viernes, 10 de octubre de 2025
Vía Láctea
sábado, 25 de enero de 2025
Contra las fauces de la ola*
jueves, 1 de junio de 2023
La última de Lucas
sábado, 18 de marzo de 2023
Batracio
martes, 25 de octubre de 2022
Celebración de lo invisible
martes, 28 de junio de 2022
Prefiguraciones del fin
sábado, 5 de febrero de 2022
'Muerte derramada' de Mario Sánchez Carbajal*
La primera impresión que uno tiene al leer los cuentos de Muerte derramada es la de estar frente a un autor de experta sensibilidad narrativa. Si uno pasara de largo por la ficha biográfica en la solapa, sin mirar la fotografía ni los datos onomásticos, podría jurar que lee a un escritor de cincuenta o sesenta años de edad, es decir, a un cuentista experimentado y maduro, en completo dominio de su oficio, quien ha sorteado los años de la vaga juventud.
Esta misma impresión tuve en semanas recientes al releer los cuentos de Muerte de derramada, y fue exactamente la misma de hace siete años, cuando Mario me obsequió la primera edición del libro que hoy nos reúne. Yo había leído antes La línea de las metamorfosis (2013), su primer libro, un compendio de minificciones cuya escritura cuidadosa y resorte imaginativo me habían sorprendido. Pero luego de leer Muerte derramada, mi impresión caminó hasta el borde de aquella pendiente donde todo lector equilibra antes de echarse a correr en pos de la admiración. Esto se debió a que no podía creer lo sólidas que eran las tramas ni lo plástico de sus imágenes —especialmente esto último—, en donde pareciera que las palabras bailan en torno a nosotros o, mejor aún, nos toman de las manos para introducirnos con ritmo de contradanza al universo mefistofélico que proponen.
Porque es cierto. Las historias de Muerte derramada se desenvuelven en lo sórdido. En ellas hay niños que juegan con muñecos diabólicos, hombres desalmados que enloquecen en tugurios de mala muerte, mujeres que reciben el anuncio del fallecimiento de una hija a través de emisarias misteriosas o familias disfuncionales que asfixian a sus integrantes.
Muchas veces me he preguntado de dónde proviene la fascinación por la oscuridad del amable y tranquilo Mario que conozco. Sin embargo, luego de pensarlo, freno mi puya moral, porque reconozco que yo —o los lectores, en general— solemos evaluar la literatura como si fuera un ideario de la época, con sus sueños de justicia social y “buenismo” al fin cristalizados, en lugar de darnos cuenta de que el arte radica en nunca voltear la cara a la verdad por más que duela, en mirarla de frente, y en este caso, la verdad propuesta por Mario es incómoda, porque contiene más de nosotros mismos que todos los ideales que aparecen actualmente en las pantallas, pretendiendo reflejarnos. Es decir, negar la oscuridad del espíritu humano es una ingenuidad que ningún lector serio debería permitirse.
Volviendo a lo mefistofélico, trayendo a colación a Goethe y su Fausto, a veces pienso que nuestro autor aquí presente ha pactado con el diablo. Han pasado sus buenos once años desde que nos conocimos aquella ocasión en el encuentro de escritores de nuestra respectiva beca del Fonca, él en cuento, yo en novela, y lo veo tan jovenazo como entonces.
Es como si hubiera caído a la Tierra ya con treinta y pico años de edad, y su tiempo biológico se hubiera detenido, pero también, es como si hubiera venido a este plano con un bagaje enorme a cuestas de lecturas de escritores latinoamericanos —de los cuales él siempre me habla y yo tomo nota—, y hubiera escrito de manera magnífica desde la primera vez. Esto lo supongo debido a que jamás le he conocido un texto malo, de principiante. Y vaya que he leído todos sus libros, e incluso cuentos inéditos.
Sé que no van a creerme, que dirán que es mi amigo y le aplaudo. Sin embargo, para que no les quede duda, los invito a leer Muerte derramada, donde la oscuridad trae consigo la luz y la muerte diseminándose es el preámbulo del alumbramiento. Dinámica de la vida que solamente un viejo-joven demiurgo, como Mario, podría conocer y obsequiarnos.
