Marialuisa y yo llegamos a la caseta de policía, un cubo de cemento de dos metros cuadrados en lo alto de la loma del parque. Ella observó su reflejo en el cristal espejeado de la única ventana de la caseta y aprovechó para repasarse la yema del dedo en las cejas y acomodarse el cabello.
Cuando golpeé la puerta con los nudillos, a nuestro alrededor revoloteó una tira de algodón de azúcar. Alcé la mano para ahuyentarla y fue a adherirse a la corteza del fresno al lado de la caseta. Agitó la punta, como una estola de plumas rosadas, y después se desintegró en el ambiente de la tarde.
Esperé unos segundos apoyado en la puerta antes de volver a tocar. El metal estaba frío. Los grumos del esmaltado picaron la palma de mi mano. Alrededor nuestro, no había ningún carro de algodones de azúcar de cuya hornilla pudieran saltar al viento jirones de nube color rosa. Tampoco había niños montados en sus bicicletas o mujeres enfundadas en conjuntos deportivos, estirando las corvas sobre las bancas. Estábamos solos.
La luz vespertina se inclinaba de tal forma que únicamente alcanzaba a rozar las puntas más elevadas de los fresnos por las que, en ocasiones, se desprendía aleteando un zanate, que volvía a encajarse en la fronda tan pronto como había emergido. Más abajo, los troncos de color verduzco eran ya un muro que mi vista captaba impenetrable.
Marialuisa cruzó los brazos y bajó la vista a sus pies; jugueteó con las piedrecillas que crujieron bajo el peso de sus suelas.
En el interior del cubo se oyó el sonido de objetos metálicos, quizá llaves, tintinear de manera aguda, como si los deslizaran por un cristal o superficie extremadamente lisa.
La puerta se abrió. Salió un hombre vestido con camisa y pantalón negros. Tenía un cinturón cuya hebilla destelló cuando se acercó a nosotros. Enfoqué su rostro, pero pasé de largo, recayendo sobre el gel que recién se había aplicado en el cabello y que se mezclaba con las gotas de agua en las sienes. El cabello era negro, espeso, e intenté calcular el tiempo que a cualquier peluquero podría llevarle recortarlo: esos mechones no cederían fácilmente al filo de las tijeras.
El hombre se nos quedó viendo. Marialuisa descruzó los brazos y se frotó los hombros desnudos: la blusa apenas le cubría el torso.
—Ya sé qué te robaron —le dijo él a ella.
—A la entrada del parque, en la banca frente a la avenida —intervine yo.
El hombre no volvió a verme. Observaba a Marialuisa, quien separó más los pies y, con los brazos lánguidos, engarzó los pulgares a la pretina del pantalón.
—Lo colgaron del respaldo —continuó él—, lo perdieron de vista un segundo, y así aprovecharon para llevárselo.
—Estaba mi suéter dentro —dijo ella.
Su cara empalidecía debido a la frescura de la tarde, pero sus labios continuaban sonrojados.
Ambos permanecieron frente a frente, sin retirarse la vista por un lapso que me pareció una hora. Metí las manos en los bolsillos del pantalón. En el piso, la agujeta de mi tenis derecho reposaba maltrecha en el polvo donde alguna vez hubo tezontle.
—Vamos a ver si los agarramos. Si son principiantes, no sabrán cuándo parar y seguramente andan viendo qué otro bolso llevarse.
El hombre metió la mitad del cuerpo al cubo. Inclinándose, dejó apoyado un pie mientras el otro se elevaba diez centímetros del suelo. El zapato, pulido con minuciosa boleada, brillaba idéntico a la hebilla. Extrajo una chamarra bombacha que colocó en los hombros de Marialuisa. Abrí la boca: quise protestar. Sin embargo, mi ánimo fue achicándose de la misma manera en que salen expulsadas las notas de un acordeón roto. Me rasqué el lóbulo de la oreja, para curarme el prurito.
—Ojalá los atrapemos —les dije, echando a andar.
Se habían encaminado dos pasos adelante. El hombre abrazaba por el hombro a Marialuisa, quien pinzaba la chamarra sobre su espalda con el índice y pulgar de cada mano. Voltearon a verme. Una sábana helada se deslizó por mi cabeza hasta caer al piso. Después, como si yo fuera una escultura recién develada al público, me quedé tieso.