad, había venido a pararse en la calle alguno de esos fierrovejeros con el altavoz descompuesto. Pero no. Los borbotones salían de mi baño.

Contrariado, me senté en el comedor, destapé una cerveza y serví las papas en un tazón. Acerqué salsa picante y un vaso, por si Thalía deseaba uno en donde tomar su cerveza. Tras oír el último estruendo, temí demasiada civilidad, y devolví el vaso a su sitio en la cocina y coloqué sobre la mesa un rollo de papel higiénico en lugar de servilletas.

Salió del baño. El tufo se propagó entre nosotros; me recordó a los mangos abandonados al sol durante días, con la cáscara supurando pudrición.

Thalía se sentó frente a mí y destapó una cerveza, la cual casi finiquitó de un solo trago. Subió los pies a la silla y se abrazó las rodillas. La luz de la ventana en el comedor recayó sobre su rostro. De manera extraña, sus rasgos se volvieron masculinos. Inclusive, me pareció observar en su mentón la película azul del rasurado. Me recordó a alguien, pero no supe pronto a quién. Meneé la cabeza; salí de mi fantasía.

—Dice Javo que llega en media hora. Mientras, ¿qué quieres hacer? —Bajó las piernas de la silla. Después se apoyó en el respaldo, echó la cadera hacia delante y abrió las piernas. La piel interior de sus muslos tenía un aspecto renegrido, lodoso—. ¿A qué te dedicas, Richi?

—Trabajo en una revista.

—Ah —bebió—, ¿eres escritor?

—Escribo de todo, no precisamente ficción.

—¿Ficción? —Cuando mientes para crear una historia.

—Me gusta eso —volvió a beber—; yo tengo buenas historias.

—¿Por qué no me cuentas alguna mientras esperamos?

—Son tonterías; no interesan demasiado.

—Eso no lo sabré hasta que me cuentes.

Se levantó de la silla y dio algunos pasos por la estancia. No sé si era por la cerveza pero la miré distinta. Alumbrada con el último sol de la tarde, Thalía tenía un cuerpo nervudo y sus piernas estaban mucho más musculosas. Los pechos y las caderas apenas se le notaban. Por un momento pensé en un primo que vive en otro lugar. No eran iguales, claro, pero recordé el día en que Mayolo llegó a casa de mi abuela para trabajar como albañil durante algunos meses.

Mi primo venía de Guanajuato. Entró con una mochila con el logotipo de Sony al hombro y, al igual que con Thalía, en ese entonces tuve que ir por cerveza a la tienda. Yo tendría diez años. Ni siquiera me lo había presentado, pero mi abuela ya me extendía un billete con el envase de la caguama, y me encargaba la bebida.

Al volver, mi primo estaba con el torso al aire, mientras extendía una camisa frente a la luna del ropero de mi abuela. La prenda era ajedrezada, rojo con negro. Se me quedó mirando por el reflejo con desagrado:

—¿Qué ves?, gordo.

Puse la caguama sobre la mesa y salí disparado al patio. El torso de Mayolo y el de Thalía eran semejantes.

—¿Qué piensas, Richi?

—En un primo.

—¿Eres puto? —Se sentó. Puso su lata a un costado y colocó las manos en la mesa. Tenía las uñas esmaltadas del mismo color de su bilé—. Con razón Javo me encargó contigo: eres de fiar.

—No soy puto —tomé un trago de cerveza—; ¿a qué te refieres con que soy de fiar?

Se jaló la playera, como si le viniera chica o estuviera adherida a su piel a causa del sudor. Aunque siempre habían estado frente a mí, esta vez ella tenía unos pechos más grandes de lo que había supuesto.

—Me dijo que confiaba en que cuidarías de mí y no intentarías meterme mano porque eres buen amigo. 

—No intentaré meterte mano porque, uno, eres pareja de mi amigo, y dos, no soy un animal sexual. 

Como cotorras libres de su jaula, las carcajadas de Thalía revolotearon por los muros.

—Animal sexual, ¡qué cosa tan chistosa! —dijo chistosa de manera extraña, sin aliento—. Dame otra cervecita y olvídate de pendejadas… Tengo hambre. ¿Me invitas algo de comer?

Mi primo Mayolo cada tarde, cuando volvía del trabajo, apestando a cemento fresco y sudoración agria, se despatarraba en una de las sillas del comedor y, con un categórico tono autoritario, donde relucían onomatopeyas y parangones entre animales de corral y yo, solía enviarme a la tienda por su caguama y frituras.

—Pero no quiero ir.

—Vas o te madreo, marrano.

Bajé la vista al piso. En el linóleo desprendido, descubrí la forma de un triángulo que, según recordaba, no estaba ahí por la mañana.

—Oye, putón —me dijo Thalía con una confianza excesiva—, ¿me vas a convidar algo de comer o —hizo girar su índice como si enrulara algo— tendré que salir por el barrio sin nada en la panza, hasta que un buen samaritano me alimente?

Hubo una ocasión, ya en los últimos días de su estancia, en la cual Mayolo llegó con los pies cuajados de lodo. Al quitarse los botines y desnudar sus pies, saltó a mi vista un apretado y supurante manojo de hongos. Su piel estaba raída, sangrante, y tiras de pellejo pendían de entre los dedos. El olor a queso, confinado en una caverna por meses, horadó mis conjuntivas hasta hacerme llorar.

—Órale, marrano —me tendió un tubo de crema Ting—, sirve para algo y lávame las patrullas, y después ponles esto.

—Pero me da asco.

—Me vale.

