La primera vez que pisé un gimnasio de box fue a los once años. Édgar, un compañero de la escuela, me invitó a las clases que impartía un entrenador veterano en las instalaciones del entonces comité distrital del PRI en mi colonia. El lugar estaba justo enfrente de Plateros, a una cuadra de la prepa 8.
Aquella primera tarde, don Miguel me recibió con cara triste. No sé qué lo decepcionó más, si verme tan gordo o tan pobre, pues de ninguna de las dos opciones podría obtener alguna ganancia: ni entrenaría a un próximo campeón ni podría hacerse de una paga que justificara las sesiones de hora y media de trabajo. A pesar de esto, quizá en honor a su vocación, o tal vez por resignación, durante algunas semanas el hombre nos enseñó a mi amigo y a mí los movimientos básicos que hasta el momento son los únicos que identifico durante un combate: jab y gancho. También, nos describió la separación de las piernas y la ubicación de las puntas de los pies. Don Miguel se encorvaba para demostrarnos la velocidad de los puñetazos, mientras arrastraba sus tenis Panam sobre el piso y sus rodillas huesudas temblequeaban bajo la tela de su eterno pantalón de casimir. Era un hombre mayor, de unos sesenta años. Recuerdo que le colgaba la papada como una especie de pellejo que lucía iluminado por la plata de la barba incipiente. Después de cada entrenamiento, se enfundaba una sudadera de cierre a la que había puesto unos parches en los codos que habían prolongado la vida de la prenda por años, o eso pensaba yo. Era un hombre amable y paciente: repetía los movimientos hasta que sus alumnos conseguíamos desplazarnos con la misma soltura que él.
Una tarde, llegué a clase antes de la hora prevista y lo encontré afuera del gimnasio, sentado en los escalones del pasillo de granito que conducía al patio de la sede priista. Tenía los codos apoyados en las rodillas y la barbilla descansando en los puños. Se veía agotado, más tristón que la primera vez que lo había visto. Al lado suyo, estaba el saco de boxeo de cuero ajado y remendado con cinta canela; al otro extremo, la pera loca ponchada. El único par de guantes, que Édgar y yo alternábamos, pendían del borde de una maceta.
—Ya no podemos entrenar en el gimnasio, porque no he pagado la renta —me dijo.
Tenía los ojos húmedos y por un instante me pareció que su ropa le venía muy grande, como si hubiera adelgazado de manera vertiginosa.
Me senté a su lado y desaté las vendas que él me había enseñado a enredar entre los dedos y que yo llevaba puestas desde mi casa para que me vieran en la calle con ellas, lo cual, suponía, alejaba a los vecinos que buscaban siempre golpearme por nada, y de quienes huí por años.
Ni Édgar ni yo habíamos podido pagarle las clases. Debido a que éramos sus únicos alumnos, lo habíamos conducido a la bancarrota. Esto me hizo sentir mal. Sin embargo, don Miguel no me estaba reprochando nada. Al contrario. Levantó la cara, se frotó la barba y me dijo:
—Tú quién crees que es mejor: ¿un karateca o un boxeador?
—Los dos.
—No, el boxeador. Al menos para mí, un boxeador bien entrenado quiebra a un karateca… Esto siempre se lo digo a los chavos de mi calle: que nunca se dejen apantallar por un karateca. —Don Miguel vivía en La Cascada, una de las colonias más conflictivas de la ciudad en aquellos años 90.
Tras decir esto, se levantó, apretó los puños e inclinó el cuerpo detrás de su guardia y lanzó algunos golpes al viento. El entrenador se veía frágil, mucho más viejo que días antes; sin embargo, la seriedad con que lanzaba los golpes, me estremeció. Sin pensarlo mucho, me levanté y al poco rato ya lo imitaba. Después apareció mi amigo Édgar y los tres, en medio de aquel patio derruido, evadiendo a las personas que iban y venían por la sede, entrenamos como si en ello nos fuera la vida.
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