_* Texto leído el pasado 8 de enero de 2022, durante la presentación de Muerte derramada (Malabar, 2021) de Mario Sánchez Carbajal.
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miércoles, 12 de enero de 2022
El amor de Saturno
Pervive en el inconsciente humano la idea de que el padre devorará a sus hijos tarde o temprano. El Saturno desgreñado y enjuto de Goya es la representación habitual de esta tendencia desenvuelta en el plano simbólico, y la cual tiene su expresión máxima en la literatura, con padres-Saturno o padres-ogro a quienes los hijos deben desafiar.
Sobre esto último pueden citarse dos ejemplos de muchos: Billar a las nueve y media (1959) de Heinrich Böll, donde el arquitecto Robert Fähmel destruye la abadía construida por Heinrich Fähmel, su progenitor; o El libro de todas las cosas (2004), novela infantil del neerlandés Guus Kuijer en la cual el pequeño Tomás aprende a librarse de su papá violento.
Escasean las obras contemporáneas donde la figura paterna sea amorosa con sus vástagos. Lo cual posiblemente se deba a que la literatura escrita en el último siglo se sostuvo en la “sociedad disciplinaria”, llamada así por el ensayista francés Michel Foucault, o en la “modernidad sólida” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Es decir, la literatura replicó un modelo masculino, el cual se petrificó en sus ideales, y bien se sabe que todo idealismo lapida cuando se fuerza a otros a obedecerlo.
Más allá de las reflexiones al respecto, siempre será saludable para el arte ir a contracorriente de las ideas imperantes en el trecho de historia donde se desarrolla. Tirar las mentiras de la mesa y mirar la luz a través de las rendijas de lo hoy vituperado.
El protagonista de Un año pésimo (1985) es Dominic Molise, un muchacho de Roper Creek, Colorado, Estados Unidos, hijo de una familia italoamericana pobre, que a los diecisiete años desea convertirse en jugador profesional de beisbol. Es 1933 y para cumplir esta meta debe enfrentarse a su padre y al destino como albañil que él quiere imponerle, el oficio predominante por generaciones sobre los Molise.
Dominic necesita huir de casa antes de que su excelente brazo zurdo —fuerte y preciso para lanzar la bola lejos del bat contrincante— se atrofie construyendo muros de piedra. Su brazo es su tesoro y en innumerables ocasiones a lo largo del libro lo vemos acicalándolo con pomada para mantenerlo caliente durante el invierno, cuando se frena la práctica del beisbol en el pueblo. Sin embargo, como carece del dinero para el viaje a Chicago, lugar donde podría enrolarse en los Cubs, el equipo de su pasión, decide vender la revolvedora de cemento del padre y así obtener algunos dólares.
Una tarde, la sube a la camioneta que un amigo le facilita y arranca directamente a la ferretería de Roper. En el trayecto, Dominic justifica el robo diciendo que cuando sea un beisbolista exitoso le comprará al papá una máquina nueva, más grande.
Apenas se marcha, la abuela Bettina sale de la casa y le grita en italiano con ojos indignados: “Ladrón, estás robando a tu propio padre; no le hagas esto al hijo de mi vientre. Cómo quieres que mezcle el cemento, ¿con las manos? ¡Esto es América! ¡Esto es!”
La escena es impactante porque Dominic se convierte aquí en parricida simbólico. Sin la herramienta fundamental para ejercer su oficio, el hijo condena al padre al desempleo y a la crudeza del hambre que ello trae consigo. También condena a sus hermanos pequeños, a su madre y a la abuela a idéntico futuro depauperado.
Por eso, su brazo lanzador le dice a través de un monólogo interno: “Dale vuelta a la camioneta y regresa. Pon ladrillos como tu padre, cava zanjas, sé un vagabundo si no tienes más remedio, pero huye de esta ignominia”.
Vuelve a casa avergonzado y entrega al hombre la revolvedora, quien triste, ni siquiera molesto, sólo triste, lo aguarda en el porche donde ocurrió el robo. Durante la novela lo habíamos visto inflexible y seguro de la orientación dada a su hijo, a quien desaconseja una y otra vez, de buenas y malas maneras, seguir el sueño de beisbolista profesional, pues la posibilidad de fracaso es del noventa y nueve por ciento.
