Extendió la mano para saludarme con tanta rapidez, que no me dio tiempo para pensar en nada más que no fuera su traje fino y su corbata enlazada en forma tan galante como si unas manos enjoyadas la hubieran ajustado. Su rostro era más grande y redondo que años atrás, pero los ojos de Federico Corbala, de Corbala, como le llamábamos en la escuela, seguían siendo de adolescente, vivos, muy abiertos, como únicamente pueden serlo los ojos de la juventud cuya vista se desliza por el mundo en busca de nuevas cimas que poseer.
De pie uno frente al otro, mientras que los viajeros a las afueras de la terminal de transporte coincidían sus miradas entre sí, para después extraviarse de por vida, Corbala me inspeccionó de arriba abajo, y después dijo:
—Han pasado unos veinte años, más o menos, ¿no?
Su voz se había hecho grave, robusta, diferente a como podía recordarla.
—No nos hemos visto desde la secundaria —le respondí.
Un puesto de tacos al lado nuestro estaba a reventar. La gente se mordía ansiosa los dedos esperando a que el taquero les sirviera pronto una orden, o se codeaban groseramente cuando añadían a sus platos las salsas y los nopales fritos, colocados en tazones de metal sobre una barra de lámina.
—O desde los campos de futbol en el deportivo Reynosa, ¿no? —añadió.
Detrás del puesto, aparecieron dos ratas jaspeadas que olfatearon el aire con sus narices húmedas. O eso creí. Más bien, eran dos ardillas con los pelos aplastados debido a la grasa y mugre de los tenderetes callejeros bajo los cuales se habían revolcado. Dando saltitos, recogieron dos rodajas de pepino tiradas en el pavimento, y salieron disparadas hacia el otro lado de la calle con la verdura clavada en el hocico.
—¿Cuáles campos de futbol? —le pregunté.
—Hermanito, sí debes de acordarte, cómo no, del deportivo Reynosa Azcapotzalco.
Una pareja pasó a nuestro lado. Corbala observó a la mujer casi lamiéndole el escote con las pestañas: vestía blusa de tirantes y cargaba a un bebé envuelto en un cobertor azul. Su acompañante, un tipo calvo, la abrazó por la cintura y miró desafiante a Corbala, que apretó con cinismo los labios como si quisiera lanzar un beso al aire. Pasaron de largo.
—Y… Qué haces, hermanito, cómo te trata la vida.
—Voy a ver a mi novia. Ésta es para ella.
—¿Nada más le llevas una flor? Qué codo. Le hubieras comprado un ramito de gladiolas chulas.
Decepcionado, observé mi girasol envuelto en celofán, atado con un moño retorcido.
—Para esto me alcanzó —respondí.
—¿Todavía no te casas? ¿Todavía no tienes chavos?
—Me gustaría, pero no sé… ¿Tú qué haces?
—Muchas cosas. Ayer, precisamente, me entregaron la casa que compré. Es de dos pisos y tiene un balconcito al que, de ahora en adelante, voy a subir cada tarde a tomarme unas cubas de Torres mientras miro el atardecer. —Deslizó la mano en el aire, acariciando una imaginaria superficie ondulante. El anillo dorado en su dedo resplandeció como un sol ocultándose detrás de las montañas.
—Ah, muy bien… Yo vivo aquí cerca… Rento.
—Consíguete una novia ricachona con quien vivir. Hazle como yo. —Se carcajeó teatralmente. Tenía amalgamas en las muelas, o caries.
Yo reí apenas.
—Creo que mi novia está pensando hacer eso mismo: cambiarme por un rico.
Metí la mano en el bolsillo del pantalón para sacar el celular y ver la hora en la pantalla. Temprano, me había cortado el dedo al rebanar una naranja y el roce con la tela levantó la costra recién formada en la herida. Apreté los dientes para no quejarme.
—Yo compro y vendo coches. No vine en uno porque hoy, después de visitar a una amiga… —me guiñó el ojo derecho e indicó con la cabeza hacia el motel que estaba justo enfrente de nosotros, del otro lado de la avenida—, voy a ir al Centro. Es un cuete andar en coche por allá, con tanto mono cruzándose en tu camino, como turista idiota. Busco unos lentes para mi niño porque en su primaria me dijeron que tiene miopía.