Mientras perdía la vista en el triángulo, pensé en la razón por la cual había aceptado hacerle aquella curación a mi primo. Todavía sentía en la yema de los dedos la suavidad de la piel muerta desprendiéndose de cada falange, la tibieza de los fluidos que supuraban las heridas, el chascar del jabón limpiando la sangre, como un batracio refocilándose en un estanque.

Froté mi mano en la pernera del pantalón a la altura del bolsillo donde traía el cambio de la tienda. Lo hice con tanta fuerza que las monedas tintinaron. Thalía me dijo:

—¡Ah!, ¿el dinero te quema las manos? ¿Quieres invertirlo en mí?

Se levantó y giró, enseñando sus formas. Se dio una nalgada de manera artificiosa, de comercial de faja moldeadora o algo semejante. Ahora, ese cuerpo de hombre era ya de mujer, un cuerpo mucho más generoso y bello que el que había entrado a mi casa. Tocaron la puerta.

—¡Javo! —Corrió hacia mi amigo y le saltó encima. Le atenazó la cintura con las piernas. Por un instante, pude mirar los talones de Thalía: la piel era ahí mucho más blanca que en todo su cuerpo, y no tenía ningún callo. Se besaron en esa posición.

—Me da gusto que te hayas adelantado a armar la fiesta. —Javier señaló con el índice las cervezas a medio terminar—. Ahora ya nada más invita las pizzas, ¿no?

En ese momento, me miré la palma de la mano que había estado frotándome. Se me había irritado a causa del estrés de mi infancia. Fui hacia la maleta de Thalía, apelotoné dentro de ésta la ropa que ella había tirado por la estancia, y, como pude, la arrojé por la puerta abierta.

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Publicado en Luvina, revista de la Universidad de Guadalajara, no. 110, primavera de 2023, pp. 97-101.

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martes, 25 de octubre de 2022

Celebración de lo invisible


La tendencia actual consiste en infravalorar la vejez y regodearse en la juventud. La efebocracia, que se arraigara entre nosotros a partir de los años ochenta del siglo XX, y que empleara a los músculos y la piel radiante como ariete contra la decadencia y la enfermedad, ha borrado a la senectud de un palmetazo. Vejez que asimismo pareciera invisible cuando se habla del contenido de la literatura mexicana de los últimos tiempos.

Y es lógico: “Cuando uno es joven […]”, dice el narrador de Macho Viejo (2015), “la muerte se contempla como algo tan distante, tan lejano y ajeno a nuestros ímpetus que ni se nos ocurre que algún día dejaremos de existir”.

Sin embargo, queda mucho por aprender en torno a la última etapa de la vida y esta novela de Hernán Lara Zavala (Ciudad de México, 1946) ofrece la posibilidad de experimentarla de manera poco ordinaria, muy diferente a la postración e incapacidad física que nuestra época estereotipa.

¿Cómo se vive la soledad cuando el gran amor de la vida ha muerto? ¿Qué posibilidades existen para ejercer la sexualidad una vez que el vigor amaina? ¿Cómo aparecen las enfermedades? ¿Cómo se encara la muerte?

“Un ser humano no vive para sí mismo sino encadenado a otros”, se dice aquí. “Cuando los que amamos nos abandonan, se enferman o mueren, los contemplamos en su verdadera magnitud. A veces enaltecida, a veces degradada. Lo único que perdura en esta vida y nos justifica ante ella es la constancia, la entrega y la intensidad de nuestros afectos y de nuestras convicciones.”

Así, las respuestas a las preguntas anteriores se despliegan en esta novela con una sensibilidad dulce y tórrida, escenario donde abundan el mezcal, el sol, la humedad sabrosa de la playa, y también el deseo, que nuevamente se calienta de manera inesperada, o donde la alegría fluye una vez más por las venas cuando se recuerdan los momentos que integran una vida.

Macho Viejo es una experiencia que conmueve, se pude resumir de manera sucinta, lo cual a partir de las primeras páginas se sobrepone a la resistencia que el título acusa, ya que macho es un concepto apestado y cuestionable en nuestros días, pero que Lara Zavala retoma con otra intención.

“¿Y macho? ¿Acaso te consideras macho?”, se cuestiona el protagonista. “Menos aún, pues has conocido el miedo, la vergüenza y hasta la cobardía?”

De esta manera, desluce aquí la toxicidad con la que se relaciona ese término: Macho Viejo es más bien una reflexión sobre lo varonil, con sus fortalezas y debilidades; es la mirada de Ricardo Villamonte, médico de provincias y protagonista.

Porque Macho Viejo es asimismo el apodo de Ricardo, quien ha seguido su destino de “la medicina, el mar y Rosa”. Trabaja en Puerto Marinero, un litoral ficticio que se parece al San Agustinillo o Puerto Ángel oaxaqueños.

Es un hombre de sesenta y cinco años, viudo, que a lo largo del libro le irá contando al lector qué ocurrió con su esposa Rosa. “Las relaciones que asumimos de por vida acaban irremediablemente en la separación o la muerte, a veces en la desgracia.”

Tiene amigos como Papá David, un dentista y sacerdote, que lo orienta y cura. También, le gusta el buceo, y gracias a esta afición traba amistad con un pargo, pez recluido en la soledad de una gruta tras librarse del anzuelo de uno de los pescadores de la zona.

Y continúa siendo atractivo para mujeres como Cintia, con quien tiene una aventura y cuya intimidad se muestra con una narración intensa, erótica y piadosa a la vez, que esclarece el tabú de la sexualidad en las postrimerías de la vida.

Macho Viejo es además un médico generoso: perdona el pago a quien no puede cubrir sus honorarios, e incluso recibe terneras a cambio de la consulta. Esto le ocurre con el Gavilán Pollero, donjuán de provincias al que le han macheteado el miembro las mujeres con las que vive, y que se le aparece suplicando ayuda para que se lo reimplante.