Cuál es la sorpresa —en uno de los momentos más poderosos de toda la obra de Fante—, que horas después el padre da el dinero a Dominic para que vaya a convertirse en pelotero: el hombre ha vendido por su cuenta el armatoste y ha conseguido los dólares que quizá cristalicen el deseo de su hijo, aunque eso represente privaciones en el tiempo inmediato.
Como el resto de la narrativa de John Fante (1909-1983), Un año pésimo se basa en su historia familiar. Sin embargo, es diferente a sus otros libros en los cuales “le carga la mano” a la figura paterna. En este caso, abandona al entrañable Arturo Bandini o al Henry Molise de sus novelas tardías, y se enfoca en su hermano de la vida real, quien tuviera el mismo deseo que el Dominic del libro y que, como es posible inferir, fracasó como pelotero y se convirtió en el albañil anhelado por el padre.
Los acontecimientos de Un año pésimo no ocurrieron como tales. Eso se da por hecho. Al menos no ocurrieron como Fante los organizó para darle salida a sus memorias de modo que nos hablaran de nuestro padre, de nuestros hermanos, de nuestros sueños.
A veces enfocándose en el alcoholismo paterno (La hermandad de la uva, 1977), a veces en sus propias ilusiones y frustraciones como escritor (tetralogía Arturo Bandini), a veces desnudando el fanatismo religioso de su madre (La orgía, 1986; El vino de la juventud, 1985), Fante nos contó a lo largo de nueve libros sobre la desventura de su familia; no obstante eso, en ninguno es posible aburrirse de lo mismo.
En éstos, la narración desde el plano micro de la soltura de las frases, la libertad para repetir un verbo idéntico en oraciones contiguas, en pos de la fluidez y naturalidad, sin la autocensura del gramático que todos los escritores llevan dentro; hasta el plano macro de los cimientos de sus historias, los cuales descansan en una delicada mas férrea arquitectura, al igual que las casas construidas por su padre, el albañil retratado aquí, el objetivo del autor es convencernos de la “verdad”, la “verdad” con la cual vivía a diario.
La literatura trata de eso. Cada autor tiene sus verdades acomodadas en la repisa. Cuando escribe un libro, toma alguna y la pone en el escritorio, la mira, la escucha. Esa verdad podría ser que los peces escupen lumbre, por ejemplo, o que los padres aniquilan los sueños de sus hijos, tal y como determinaba el mundo en el que Fante creció, o que el progenitor —y he aquí lo valioso— también puede redimir a su vástago.
No importa cuán insólita parezca la teoría, el talento gira en torno a la capacidad de convencer de ella al lector. La novela termina siendo un sistema de verdades íntimas que el escritor organiza con encanto, con lógica. Ése es el truco.
Seguramente lo narrado en Un año pésimo ocurrió a medias. Quizá Fante conocía la versión relatada por su hermano o, menos aún, poseía apenas algunos recuerdos. Tal vez ni siquiera hubo una confrontación directa padre e hijo. Pero él tomó la anécdota —que cualquier aficionado hubiera hecho añicos al contarla con un melancólico tono, depositando la valía de lo escrito en sus recuerdos (algo ingenuo)—, para dotarla del sentido y especialmente de la emoción por vernos reflejados en sus páginas, a tal punto que nos transforma cuando la leemos.
Transformación que repercutió muy alto, en la jerarquía de pensamiento que en ese entonces determinaba cuán maligno era el padre-Saturno, a quien Fante se encargó de arrancarle los andrajos y vestirlo con el amor que muchos papás sienten por sus hijos, pero que a veces ignoran cómo expresarlo.
Fante, John, Un año pésimo [1933 Was a Bad Year], Barcelona, Anagrama, 2005, 139 pp.
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Publicado en revista Casa del Tiempo de la UAM, noviembre-diciembre 2021.
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Ventura López o un relato millonario
lunes, 28 de junio de 2021
Donde yacen los perros
Porque carecíamos de imaginación, o quizá porque a partir de entonces la flojera mental se había apoderado de nuestra cabeza, lo apodamos Mata Perros.
