martes, 16 de agosto de 2016

La separación


| Michel Ende |

Fue en una mañana de marzo cuando abandonó la casa en la que había vivido con su familia más de veinte años. Estaba solo. Su mujer y sus hijos se habían marchado de viaje para no ver nada —ni a él, ni los muebles que se iban a llevar, ni los cuadros, ni los libros—. Mientras los hombres de la mudanza metían en el camión armarios, la cama y cajas de libros, estaba él tiritando en la plaza ante su casa. No se movió. Se oyó una campana y el arrullo de palomas. Del otro lado, en la Ringstrasse, pasaban velozmente los autos. Pero todo lo que veía y oía estaba muy alejado de él.

Empezó el viaje. En silencio se sentó junto al chofer del camión, y veía desfilar la fachada de las casas ante las que había pasado, día tras día, con frecuencia con su mujer y los niños. Aquí, en la plaza de la que acababa de salir, había buscado castañas con sus hijos en otoño y había sacado con su mujer a pasear al pequeño perro. De todo esto hacía mucho tiempo. Ahora, al marcharse del barrio que durante muchos años había sido su suelo patrio, le pareció casi haber olvidado por qué abandonaba a su familia y su casa.

Su mujer y él habían empezado su matrimonio de la manera habitual. Su vida descansaba en sólidos cimientos. Los dos se instalaron. Él pasaba el día —juristas de la administración y funcionario vitalicio—, entre indestructibles macetas, en su despacho, mientras, cada dos años, ascendía a la categoría inmediata superior. Cuando, por la tarde, volvía de la oficina a casa encontraba la mesa puesta, se sentaba uno frente al otro, a la luz de bujías, y meseaban, como decían de broma. Recibían los fines de semana y tenían un abono en la ópera.

Los hijos llegaron a intervalos regulares —dos niñas y un chico—. El trajín de los niños, los cuidados, el llevarlos a la escuela, a casa de los abuelos, a las lecciones de música y a los médicos, todos estos deberes que traía lo cotidiano, los ocupaban tanto a los dos que cada paso y cada acción se hicieron costumbre. El transcurso de los días seguía una ley no escrita que nadie osaba sacudirse. Los jarrones con flores estaban en su lugar, los domingos por la tarde se tarareaban arias de ópera y una vez por semana se hacía limpieza en la casa. Los niños crecían.

No notaba que cada año estaba de peor humor. Naturalmente que de cuando en cuando reía o marchaba, con pesados zapatos, con sus hijos por el bosque y dejaba que, bromeando, le tiraran al agua. Pero su tono gruñón, sus caprichos, su espíritu de contradicción, marcaban cada vez más el humor del día. Se sentaban en silencio, uno frente al otro, cuando los niños estaban en sus habitaciones. Se había jubilado de su matrimonio como un pensionista melancólico. Disfrutaba de sus prebendas, vivía de sus exigencias y pretensiones, y reaccionaba decepcionado y excitado cuando su mujer le dejaba e iba por su propio camino.

“Creo que te has casado con el Código Civil”, le dijo ella una vez, con un tono frío y mordaz que no le había nunca y que le dolió. Y dejó de comprender a su mujer cuando le gritó: “Mis abuelos vienen del campo, y yo también pertenezco al campo”. ¿Acaso había conocido a su mujer en una granja? Esto le era nuevo. No entendía por qué hablaba ella ahora de animales y odiaba la ciudad en la que había nacido y crecido. ¿Por qué iba siempre con el coche a pasear por el campo? ¿Se había casado con una desconocida? Él, en todo caso, no quería saber nada de esa vida. Por él, sus habitantes podían irse al diablo.

Tras veinte años de matrimonio sucedió que un día, durante una violenta discusión, gritó tan fuerte que los vecinos lo oyeron. Sin decir una palabra, su mujer se marchó de la casa. A partir de entonces no quedaba nada por salvar. Vivieron uno junto al otro y uno contra el otro. La discusión había sido la última etapa de la comunidad. Por tanto, se separaron.

Ya hacía cuatro meses que vivía en su nueva casa. Una casa de alquiler con jardín. Había empezado un nuevo capítulo de su vida. Colocó la cama y los armarios, ordenó los libros y colgó los cuadros. Los dibujos de los niños, las plantas, las flores secas, las jarras de cerámica y macetas le daban a aquella habitación achaflanada una vivacidad que gustó a los amigos y conocidos. “Qué bien ha quedado”, decían. Y Catalina, su hija menor, le dijo otra vez: “Papá, tú eres el que tienes la casa más bonita. Me gustaría vivir aquí”. Ella abrió una ventana y, apoyándose en la barandilla, vio abajo la tranquila calle y los vecinos jardines, donde florecían las lilas y las forsitias.