Éstas son algunas de las tramas que irán desarrollándose de manera por demás entretenida: al final de cada uno de los cuarenta y seis capítulos el autor deja cabos sueltos que más adelante se retoman. Lo cual evita que la atención decaiga. A esto se suma un estilo conciso, que emociona debido al discurso libre de explicaciones en el que sólo se muestran los ires y venires de los personajes. Como de película. 

Justamente: quizás el único detalle en contra sea el uso de los diálogos. La mayoría son naturales, pero un puñado parece demasiado literario.

La novela está inspirada en la trilogía Puerto escondido, narraciones y vivencias del Viejo (1992), Las historias del Viejo de Puerto Escondido (1993) y Puerto Escondido: Había una vez un paraíso (1997) de Roberto Cortés Tejeda (1936-1999), autor desconocido para la literatura mexicana y quien viviera en Huatulco. Es necesario establecer diálogo con los escritores de quienes nos sentimos deudores, pareciera asumir Lara Zavala en la nota al final del libro, donde habla sobre la obra de Cortés.

Las mejores novelas nos dan la posibilidad de calzar zapatos o sandalias ajenas, como en este caso. La encarnación eficaz en un cuerpo de tinta palpitante, en alguien que desconocíamos antes de abrir las solapas del libro, requiere maestría, tiento, dominio de técnicas narrativas que se perfeccionan con años de práctica. Virtud de la veteranía que el apresurado tiempo de la efebocracia* desconoce. En ese sentido, quien lea estas páginas se halla en buenas manos: Lara Zavala es un autor experimentadísimo, que prodiga recursos técnicos para narrar una historia libre de ambigüedades y abstracciones; con sólo la palabra en bañador, podría decirse.

Macho Viejo es la inmersión en un río por el que tarde o temprano descenderemos. “Ese gran río de estrellas, río de leche lleno de mundos y atestado de luminarias celestes.” Es la constatación de que somos una totalidad, masa acuática en la que abundan las mismas interrogantes, miedos y alegrías, tanto si ya se vivieron, como si su arribo se aproxima. “Somos nuestro pasado, y por ello rememorar cómo se desplegó la intensidad de la existencia en diferentes momentos y circunstancias resulta no sólo placentero, sino estimulante”, dice el narrador. Aspecto que dota al libro de una atemporalidad que se manifiesta todavía en cada uno de sus párrafos a casi siete años de haber sido editado.

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* Neologismo de Leonardo da Jandra (Chiapas, 1951), quien cuenta con otros también muy elocuentes, como plebefobia.

Lara Zavala, Hernán, Macho viejo, México, Alfaguara, 2015, 156 pp.
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Publicado en revista Casa del Tiempo, número 4, época VI, agosto-septiembre de 2022, p. 75-77.



martes, 28 de junio de 2022

Prefiguraciones del fin


Nada se sabe de la existencia después de la muerte, solo trazos en algunos mitos como el citado en la República de Platón, donde los dioses al soldado Er le conceden la gracia de la memoria después de su fallecimiento para que recuerde todo lo visto en el inframundo. De esa manera, volverá con los vivos a narrar cómo las tres parcas —Cloto, Láquesis y Átropos— hilan, alargan y cortan el destino de las almas, las cuales aguardan su próxima reencarnación en la Tierra. O el recuento que el padre fantasmagórico del relato “Nadar de noche” (1991), del autor bonaerense Juan Forn, le hace a su hijo durante una velada al lado de la alberca: “[El inframundo es] como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.”

No obstante, existen evidencias clínicas de que durante la agonía podrían aparecer aquellos con quienes el enfermo terminal departió en vida: familiares, amigos e instantáneas presentes a la hora señalada por Átropos, que consuelan a quien muere con renovados ojos.

Death is but a dream. Finding hope and meaning at life’s end,* del doctor Christopher Kerr, director del Hospice and Palliative Care Buffalo, en Nueva York, con la colaboración de la profesora Carine Mardorossian, recaba las experiencias de numerosos enfermos terminales, que en sus últimos momentos dicen ver a seres físicamente inexistentes en el hospital. Los ancianos presencian a los padres fallecidos durante la infancia, los niños sonríen ante la visita de su perro muerto, algunas madres arrullan entre los brazos al hijo que ya es adulto o los soldados narran con lucidez batallas inquietantes. Las visiones ayudan al moribundo a reunirse con aquellos seres amados y diluidos en el tiempo, mensajeros de compasión y de paz. De esta manera, la conciencia de quien muere le resta temor al fin. 

“Para mí, todo esto significa que las mejores partes de la vida nunca se pierden realmente. En una ocasión una paciente con demencia avanzada quería salir del hospital porque necesitaba ir a su boda”, dice el doctor Christopher Kerr para LitMed Magazine. “Rebosaba amor y alegría al revivir el mejor instante de su vida a pesar de estar cerca del último. La paradoja de la muerte es así: vemos un deterioro físico, pero el paciente está muy vivo, incluso iluminado, emocional y espiritualmente.”

Los hallazgos del doctor Kerr se replican en la literatura. O quizá sea al revés. Cuentos con sesenta años de antigüedad acreditan las presencias inmanentes a la agonía, cuando la práctica médica apenas hoy las enarbola como descubrimiento. Y para confirmarlo puede uno acercarse a la obra de Dino Buzzati (1906-1972).

Nacido en Belluno, provincia en el norte de Italia, el también pintor y periodista del diario milanés Corriere della Sera publicó en 1958 el cuento “El asalto al Gran Convoy”, incluido en la colección Sesenta relatos.