Cada tarde, después de la escuela, salíamos de expedición al puesto de periódicos del parque, por las revistas de encueradas que vendíamos a precios obscenos entre los muchachos del nivel superior. Las que mejor pagaban eran las que tenían fotografías del chocho, abrillantado de aceite, como cuerito de puerco, o imágenes de pezones del tono de una barra de jabón de unto, rositas. Los de sexto grado decían que chichis de ese tipo no existían en la colonia y ni siquiera en la ciudad, únicamente puro pezón moreno, y nosotros prietos, casi cambujos, queríamos mejorar la especie con las güeras. El asunto era conseguirlas.
Teníamos once años y ni de milagro la vieja del puesto, que resurtía los ejemplares cada semana, nos vendía las revistas. Cuando nos hacíamos tontos ahí al lado, con la intención de primeramente pedirle la mercancía a cambio del costo correspondiente, dinero que duplicaríamos con el negocio en la escuela, nos mojaba con un clavel que humedecía en un florero, porque sólo así, decía, se nos bajaba la calentura. Luego, intentábamos sustraer el material cuando uno de nosotros la distraía, pidiéndole que recontara el sermón del domingo, mientras los otros, al igual que una jauría, mordisqueaban con la mano la caja de cartón donde ocultaba a las encueradas, y jalaban varios números. Esto funcionó las primeras ocasiones. Hasta que el hijo de la vieja, un gordo de frente chipotuda, según esto luchador de cuadrilátero callejero, le llevó un pitbull jaspeado de dientes del largo de nuestros dedos, que ató a un paso del puesto esperanza de nuestras chaquetas. Asesino, le llamaba. Rabioso, en cuanto aparecíamos a una cuadra de distancia, el Asesino mordía el eco de los pasos con que salíamos corriendo fuera de su territorio. La vieja satisfecha metía las manos al mandil. Sonreía con sus dientes podridos, como la porcelana de un retrete de mercado.
Fue entonces que el Mata Perros apareció. Se llamaba Jacinto Buendía. Tenía diez años de edad, uno menos que nosotros porque había adelantado año gracias a su inteligencia. Estaba ponchado. Desde chico, además del estudio, se había dedicado a trabajar con su tía veterinaria y desde los seis cargaba bultos de croqueta o sacaba a pasear a los mastines de una casa ricachona, sin que se le echaran a correr ni una sola vez.
En aquella época se carecía del cuidado relamido que se da hoy a los animales, especialmente a los canes. Tanto a ellos como a nosotros se nos educaba a la vieja usanza: si volteábamos el plato de comida, palazos; si llorábamos, porque nos asustaban las tormentas eléctricas, palazos; si tirábamos de la mano a nuestras madres durante un paseo, palazos.
Jacinto sabía dominar a los animales casi con la mirada. Les chiflaba a los perros tripones de la carnicería y estos lo reverenciaban con el hocico gacho cuando pasaba a su costado. Me enteré que una vez, con sólo acariciarles los lomos, separó a una pareja de caniches que se había quedado unida por sus partes después de la cópula.
Sin embargo, si el chiflido no funcionaba para controlarlos, Jacinto el Mata Perros enaltecía su apodo y sacaba una ballesta con pasador para el cabello afilado, del tipo que entonces muchos empleábamos para agujerear fresnos o llantas abandonadas al dispararlo con un básico aunque funcional dispositivo de liga. Pero él había llevado el invento a otro nivel.
Quién sabe cómo, había conseguido los mismos elementos pero reforzados. La liga no se cuarteaba nunca, el popote jamás se doblaba, el pasador era plateado y su filo resplandecía bajo el sol y cortaba una hoja de papel con sólo dejársela caer encima. Nunca nos confesó su técnica de armado. Tampoco reveló la forja del metal. Algunos especulamos que la afilaba con lima de tornero y que el popote provenía de una manguera hidráulica, además de que la ligota era más bien un pedazo de banda automotriz. Únicamente sabíamos que esa flecha salía disparada del arco de sus dedos hasta clavarse a metros de distancia en el lomo de algún perro salvaje. Fue así como el Mata Perros poco a poco fue ganándose su lugar dentro de la pandilla a pesar de que, sotaco, nos llegaba debajo del hombro.