Se desabotonó el saco, hurgó en el bolsillo interno y desenfundó la cartera; cuando la abrió, pude observar dentro muchos billetes de quinientos, nuevos, tan lisos como laminillas. Doblado en cuatro partes, había un papel de color rosa, tal vez la receta de los lentes. ¿Quién puede saberlo a la primera?
Corbala me enseñó una fotografía. De pie, una mujer de tez blanca y ojos grandes de color claro, diríase que bonita, cargaba a un bebé. Paradito al lado suyo, jalándole la punta del vestido, un niño peinado de raya en medio y camisa a cuadros, que había olvidado mirar a la cámara y sus ojos se posaban en un extremo de la toma, hacía puchero con los labios trompudos. El fondo de la fotografía era impreciso: parecía unas ruinas arqueológicas, o algo semejante. El color sepia del retoque digital le imprimía un aire a viejo, a sueño difuso.
—¿Cómo se llama?
—¿El chavito? Como yo. La beba de brazos es Tamara. Mi señora se llama Jimena. Es regiomontana. La conocí en unas vacaciones en Cancún. Fue flechazo de unas horas. ¿Sabes cómo me la ligué, hermanito? Una tarde le invité un pozole de mariscos. ¿Puedes creer? Ya luego fuimos a bailar y pasó de todo. ¿Sabes bailar?
—No mucho. Tengo los cables cruzados. Soy derecho de mano y zurdo de pie. —Di una patadita al aire—. La última vez que lo intenté, casi termino en el suelo.
—Ah, mira… —Guardó la cartera—. Y no te creas, el asunto es que a mi señora le encanta el dinero. Por eso ando a las vivas a diario. —Chasqueó los dedos—. ¿Ya tienes coche? Tengo unos bien baratos.
—No sé manejar. Además, un coche trae más gastos que beneficios, creo. ¿Y si lo choco? ¿Y si no tengo dinero para la gasolina?
—Te paso mi celular por si te animas. Apunta.
Volvió a sacar la cartera. Desdobló el papel de color rosa y lo miró un par de veces. Me lo extendió. Cuando intenté tomarlo, lo retiró rápido de mi alcance y lo retuvo entre sus dedos índice y corazón, mientras decía:
—Oye, y ¿qué vas a hacer?
—Voy a comer con mi novia.
—No. Mañana, pasado, cuando seas grande —sonrió—, en el futuro, hermanito... A ver, te dicto mi número porque todavía no me lo aprendo y lo traigo aquí en la factura del celular.
Extendió el papel para leerlo.
Saqué mi teléfono al que, por cierto, se le había caído una tecla días antes. Tapando el hueco con el pulgar, miré el reloj en la pantalla. Iba atrasado para ver a mi novia.
—Es el 15 12…
Como si hubieran levantado una compuerta, corrieron por mi mente pensamientos con el lomo húmedo y los pelos erizados, como ardillas chapaleando alrededor de nosotros, en los charcos acumulados en los baches de la calle o las fracturas de la banqueta. Querían matarse a mordidas. Me hubiera gustado tener una respuesta: “Casarme”, “Tener hijos”, “Comprar una propiedad”, una respuesta sincera. Pero no la había. Y las ardillas se devoraban entre sí; se arrancaban los ojos con las fauces, regando espumarajos y sangre en torno nuestro.
—…56 48…
—No puedo responder a eso, Corbala.
—¿Cómo?
—Que no tengo respuesta a eso que dices del mañana y el futuro, porque no tengo planes. Voy al día.
—No. Eso no. ¿Cómo me llamaste?
—Corbala.
—No soy Corbala. Soy Zamarripa, Ricardo Zamarripa.
Las ardillas abandonaron su lucha y corrieron tuertas abajo del puesto de tacos. O eso imaginé. Poco a poco aflojé el brazo con el que apretaba el tallo bajo la axila y el girasol estuvo a punto de caer al piso.
—¿Entonces no fuimos a la secundaria Guadalupe Victoria?
—Nunca. Estudié en otro lado.
Corbala-Zamarripa se abotonó el saco y parpadeó hasta fruncir el ceño. Confundidos, giramos ciento ochenta grados. Nos fuimos, como muchos otros, caminando en sentido opuesto.
_