Gaspare Planetta, un viejo bandido, y el joven Pietro, de diecisiete años, planean dar un último golpe, el alivio definitivo a sus bolsillos maltrechos. Intentan robar el Gran Convoy, el tren de los impuestos que una vez al año recorre las vías cargado de oro, pero también de soldados que lo resguardan. Lo que parece un suicidio debido a que ninguno de los dos es físicamente capaz de hacerle frente a un desafío de esas dimensiones.

Mientras acechan el tren desde la colina más próxima, Buzzati le da un giro a la historia y, una vez más, como en muchos de sus cuentos, se desliza por lo maravilloso. Herido de bala a causa del disparo sorpresivo de alguno de los custodios, el viejo Planetta se tumba en la colina. Ahí, confundido y atemorizado, percibe a sus antiguos compañeros de oficio, incluso, se le aparece ensillado Polàk, su caballo muerto: “Parecían diáfanos como una nube y, sin embargo, destacaban claramente sobre el fondo oscuro del bosque. […] Los reconoció. Eran sus antiguos compañeros, los bandoleros muertos que venían a buscarlo. Rostros curtidos por el sol y atravesados por largas cicatrices, […] semblantes honestos y simpáticos, polvorientos por las batallas. […] Planetta se levantó, ya no de carne y hueso como antes, sino diáfano como los otros, y a la vez idéntico a sí mismo.” El viejo ladrón está muriéndose, mas esto lo sabe solo el lector.

Pueden enumerarse docenas de relatos de Buzzati —“Una muchacha que cae”, “Siete pisos”, “Los bultos del jardín”, “Una gota”— donde la caducidad de la vida juega un papel preponderante, pero en ninguno de ellos el escritor describe con tanta exactitud el paso previo a la muerte como en “El asalto al Gran Convoy”, cuya semejanza con los casos del doctor Kerr es asombrosa.

Y es que, desde hace mucho, ha desaparecido el sentido de la vida humana inmerso en las leyendas, fábulas y mitos. Buzzati sugiere esta idea en otro cuento, “La muerte del dragón”. En él, unos cazadores destrozan a la criatura del título y a sus pequeños críos. La masacre la llevan a cabo como símbolo de la disolución de la sabiduría de los cuentos a manos de la modernidad. Los aprendizajes milenarios que estos suministraban, en el siglo XXI han sido degradados a llana fantasía, a menos de que la práctica médica los reivindique.

Es por esta razón que libros poseedores del alma científica, como el del doctor Kerr, con “asombrosos personajes e historias de la vida real”, según versa la cuarta de forros, terminan por coincidir con una narración escrita décadas antes. ¿Cómo hizo Buzzati para encuadrar su cuento en terrenos hoy apenas descubiertos por la práctica clínica? Será porque la “historia verdadera” de inapreciable valor, sagrada, ejemplar y significativa se ha mudado a nuestros sueños y a nuestra imaginación desde hace tiempo, dice Mircea Eliade con respecto al mito.

Al final, poco sabemos. La muerte continúa siendo el primordial misterio al cual la literatura trata de dar solución. O al menos aproximarse. Para eso, contamos con un puñado de páginas, en las cuales los escritores tratan de hallar una respuesta inequívoca. La misma que puede ser muy sencilla, claro está. Como la visión sugerida en La muerte de Iván Ilich (1886), donde el funcionario zarista, el entrañable personaje de Lev Tolstói, abre los labios y pronuncia entre gorgoteos y estertores espaciados: “¡Entonces es así! ¡Qué alegría!”

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* Christopher Kerr y Carine Mardorossian, Death is but a dream. Finding hope and meaning at life’s end, Nueva York, Avery, 2020, 256 pp.

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Publicado en Letras Libres en marzo de 2022.

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sábado, 5 de febrero de 2022

'Muerte derramada' de Mario Sánchez Carbajal*

La primera impresión que uno tiene al leer los cuentos de Muerte derramada es la de estar frente a un autor de experta sensibilidad narrativa. Si uno pasara de largo por la ficha biográfica en la solapa, sin mirar la fotografía ni los datos onomásticos, podría jurar que lee a un escritor de cincuenta o sesenta años de edad, es decir, a un cuentista experimentado y maduro, en completo dominio de su oficio, quien ha sorteado los años de la vaga juventud.

Esta misma impresión tuve en semanas recientes al releer los cuentos de Muerte de derramada, y fue exactamente la misma de hace siete años, cuando Mario me obsequió la primera edición del libro que hoy nos reúne. Yo había leído antes La línea de las metamorfosis (2013), su primer libro, un compendio de minificciones cuya escritura cuidadosa y resorte imaginativo me habían sorprendido. Pero luego de leer Muerte derramada, mi impresión caminó hasta el borde de aquella pendiente donde todo lector equilibra antes de echarse a correr en pos de la admiración. Esto se debió a que no podía creer lo sólidas que eran las tramas ni lo plástico de sus imágenes —especialmente esto último—, en donde pareciera que las palabras bailan en torno a nosotros o, mejor aún, nos toman de las manos para introducirnos con ritmo de contradanza al universo mefistofélico que proponen.

Porque es cierto. Las historias de Muerte derramada se desenvuelven en lo sórdido. En ellas hay niños que juegan con muñecos diabólicos, hombres desalmados que enloquecen en tugurios de mala muerte, mujeres que reciben el anuncio del fallecimiento de una hija a través de emisarias misteriosas o familias disfuncionales que asfixian a sus integrantes.