También se reía mientras le contábamos cuanta chaqueta hacíamos con las revistas. Yo no era jarioso pero los otros, tanto nuestros clientes como los que conformaban nuestro batallón, eran expertos en frotarse el bálano con Teatrical y meterlo en una dona de plástico; en enroscarse el calzón de la prima u olerlo mientras salía del cabezón una gota de semen que luego los cochinos probaban para saber si les gustaría comérselo a las muchachas que pronto se ligarían, y con quienes pondrían en práctica cada una de las posiciones sexuales de las porno.
Pero el Mata Perros se nos había adelantado. Aseguraba que su tía la veterinaria tenía una hija de nuestra edad, ¿Lulú o Rosi?, con quien jugaba al doctor y a la que le chupaba hasta los deditos de los pies. Cuando lo decía, yo imaginaba que le sabrían a queso de puerco. Jacinto tenía la idea de irse con ella a vivir a otra colonia o por lo menos a otra casa, porque el padrastro también le hacía lo mismo a la nena, y el Mata Perros estaba celoso. No quería que nadie tocara al amor de su vida. Por eso se enroló con nosotros, por el dinero para construir su reino.
El negocio de las revistas, de unos meses a la fecha, había crecido exponencialmente. Había varo de sobra. La demanda era tanta y el producto tan escaso, que vendíamos por página en vez de ejemplares completos. Yo arrancaba las hojas y otro las doblaba en forma de avión o barco, procurando que las chichis y el monte de Venus de nuestras mujeres no se apreciara, sino hasta deshecha la figura. La manufactura y distribución eran fáciles. El dinero caía en forma, nadie se quejaba, todos estaban contentos y con pelos en la palma de la mano. El problema era que necesitábamos material suficiente para cumplir con la demanda, y la doña del puesto lo tenía. Ella y su perro.
Armamos un plan. Jacinto el Mata Perros se encargaría del animal mientras los demás huíamos con la caja de cartón hasta mi casa, en donde esconderíamos a las mujeres por un rato, dos o tres días, y las venderíamos cuando ya nadie recordara el hurto.
Votamos por si el Mata Perros debía liquidar a la bestia o nada más domarla por las buenas, disuadirla del ataque. Ganó el pacifismo. Pero llevaría la ballesta de popote por seguridad. No correría riesgos. Conocía bien a los canes y sabía que algunos eran impredecibles, como los de raza mixta. Lo liquidaría si fuera necesario.
No le pensamos más. La demanda pornográfica era insostenible. Además, el curso estaba a semanas de concluir y después de eso nos quedaríamos sin clientela, porque la próxima generación, la más grande, éramos nosotros mismos. El arriesgue consistía en que si los niños más chicos no gustaban de masturbarse tanto, tantísimo como los que ya iban de salida, el mercado eyacularía su extinción.
En ese dato pensaba yo cuando aquella tarde salimos por nuestras mujeres, así nos costara una mordida del Asesino, y subsecuente rabia. Nuestro apetito era de vida o muerte. Debíamos ser valientes.
A una cuadra de distancia, el Asesino levantó las orejas. La mayoría de nosotros se quedó paralizada de temor. Sólo el Mata Perros caminó hasta unos metros entre el can y él.
La vieja se levantó de su silla. Tomó la escoba con que barría la banqueta y le pegó al perro. A ver, Asesino, quiero que empieces a gañir porque estos mugrosos quién sabe qué quieran, le dijo.
Yo y dos más, ¿Nachito y el Gordo?, seguimos al Mata Perros. La sombra de su cuerpo se alargó en el piso y lo imaginé como un gigante de tres metros de altura que llevara en la mano un báculo: la sombra del popote que serpenteaba sobre el pavimento.
El Asesino abrió el hocico. La baba se desprendió de sus fauces. La vieja fue a donde estaba el seguro de la cadena, se inclinó y dijo, liberándolo: Esto quieren, bestias, esto tendrán. Nos paramos en seco. El Mata Perros le silbó. El animal mostró el perfil en el que tenía cicatrices como si de pequeño su madre le hubiera mordido adrede el hocico, para hacerlo fiero, y curvó el lomo, desperezándose. El silbido fue también la señal para que el resto de los niños saliera tras los arrayanes del parque, tomara furtivamente la caja y huyera a mi casa.