Pero él no se alegraba con nada. Tenía la sensación de que algo no cuadraba. Por la tarde, cuando regresaba de la oficina, se sentaba a la mesa de la cocina, se bebía una botella de cerveza, e inmediatamente después, otra, engullía pan y salchichas y miraba las paredes. ¿Qué demonios tenía que buscar en esta casa? Encendía la radio para oír voces, pero inmediatamente le molestaban los ruidos de aquellos hombres que hablaban sobre cosas que no le importaban. No necesitaba ningún tratado filosófico sobre la alegría o la felicidad. Las canciones de moda se reían de él. Lo peor era la noche. Apenas se había echado a la cama, caía en un letargo del que despertaba a las dos horas. Se volvía de un lado con la cabeza ardiendo, empapado en sudor y sin esperanza de encontrar el descanso. Imágenes incoherentes cruzaban por su cerebro. El rostro de su mujer pasaba ante sus ojos cerrados como una sombra que ya había volado antes de que él la hubiera podido sujetar. Le hubiera gustado abrazarla, pero estaba demasiado lejos. Tan sólo, al amanecer, se hundía en un sueño de agotamiento, en el que siempre le perseguían las mismas pesadillas: pasaba rápidamente ante personas desconocidas en ciudades extrañas, sin saber dónde habría de acabar su camino.

Por la mañana, al levantarse, sentía una presión paralizante en la cabeza y su piel parecía arder. Tenía miedo de los coches en la calle, del rechinar de los frenos, de las bocinas y de los movimientos rápidos. Cuando entraba en aquel edificio oficial de ocho pisos, sin adornos, en el que trabajaba esperaba que los colegas le dejaran tranquilo… Un simple “buenos días” le sacaba de quicio. No podía soportar ni su propio nombre. En esos momentos tenía que obligarse a hacer cualquier cosa. Se obligaba a marcar un número de teléfono, se obligaba a abrir el correo oficial o a ir a la cantina, donde tenía que sentarse con otras personas que hablaban y reían. El día era claro y se sintió durante dos o tres horas como liberado.
En estos primeros meses tras la separación no estuvo ni un solo día enfermo. Se dedicó a su trabajo. Sin embargo, sufría de su aislamiento como lo había sentido tan sólo cuando niño. ¿No había cometido el peor error de su vida? ¿No debía haberse quedado en la casa, en la vieja casa familiar, con su familia? ¿Quién le había echado de ella? En estos momentos, en los que ansiaba protección y seguridad, palidecían los recuerdos de las disputas y de la discordia. Dejaba de poder imaginarse los dolorosos enfrentamientos con su mujer.

Sin embargo, una sola conversación telefónica le mostró cuánto se equivocaba en sus pensamientos. Su mujer y él ya no podían hablarse. Cada palabra que se decían estaba cargada de significación. Ya, antes del menor descuido, su voz era fuerte y cargada de reproches. Digamos que no la tenía a mano. “¿Has gastado mucho dinero o no?”, dijo en el teléfono. “¡Qué me importa a mí tus animales!” “Tú has hecho lo que quieres”. Su mujer le parecía como una peligrosa enemiga de la que tenía que protegerse y tener cuidado. Su voz le pareció dura y brusca. Pese a ello, se quedó decepcionado cuando ella no dijo nada más y colgó el teléfono sin saludarle. Era como si le hubieran abandonado, y se quedó sentado un rato junto al aparato sin poder ordenar sus pensamientos.

Gracias a Dios, sus hijos no le olvidaron nunca. Unas veces llamaba Ana; otras, Catalina, y otras, Hans. Ya eran adultos y seguían sus propios caminos. Pero le seguían llamando, como antes, al teléfono. “Hola, papá”, le llamaban “vieja casa”, y le preguntaban: “¿Cómo va eso? ¿Cómo estás?”. Se alegraba cuando le contaban sus planes y empresas, y se reía con sus bromas. Incuso, de cuando en cuando, se le escapaba un chiste. Ya se habían olvidado los roces diarios por el orden y la limpieza que había en la antigua casa. Y de los gritos de sus hijos y la música ratonera, que le sacudían los nervios. “Esto es terror”, había gritado en aquel trance. Pero ahora todas estas deprimentes cosas triviales pertenecían al pasado. No hubiera pensado nunca que podría hablar tan libremente con sus hijos.