Muchas veces me he preguntado de dónde proviene la fascinación por la oscuridad del amable y tranquilo Mario que conozco. Sin embargo, luego de pensarlo, freno mi puya moral, porque reconozco que yo —o los lectores, en general— solemos evaluar la literatura como si fuera un ideario de la época, con sus sueños de justicia social y “buenismo” al fin cristalizados, en lugar de darnos cuenta de que el arte radica en nunca voltear la cara a la verdad por más que duela, en mirarla de frente, y en este caso, la verdad propuesta por Mario es incómoda, porque contiene más de nosotros mismos que todos los ideales que aparecen actualmente en las pantallas, pretendiendo reflejarnos. Es decir, negar la oscuridad del espíritu humano es una ingenuidad que ningún lector serio debería permitirse.

Volviendo a lo mefistofélico, trayendo a colación a Goethe y su Fausto, a veces pienso que nuestro autor aquí presente ha pactado con el diablo. Han pasado sus buenos once años desde que nos conocimos aquella ocasión en el encuentro de escritores de nuestra respectiva beca del Fonca, él en cuento, yo en novela, y lo veo tan jovenazo como entonces.

Es como si hubiera caído a la Tierra ya con treinta y pico años de edad, y su tiempo biológico se hubiera detenido, pero también, es como si hubiera venido a este plano con un bagaje enorme a cuestas de lecturas de escritores latinoamericanos —de los cuales él siempre me habla y yo tomo nota—, y hubiera escrito de manera magnífica desde la primera vez. Esto lo supongo debido a que jamás le he conocido un texto malo, de principiante. Y vaya que he leído todos sus libros, e incluso cuentos inéditos.

Sé que no van a creerme, que dirán que es mi amigo y le aplaudo. Sin embargo, para que no les quede duda, los invito a leer Muerte derramada, donde la oscuridad trae consigo la luz y la muerte diseminándose es el preámbulo del alumbramiento. Dinámica de la vida que solamente un viejo-joven demiurgo, como Mario, podría conocer y obsequiarnos. 

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* Texto leído el pasado 8 de enero de 2022, durante la presentación de Muerte derramada (Malabar, 2021) de Mario Sánchez Carbajal.

El amor de Saturno

Donde yacen los perros


miércoles, 12 de enero de 2022

El amor de Saturno

Pervive en el inconsciente humano la idea de que el padre devorará a sus hijos tarde o temprano. El Saturno desgreñado y enjuto de Goya es la representación habitual de esta tendencia desenvuelta en el plano simbólico, y la cual tiene su expresión máxima en la literatura, con padres-Saturno o padres-ogro a quienes los hijos deben desafiar.

Sobre esto último pueden citarse dos ejemplos de muchos: Billar a las nueve y media (1959) de Heinrich Böll, donde el arquitecto Robert Fähmel destruye la abadía construida por Heinrich Fähmel, su progenitor; o El libro de todas las cosas (2004), novela infantil del neerlandés Guus Kuijer en la cual el pequeño Tomás aprende a librarse de su papá violento.

Escasean las obras contemporáneas donde la figura paterna sea amorosa con sus vástagos. Lo cual posiblemente se deba a que la literatura escrita en el último siglo se sostuvo en la “sociedad disciplinaria”, llamada así por el ensayista francés Michel Foucault, o en la “modernidad sólida” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Es decir, la literatura replicó un modelo masculino, el cual se petrificó en sus ideales, y bien se sabe que todo idealismo lapida cuando se fuerza a otros a obedecerlo. 

Más allá de las reflexiones al respecto, siempre será saludable para el arte ir a contracorriente de las ideas imperantes en el trecho de historia donde se desarrolla. Tirar las mentiras de la mesa y mirar la luz a través de las rendijas de lo hoy vituperado.

El protagonista de Un año pésimo (1985) es Dominic Molise, un muchacho de Roper Creek, Colorado, Estados Unidos, hijo de una familia italoamericana pobre, que a los diecisiete años desea convertirse en jugador profesional de beisbol. Es 1933 y para cumplir esta meta debe enfrentarse a su padre y al destino como albañil que él quiere imponerle, el oficio predominante por generaciones sobre los Molise.

Dominic necesita huir de casa antes de que su excelente brazo zurdo —fuerte y preciso para lanzar la bola lejos del bat contrincante— se atrofie construyendo muros de piedra. Su brazo es su tesoro y en innumerables ocasiones a lo largo del libro lo vemos acicalándolo con pomada para mantenerlo caliente durante el invierno, cuando se frena la práctica del beisbol en el pueblo. Sin embargo, como carece del dinero para el viaje a Chicago, lugar donde podría enrolarse en los Cubs, el equipo de su pasión, decide vender la revolvedora de cemento del padre y así obtener algunos dólares.

Una tarde, la sube a la camioneta que un amigo le facilita y arranca directamente a la ferretería de Roper. En el trayecto, Dominic justifica el robo diciendo que cuando sea un beisbolista exitoso le comprará al papá una máquina nueva, más grande.

Apenas se marcha, la abuela Bettina sale de la casa y le grita en italiano con ojos indignados: “Ladrón, estás robando a tu propio padre; no le hagas esto al hijo de mi vientre. Cómo quieres que mezcle el cemento, ¿con las manos? ¡Esto es América! ¡Esto es!”

La escena es impactante porque Dominic se convierte aquí en parricida simbólico. Sin la herramienta fundamental para ejercer su oficio, el hijo condena al padre al desempleo y a la crudeza del hambre que ello trae consigo. También condena a sus hermanos pequeños, a su madre y a la abuela a idéntico futuro depauperado.

Por eso, su brazo lanzador le dice a través de un monólogo interno: “Dale vuelta a la camioneta y regresa. Pon ladrillos como tu padre, cava zanjas, sé un vagabundo si no tienes más remedio, pero huye de esta ignominia”.

Vuelve a casa avergonzado y entrega al hombre la revolvedora, quien triste, ni siquiera molesto, sólo triste, lo aguarda en el porche donde ocurrió el robo. Durante la novela lo habíamos visto inflexible y seguro de la orientación dada a su hijo, a quien desaconseja una y otra vez, de buenas y malas maneras, seguir el sueño de beisbolista profesional, pues la posibilidad de fracaso es del noventa y nueve por ciento.