La vieja los vio. Asustada, porque desconocía qué pasaba, tomó el florero con el clavel y roció al batallón a su acecho. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, váyanse los diablos. Los chavos se nos quedaron viendo, a la espera de que les dijéramos si debían correr o aguantar el exorcismo.
El Mata Perros se acuclilló. Enseguida palmeó el piso. Venga, chiquito, calma. En ningún momento perdió de vista al Asesino que se tendió apacible y sacó la lengua, mientras jadeaba acalorado. El animal estaba en paz.
Es todo tuyo, le susurré al Mata Perros. Sin embargo, él irguió el arco, enflechó el punzón en la ligota y se dispuso a dispararle. No voy a confiarme, cuchicheó, ¡agarren todo!, urgió a los niños.
Cuando Nachito y el Gordo saltaron sobre la caja, un gigantesco lobo color tabaco, o al menos aquella era la especie que dominaba su raza impura, le apresó con los colmillos la mano a Nachito, que gritó tan duro que hasta el carnicero de la esquina de enfrente, con el mandil embadurnado de sangre, salió del local con ojos abiertísimos. El perro arrastró al niño y lo metió entre los arrayanes y por allá escuchamos sus gritos, déjame, dios mío, déjame, súplicas que ascendían al cielo. El resto de nuestra jauría se dispersó, como chispas de agua en un comal ardiente.
Sin embargo, cuando ya se había echado a correr con la caja entre las manos, al Gordo lo alcanzó el Asesino. Le saltó al cuello y se lo apretó de tal manera que no pudo gritar. En sus ojos noté la parálisis de las pupilas y cómo algunas tiras de su cabello se revolvieron lentamente en el aire cuando el pitbull lo derribó y le escarbó el pescuezo con los dientes. El Asesino levantó el hocico. Un pedazo de piel humana colgaba de sus fauces. La sangre escurría por el pelambre claro. Las revistas habían quedado regadas en el suelo como un abanico de vaginas y pechos.
El Mata Perros estaba con el arco tendido pero inerte. ¡Haz algo!, le supliqué. Estiró la flecha y la disparó al lobo, que salía de los arrayanes. La punta se le clavó en un ojo con el chasquido de cuando se destripa una uva entre los dedos. El perro aulló, cayó de lado, se retorció hasta que el hijo de la mujer, que había llegado de improviso, le sacó el punzón. ¡Con que muy machos con sus pinches juguetes!, nos dijo. Yo me dispuse a pelear. No es cierto. Más bien, me eché a correr a la carnicería y me escondí detrás del refrigerador, con un ojo puesto en la calle, y olor a manteca en la nariz.
¡Asesino!, ¡Lobo!, gritó el hombre y chasqueó los dedos. Ambos canes se le fueron encima al Mata Perros, que levantó las manos, queriendo defenderse. Resistió las fauces del Lobo, al introducirle los dedos en el hocico, sin embargo, en ese momento el Asesino le clavó los colmillos en la entrepierna y desgarró el short de Jacinto. El animal le apresó el miembro y los testículos y, tal y como los cocodrilos giran sobre sí mismos para cercenar un trozo de carne, se retorció y le arrancó los genitales. Las clientas de la carnicería y el mismo carnicero corrieron a echarles huesos crudos a los canes, para que liberaran al niño. Las bestias lo hicieron.
Tras la lucha, el hijo de la voceadora le pasó el brazo por encima del hombro a su madre. Después se acomodó la playera, que por un instante dejó a la vista sus cicatrices, como salpicaduras de ácido en el abdomen. Luego se limpió el sudor de la frente monstruosa, con chipotes antiquísimos.
En el pavimento, bocarriba, quedó el cuerpo de Jacinto cubierto con sangre, sitiado por nalgas de mujeres y uno que otro rayo luminoso que repercutía sobre el papel bruñido de las portadas.
Cuando nadie les ponía atención, recogí las revistas y, al día siguiente en la escuela, le regalé una a quien me lo pidiera.
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Publicado en Luvina, Revista de la Universidad de Guadalajara, no. 103, verano de 2021, pp. 73-78. Disponible aquí.