Fue en julio. Por primera vez sintió que empezaba a tomar distancia de su vida anterior. Había superado aquella opresora nostalgia del pasado. Miraba por la ventana de su casa y se alegraba cuando los niños Liese y Christian le llamaban desde el jardín. Vivían en un piso inferior y hablaban con él como si fuera de su edad. “Vamos a trepar por el árbol y así llegamos a tu casa”. Le llamaban simplemente Paul, y esto estaba bien. Otras veces subían por las escaleras, se peleaban en su casa o cogían una manzana.

Más que nunca se puso en contacto con personas desconocidas, y se admiraba de que le dirigieran la palabra —una mujer en el metro, un hombre en la gasolinera, una vieja—. ¿Se le había cambiado su cara? ¿Miraba a las personas de otra manera? No lo sabía. Lo que es cierto es que estos encuentros le alegraban. Aceptaba las cosas tal como se las traía la vida cotidiana. Cogió la bolsa de la compra y se fue paseando por el jardín hasta el supermercado, a la panadería y a la droguería. Cocinaba, lavaba y limpiaba. “¿Cómo te las arreglas solo?”, le preguntó un conocido. “Y por qué no”, respondió él, con una naturalidad que le asombró. Tan sólo ahora, después de meses, se sentía bien en su pequeña casa. Podía y quería estar solo. Gozaba del silencio que le rodeaba y no echaba de menos ni a su mujer ni a sus hijos. Los tenía cerca —eso lo sentía—, porque no estaban permanentemente juntos.

Aprendió a acercarse a los hombres y a distanciarse de los hombres. Antes había creído siempre que el tiempo está diferenciado por su cantidad. Un minuto para él no tenía valor. Tan sólo contaban las horas y los días. Cuando había una reunión, debía ser eterna. Cuando se hablaba, había que hablar largo tiempo. Qué decepcionado se había quedado antes, cuando su mujer no aparecía puntualmente y se quedaba con él tanto como él quería. Ahora reconoció el valor de una mirada, de una sonrisa, de una palabra.

¿Es que alguna vez, en su largo matrimonio, había amado a su mujer? Esta pregunta le pasó por la cabeza, sin que encontrara la respuesta. ¿Había sido tal vez su matrimonio una cadena de hábitos, un abrazo permanente? Se acordó de un amigo de su juventud que evitaba cada vez más a la gente conforme envejecía. Quería tener cerca tan sólo a su mujer, todo el día y la noche. Tenía mucho miedo de que se muriera. ¿Era esto amor verdadero y profundo? Él no podía creerlo. Sin querer, había tomado otro camino. Pensaba en sus padres, muertos hacía muchos años. Veía sus rostros, oía sus voces y le hablaba a sus hijos de ellos. Los muertos estaban cerca. ¿Era esto amor? Hay que tener cincuenta y más años para entender que el amor no es el sentar uno junto al otro y darse las manos durante doce horas al día.

Fue una tarde de septiembre cuando se dirigió al barrio en el que había vivido hasta seis meses antes. Su mujer y sus hijos le habían invitado. La luz sobre las casas era cálida; el aire, suave, y había mucha gente en la calle. Conocía cada casa y cada comercio y, naturalmente, la plaza. Aquí había vivido más de veinte años. Pero ahora parecía como visitantes. Cuando entró en la casa de su familia, miró a los castaños, cuyas hojas ocultaban la torre de la iglesia. Una bandada de palomas volaba en la pradera. Tocó el timbre y subió la escalera. Ana estaba en la puerta. Le abrazó impetuosamente y él cogió a su hija en brazos. Los otros, detrás, gritaron: “Papá está aquí”.

Cruzó el pasillo y sintió que ya no era el pasillo de su casa, y que también había cambiado la habitación con los visillos claros. Aquí ya no estaba en su hogar. Se sintió angustiado al enfrentarse con su mujer, pero no tan fuertemente como en los primeros meses de separación. Entonces entró en aquella casa con el corazón palpitante y apenas se había atrevido a mirarle a la cara. En seguida, y con un pretexto, había huido. Se sentaron a la mesa redonda y comieron. Después, Ana sacó el acordeón y se lo colgó a su padre. Estaba indeciso, pero todo le gustaba. Le rodearon su mujer y sus hijos cuando estiró el fuelle y empezaron a sonar los primeros compases. De nuevo tocó Viena es siempre Viena y El barón gitano. Cuando se levantó para despedirse era ya de noche. “Entonces, hasta pronto”, le dijeron en voz alta. “Sí, hasta pronto”, respondió. No volvió la cabeza cuando bajaba la escalera. Cruzó lentamente la plaza hasta el coche. Después volvió a su casa.

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Publicado en El cuento. Revista mexicana de imaginación. Número 113, tomo XIX, año XXVII, enero-marzo 1990.