Cuál es la sorpresa —en uno de los momentos más poderosos de toda la obra de Fante—, que horas después el padre da el dinero a Dominic para que vaya a convertirse en pelotero: el hombre ha vendido por su cuenta el armatoste y ha conseguido los dólares que quizá cristalicen el deseo de su hijo, aunque eso represente privaciones en el tiempo inmediato.

Como el resto de la narrativa de John Fante (1909-1983), Un año pésimo se basa en su historia familiar. Sin embargo, es diferente a sus otros libros en los cuales “le carga la mano” a la figura paterna. En este caso, abandona al entrañable Arturo Bandini o al Henry Molise de sus novelas tardías, y se enfoca en su hermano de la vida real, quien tuviera el mismo deseo que el Dominic del libro y que, como es posible inferir, fracasó como pelotero y se convirtió en el albañil anhelado por el padre.

Los acontecimientos de Un año pésimo no ocurrieron como tales. Eso se da por hecho. Al menos no ocurrieron como Fante los organizó para darle salida a sus memorias de modo que nos hablaran de nuestro padre, de nuestros hermanos, de nuestros sueños.

A veces enfocándose en el alcoholismo paterno (La hermandad de la uva, 1977), a veces en sus propias ilusiones y frustraciones como escritor (tetralogía Arturo Bandini), a veces desnudando el fanatismo religioso de su madre (La orgía, 1986; El vino de la juventud, 1985), Fante nos contó a lo largo de nueve libros sobre la desventura de su familia; no obstante eso, en ninguno es posible aburrirse de lo mismo.

En éstos, la narración desde el plano micro de la soltura de las frases, la libertad para repetir un verbo idéntico en oraciones contiguas, en pos de la fluidez y naturalidad, sin la autocensura del gramático que todos los escritores llevan dentro; hasta el plano macro de los cimientos de sus historias, los cuales descansan en una delicada mas férrea arquitectura, al igual que las casas construidas por su padre, el albañil retratado aquí, el objetivo del autor es convencernos de la “verdad”, la “verdad” con la cual vivía a diario.

La literatura trata de eso. Cada autor tiene sus verdades acomodadas en la repisa. Cuando escribe un libro, toma alguna y la pone en el escritorio, la mira, la escucha. Esa verdad podría ser que los peces escupen lumbre, por ejemplo, o que los padres aniquilan los sueños de sus hijos, tal y como determinaba el mundo en el que Fante creció, o que el progenitor —y he aquí lo valioso— también puede redimir a su vástago.

No importa cuán insólita parezca la teoría, el talento gira en torno a la capacidad de convencer de ella al lector. La novela termina siendo un sistema de verdades íntimas que el escritor organiza con encanto, con lógica. Ése es el truco.

Seguramente lo narrado en Un año pésimo ocurrió a medias. Quizá Fante conocía la versión relatada por su hermano o, menos aún, poseía apenas algunos recuerdos. Tal vez ni siquiera hubo una confrontación directa padre e hijo. Pero él tomó la anécdota —que cualquier aficionado hubiera hecho añicos al contarla con un melancólico tono, depositando la valía de lo escrito en sus recuerdos (algo ingenuo)—, para dotarla del sentido y especialmente de la emoción por vernos reflejados en sus páginas, a tal punto que nos transforma cuando la leemos.

Transformación que repercutió muy alto, en la jerarquía de pensamiento que en ese entonces determinaba cuán maligno era el padre-Saturno, a quien Fante se encargó de arrancarle los andrajos y vestirlo con el amor que muchos papás sienten por sus hijos, pero que a veces ignoran cómo expresarlo.

Fante, John, Un año pésimo [1933 Was a Bad Year], Barcelona, Anagrama, 2005, 139 pp.

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Publicado en revista Casa del Tiempo de la UAM, noviembre-diciembre 2021. 

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Donde yacen los perros

Ventura López o un relato millonario


lunes, 28 de junio de 2021

Donde yacen los perros


Son los propios novicios los que aparecen ataviados con pieles […] es decir, asimilan la esencia divina del animal iniciático y por ello resucitan a la vida a través de éste.

M. ELIADE, Nacimiento y renacimiento


Porque carecíamos de imaginación, o quizá porque a partir de entonces la flojera mental se había apoderado de nuestra cabeza, lo apodamos Mata Perros.

Cada tarde, después de la escuela, salíamos de expedición al puesto de periódicos del parque, por las revistas de encueradas que vendíamos a precios obscenos entre los muchachos del nivel superior. Las que mejor pagaban eran las que tenían fotografías del chocho, abrillantado de aceite, como cuerito de puerco, o imágenes de pezones del tono de una barra de jabón de unto, rositas. Los de sexto grado decían que chichis de ese tipo no existían en la colonia y ni siquiera en la ciudad, únicamente puro pezón moreno, y nosotros prietos, casi cambujos, queríamos mejorar la especie con las güeras. El asunto era conseguirlas.

Teníamos once años y ni de milagro la vieja del puesto, que resurtía los ejemplares cada semana, nos vendía las revistas. Cuando nos hacíamos tontos ahí al lado, con la intención de primeramente pedirle la mercancía a cambio del costo correspondiente, dinero que duplicaríamos con el negocio en la escuela, nos mojaba con un clavel que humedecía en un florero, porque sólo así, decía, se nos bajaba la calentura. Luego, intentábamos sustraer el material cuando uno de nosotros la distraía, pidiéndole que recontara el sermón del domingo, mientras los otros, al igual que una jauría, mordisqueaban con la mano la caja de cartón donde ocultaba a las encueradas, y jalaban varios números. Esto funcionó las primeras ocasiones. Hasta que el hijo de la vieja, un gordo de frente chipotuda, según esto luchador de cuadrilátero callejero, le llevó un pitbull jaspeado de dientes del largo de nuestros dedos, que ató a un paso del puesto esperanza de nuestras chaquetas. Asesino, le llamaba. Rabioso, en cuanto aparecíamos a una cuadra de distancia, el Asesino mordía el eco de los pasos con que salíamos corriendo fuera de su territorio. La vieja satisfecha metía las manos al mandil. Sonreía con sus dientes podridos, como la porcelana de un retrete de mercado.

Fue entonces que el Mata Perros apareció. Se llamaba Jacinto Buendía. Tenía diez años de edad, uno menos que nosotros porque había adelantado año gracias a su inteligencia. Estaba ponchado. Desde chico, además del estudio, se había dedicado a trabajar con su tía veterinaria y desde los seis cargaba bultos de croqueta o sacaba a pasear a los mastines de una casa ricachona, sin que se le echaran a correr ni una sola vez.

En aquella época se carecía del cuidado relamido que se da hoy a los animales, especialmente a los canes. Tanto a ellos como a nosotros se nos educaba a la vieja usanza: si volteábamos el plato de comida, palazos; si llorábamos, porque nos asustaban las tormentas eléctricas, palazos; si tirábamos de la mano a nuestras madres durante un paseo, palazos.

Jacinto sabía dominar a los animales casi con la mirada. Les chiflaba a los perros tripones de la carnicería y estos lo reverenciaban con el hocico gacho cuando pasaba a su costado. Me enteré que una vez, con sólo acariciarles los lomos, separó a una pareja de caniches que se había quedado unida por sus partes después de la cópula.

Sin embargo, si el chiflido no funcionaba para controlarlos, Jacinto el Mata Perros enaltecía su apodo y sacaba una ballesta con pasador para el cabello afilado, del tipo que entonces muchos empleábamos para agujerear fresnos o llantas abandonadas al dispararlo con un básico aunque funcional dispositivo de liga. Pero él había llevado el invento a otro nivel.

Quién sabe cómo, había conseguido los mismos elementos pero reforzados. La liga no se cuarteaba nunca, el popote jamás se doblaba, el pasador era plateado y su filo resplandecía bajo el sol y cortaba una hoja de papel con sólo dejársela caer encima. Nunca nos confesó su técnica de armado. Tampoco reveló la forja del metal. Algunos especulamos que la afilaba con lima de tornero y que el popote provenía de una manguera hidráulica, además de que la ligota era más bien un pedazo de banda automotriz. Únicamente sabíamos que esa flecha salía disparada del arco de sus dedos hasta clavarse a metros de distancia en el lomo de algún perro salvaje. Fue así como el Mata Perros poco a poco fue ganándose su lugar dentro de la pandilla a pesar de que, sotaco, nos llegaba debajo del hombro. 

También se reía mientras le contábamos cuanta chaqueta hacíamos con las revistas. Yo no era jarioso pero los otros, tanto nuestros clientes como los que conformaban nuestro batallón, eran expertos en frotarse el bálano con Teatrical y meterlo en una dona de plástico; en enroscarse el calzón de la prima u olerlo mientras salía del cabezón una gota de semen que luego los cochinos probaban para saber si les gustaría comérselo a las muchachas que pronto se ligarían, y con quienes pondrían en práctica cada una de las posiciones sexuales de las porno.

Pero el Mata Perros se nos había adelantado. Aseguraba que su tía la veterinaria tenía una hija de nuestra edad, ¿Lulú o Rosi?, con quien jugaba al doctor y a la que le chupaba hasta los deditos de los pies. Cuando lo decía, yo imaginaba que le sabrían a queso de puerco. Jacinto tenía la idea de irse con ella a vivir a otra colonia o por lo menos a otra casa, porque el padrastro también le hacía lo mismo a la nena, y el Mata Perros estaba celoso. No quería que nadie tocara al amor de su vida. Por eso se enroló con nosotros, por el dinero para construir su reino.

El negocio de las revistas, de unos meses a la fecha, había crecido exponencialmente. Había varo de sobra. La demanda era tanta y el producto tan escaso, que vendíamos por página en vez de ejemplares completos. Yo arrancaba las hojas y otro las doblaba en forma de avión o barco, procurando que las chichis y el monte de Venus de nuestras mujeres no se apreciara, sino hasta deshecha la figura. La manufactura y distribución eran fáciles. El dinero caía en forma, nadie se quejaba, todos estaban contentos y con pelos en la palma de la mano. El problema era que necesitábamos material suficiente para cumplir con la demanda, y la doña del puesto lo tenía. Ella y su perro.

Armamos un plan. Jacinto el Mata Perros se encargaría del animal mientras los demás huíamos con la caja de cartón hasta mi casa, en donde esconderíamos a las mujeres por un rato, dos o tres días, y las venderíamos cuando ya nadie recordara el hurto.

Votamos por si el Mata Perros debía liquidar a la bestia o nada más domarla por las buenas, disuadirla del ataque. Ganó el pacifismo. Pero llevaría la ballesta de popote por seguridad. No correría riesgos. Conocía bien a los canes y sabía que algunos eran impredecibles, como los de raza mixta. Lo liquidaría si fuera necesario.

No le pensamos más. La demanda pornográfica era insostenible. Además, el curso estaba a semanas de concluir y después de eso nos quedaríamos sin clientela, porque la próxima generación, la más grande, éramos nosotros mismos. El arriesgue consistía en que si los niños más chicos no gustaban de masturbarse tanto, tantísimo como los que ya iban de salida, el mercado eyacularía su extinción.

En ese dato pensaba yo cuando aquella tarde salimos por nuestras mujeres, así nos costara una mordida del Asesino, y subsecuente rabia. Nuestro apetito era de vida o muerte. Debíamos ser valientes.

A una cuadra de distancia, el Asesino levantó las orejas. La mayoría de nosotros se quedó paralizada de temor. Sólo el Mata Perros caminó hasta unos metros entre el can y él.

La vieja se levantó de su silla. Tomó la escoba con que barría la banqueta y le pegó al perro. A ver, Asesino, quiero que empieces a gañir porque estos mugrosos quién sabe qué quieran, le dijo.

Yo y dos más, ¿Nachito y el Gordo?, seguimos al Mata Perros. La sombra de su cuerpo se alargó en el piso y lo imaginé como un gigante de tres metros de altura que llevara en la mano un báculo: la sombra del popote que serpenteaba sobre el pavimento.

El Asesino abrió el hocico. La baba se desprendió de sus fauces. La vieja fue a donde estaba el seguro de la cadena, se inclinó y dijo, liberándolo: Esto quieren, bestias, esto tendrán. Nos paramos en seco. El Mata Perros le silbó. El animal mostró el perfil en el que tenía cicatrices como si de pequeño su madre le hubiera mordido adrede el hocico, para hacerlo fiero, y curvó el lomo, desperezándose. El silbido fue también la señal para que el resto de los niños saliera tras los arrayanes del parque, tomara furtivamente la caja y huyera a mi casa.

La vieja los vio. Asustada, porque desconocía qué pasaba, tomó el florero con el clavel y roció al batallón a su acecho. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, váyanse los diablos. Los chavos se nos quedaron viendo, a la espera de que les dijéramos si debían correr o aguantar el exorcismo.

El Mata Perros se acuclilló. Enseguida palmeó el piso. Venga, chiquito, calma. En ningún momento perdió de vista al Asesino que se tendió apacible y sacó la lengua, mientras jadeaba acalorado. El animal estaba en paz.

Es todo tuyo, le susurré al Mata Perros. Sin embargo, él irguió el arco, enflechó el punzón en la ligota y se dispuso a dispararle. No voy a confiarme, cuchicheó, ¡agarren todo!, urgió a los niños.

Cuando Nachito y el Gordo saltaron sobre la caja, un gigantesco lobo color tabaco, o al menos aquella era la especie que dominaba su raza impura, le apresó con los colmillos la mano a Nachito, que gritó tan duro que hasta el carnicero de la esquina de enfrente, con el mandil embadurnado de sangre, salió del local con ojos abiertísimos. El perro arrastró al niño y lo metió entre los arrayanes y por allá escuchamos sus gritos, déjame, dios mío, déjame, súplicas que ascendían al cielo. El resto de nuestra jauría se dispersó, como chispas de agua en un comal ardiente.

Sin embargo, cuando ya se había echado a correr con la caja entre las manos, al Gordo lo alcanzó el Asesino. Le saltó al cuello y se lo apretó de tal manera que no pudo gritar. En sus ojos noté la parálisis de las pupilas y cómo algunas tiras de su cabello se revolvieron lentamente en el aire cuando el pitbull lo derribó y le escarbó el pescuezo con los dientes. El Asesino levantó el hocico. Un pedazo de piel humana colgaba de sus fauces. La sangre escurría por el pelambre claro. Las revistas habían quedado regadas en el suelo como un abanico de vaginas y pechos.

El Mata Perros estaba con el arco tendido pero inerte. ¡Haz algo!, le supliqué. Estiró la flecha y la disparó al lobo, que salía de los arrayanes. La punta se le clavó en un ojo con el chasquido de cuando se destripa una uva entre los dedos. El perro aulló, cayó de lado, se retorció hasta que el hijo de la mujer, que había llegado de improviso, le sacó el punzón. ¡Con que muy machos con sus pinches juguetes!, nos dijo. Yo me dispuse a pelear. No es cierto. Más bien, me eché a correr a la carnicería y me escondí detrás del refrigerador, con un ojo puesto en la calle, y olor a manteca en la nariz.

¡Asesino!, ¡Lobo!, gritó el hombre y chasqueó los dedos. Ambos canes se le fueron encima al Mata Perros, que levantó las manos, queriendo defenderse. Resistió las fauces del Lobo, al introducirle los dedos en el hocico, sin embargo, en ese momento el Asesino le clavó los colmillos en la entrepierna y desgarró el short de Jacinto. El animal le apresó el miembro y los testículos y, tal y como los cocodrilos giran sobre sí mismos para cercenar un trozo de carne, se retorció y le arrancó los genitales. Las clientas de la carnicería y el mismo carnicero corrieron a echarles huesos crudos a los canes, para que liberaran al niño. Las bestias lo hicieron.

Tras la lucha, el hijo de la voceadora le pasó el brazo por encima del hombro a su madre. Después se acomodó la playera, que por un instante dejó a la vista sus cicatrices, como salpicaduras de ácido en el abdomen. Luego se limpió el sudor de la frente monstruosa, con chipotes antiquísimos.

En el pavimento, bocarriba, quedó el cuerpo de Jacinto cubierto con sangre, sitiado por nalgas de mujeres y uno que otro rayo luminoso que repercutía sobre el papel bruñido de las portadas.

Cuando nadie les ponía atención, recogí las revistas y, al día siguiente en la escuela, le regalé una a quien me lo pidiera.

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Publicado en Luvina, Revista de la Universidad de Guadalajara, no. 103, verano de 2021, pp. 73-78. Disponible aquí.


Ventura López o un relato millonario

La semilla olvidada